El apocalipsis zombi no sucederá con nosotros huyendo de estos detestables entes descerebrados, esos con la malsana costumbre de tener sus cavidades bucales goteando sangre, tripas y pellejos, y quienes existen con la única intención de devorar o contagiarnos. (En las pelis de zombies, nunca me ha quedado claro el porque unos humanos son contagiados, otros sirven de plato fuerte).
Para quienes imaginábamos vernos heroicos, salvando la humanidad, hacerla de Brad Pitt en World War Z, queriendo descubrir el hilo negro del “paciente cero” mientras escapamos de las garras de cientos de zombies desarticulados, todo parece indicar que ésta no será la vía por la cual la humanidad pase a los prometidos ‘mejores pastizales’.
El final se vislumbra menos agresivo, más voluntario.
Es que el apocalipsis nos lo entregan a diario en cajas de cartón de Amazon repletas con porquerías adquiridas a través de nuestro inseparable ‘teléfono mucho más inteligente que nosotros’.
Mi amigo Buca estará decepcionado de saber que el final no sucederá gracias a un asteroide estrellándose en la península de Yucatán o donde sea. No. Será más tipo Wall-E: enterrados en nuestra propia basura gracias a una inmejorable conexión de Wi-Fi.
La cosa es que el sábado AnaP y yo seguimos escombrando nuestro garaje, y aunque sostengo que no somos compradores compulsivos, la existencia de múltiples martillos, no sé cuantos desarmadores de cruz del mismo tamaño, por lo menos cinco WD-40, y una cantidad triste/risible de botes de pintura, me desmiente por completo.
Bueno, la cantidad de cachibaches en el garaje, y el que pedí una iPad —es que de verdad que no somos así, de verdad, pero necesitábamos, o sea, necesitábamos una iPad nueva, la vieja ya ni cargaba y estaba pandeada—. Pensé que solo las pizzas, pero de darle click en mi teléfono, a que una señora con cara de que antes era abuelita pero que con eso de que anda pagando la compra de cuanta porquería adquirió la semana pasada ahora la hace de Door-Dash o de Rapi, entregándome (dentro una bolsa de súper) el iPad en la puerta de la casa, no pasaron ni tres horas.
Aun así, creo que ni AnaP ni yo no estamos ni cerca de ser la definición de consumidores. Vamos, a pesar de tener la mesa de ping pong en el garaje, de casi todas las casas de por acá, somos de los únicos que estacionamos ambos coches dentro del garaje. En las demás casas hay demasiadas porquerías como para guardar los coches.
Rebecca Solnit, de The Guardian insiste en que ya nos doblegó el apocalipsis zombi. Lo define a que transitamos por las calles más concentrados viendo videos de gatitos, lo último de Netfilx, admirando lo que sea de Amazon, y que caminamos sin interactuar ni con el prójimo ni con nuestro entorno, viviendo solo para alimentar los obscuros algoritmos del internet, esos que succionan nuestras almas, nuestro tiempo, y nuestro presupuesto, obligándonos a atiborrar nuestra materia gris de idioteces, plagar nuestro garaje de futura basura.
Lo cierto es que sucede no solo de este lado del río —¡próximamente muro impenetrable!—, todos ya somos víctimas del apocalipsis zombi sin que hayamos podido detener la llegada a nuestro destino. Ahora mismo, en el café donde escribo, no hay ni un solo comensal que no esté pegado a una pantalla. Al zombi lo vemos en el espejo, con las narices pegadas en sus pantallas en búsqueda de likes, de videos, de productos, de noticias cada vez más exuberantes, desenfrenadas, inconsecuentes. Como por ejemplo, pero no limitándonos a, lo del billonario que compró el plátano pegado a una pared por no sé cuantos millones de dólares, noticia que, por lo menos en mis redes sociales, circuló con mucho más entusiasmo que la desolación en Beirut, Gaza o Sinaloa, ocupando nuestras neuronas como si fuera algo trascendente, tan vital a nuestras existencias como lo que compraremos en Navidad, productos que difícilmente usaremos, pero que felices recibiremos, regalaremos y guardaremos en el garaje.
Lo que me lleva a que, si están pensando en adquirir una urna, objeto que seguro terminará en el garaje entre la podadora y un catre enmohecido, Amazon trae unas urnas plateadas directo desde Nueva Dehli, calificadas con cuatro estrellas pero con reseñas bastante meh, que pueden ser utilizadas para guardar los restos mortales de “mascotas o adultos machos…” y que pueden ser tuyas por solo dos mil quinientos pesos pagados en cómodas mensualidades.
Carolina mi hermana afirma que desde que vive acá, su día festivo favorito en éstas ‘las tierras del futuro muro impenetrable’ es Thanksgiving — el Día de Acción de Gracias. A pesar de que alrededor nuestro hay varias casas con inflables de pavos o de ‘pilgrims’ adornando sus “yardas” (jardines), el día se trata más de juntarse con los tuyos, recargar batería, más que de estar comprando. Claro, el día siguiente del día en que las familias y amigos se juntan para dar las gracias devorando pavo, es el “Black Friday”, día en que hay que comprar desaforadamente lo que sea. Acá en casa de ustedes, para ésta semana, se dejaron caer Nico y Gusano, y mañana viene Hanna. Solo faltan Miki y Eva. Aunque sé que no necesito más, se me antoja uno de esos relojes inteligentes que cuentan pasos y reciben un texto de que mi paquete de Amazon ya está en la puerta. A pesar del Black Friday, coincido con mi hermana, admito que me gusta el Día de Acción de Gracias.
Llegó Gusano el sábado en la noche y el domingo, a primera hora, se llevó a su madre a ver Wicked. Ambos regresaron con cara de que blah, de que mejor nos vamos a ver Gladiator II. Por suerte OZ está fuera de mis dominios, los romanos son responsabilidad mía.
Leyendo: Sigo con ‘Herejes’ de Leonardo Padura. Buenísimo el viaje.
Viendo: Fui a ver Gladiator II con Gusano. Mejor no hubiéramos ido. Con rinocerontes adiestrados, mandriles rasurados, tiburones en el Coliseo, y coincidencias terribles a mitad del cuento, lo digo todo. Aparte, larga. Totalmente blah.
Escuchando: Cat Stevens. Desde el otro día que fuimos a Wimberly es con quien ando.
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