Cuando era yo niño, nueve/diez años, lo que más quería ser cuando fuera yo mayor, como de digamos veinte, era ser calvo, como mi papá. No sucedió. Ni a los veinte ni ahora que ya veo la luz de mi descuento para el Metrobus. Cierto, no tengo la misma cantidad de pelo que hace diez años, y AnaP alega que ya no me lo corta que porque está mucho más delgado que antes aunque no muy entiendo que tiene que ver eso con el que no me lo corte, pero sigo teniendo una masa de pelo que hay que podar como cada tres meses para que no parezca una combinación malsana entre Koji Kabuto y Boris Johnson, excepto con el pelo chino.
Mi papá dice que se quedó pelón cuando, como parte de la novatada al entrar a la Facultad de Derecho -CU, generación fundadora, presume- raparon a todos los miembros de la generación, y su cuero cabelludo fue como #basta. «Ya luego, yo veía como le batallaban mis amigos con el gel para acomodarse su melena mientras que yo iba con quien fuera, curanderas, brujas, hasta doctores, para encontrarle remedio, y me untaba cualquier tipo de ungüento que me recetasen para que me creciera. Nada». Lo dice como si su calvicie no estuviera presente en el mismo cuarto. Termina diciendo que si a esa edad le hubieran dicho que untándose caca de borrego le hubiera crecido el pelo, se la hubiera embadurnado sin pensarlo dos veces. Las fotos en Technicolor que tengo de mi papá cargándome yo de bebé, su calvicie ya era preponderante, ya solo tenía pelo, delgado y lacio, creciendo triste en los laterales de su cabeza, como de Fraile Tuck. Su eterna queja ha sido el que los peluqueros insisten en cobrarle la tarifa completa, siendo que solo le tienen que darle una pasadita con la máquina para quitarle sus chinitos. De vez en cuando, un solo pelo enredado y largo como de Charlie Brown, le crece necio sobre el páramo de su choya.
Pero la verdad es que una vez que aceptó su calvicie, dejo de comprar champús, y se enfoco en lo importante.
“Es que lo de la calvicie se hereda del lado materno” me dijo alguna vez mi mamá sin explicar el porqué su papá, mi abuelo, y a quien denominábamos el “Granpa el del pelo white” igual se tenía que arrastrar gajos de su pelo de un lado al otro para cubrir el hecho de que su cuero cabelludo, igual que el de su yerno, mi papá, brillaba por su ausencia.
Nunca conocí a los hermanos de mi abuela por lo que no puedo opinar con respecto al cuero cabelludo de los que “terminan siendo” mis tíos abuelos. Pero mi abuela murió de cancer cuatro años antes de que yo naciera y si es que alguna vez hubo, allí de plano se perdió el contacto con ese lado de la familia. Tampoco ayuda el que se apelliden Ramírez García a la hora de googlearlos. Solo los vi una sola vez, cuando llegaron todos para el velorio de mi tía Margie. Esa tarde que llegaron los Ramirez García a casa de mis papás, hubo que chambearle duro, entre que sacando las sillas del comedor y las de la sala al patio del jardín, y llevando y trayendo vasos con agua de limón porque los señores, vestidos de negro y con cara de regañados, y las señoras cuyos vestidos negros de crinolina siseaban al caminar, “habían llegado desde Pachuca”. Imaginé camellos cruzando dunas, cargando parientes en la México-Pachuca.
La realidad es que nunca hubo contacto con aquel lado de la familia. Supongo que no ayudaba mucho el que mi abuela Amelia, la menor de una familia de doce hijos, se hubiera casado con mi Granpa ‘el del pelo white’ a los dieciocho años y que se hubieran ido a vivir, primero a California, y luego regresaran a México para terminar en un pueblo con olor a fierros, masa de tortilla, humedad y gasolina, perdido en las faldas junglosas’ de la sierra poblana.
Llegar a La Ceiba a ver a mi Granpa y a mis tíos, hermanos de mi mamá, era una aventura que para nosotros, resguardados en nuestra casa al fondo de una calle empedrada en la Ciudad de México, empezaba los viernes en la tarde de algún fin de semana de puente. Desde días antes, mis papás nos avisaban que iríamos a pasar el fin de semana a Mi Ranchito, un hotel en Xicotepec de Juárez que mis hermanas y yo considerábamos “nuestro” hotel y que quedaba a cuarenta minutos de La Ceiba. El viernes en la tarde preparaban unos sandwiches de jamón con mayonesa que se guardaban en el refrigerador dentro de la misma bolsa de pan Bimbo de dónde se sacaba el pan, y que luego, a la altura de las pirámides de Teotihuacán se iban sacando junto con unas manzanas que se oxidaban mucho antes de que pudiéramos divisar a quienes habían escalado la Pirámide del Sol. Mi odio por los sandwiches era, por lo menos desde mi punto de vista, legendario, excepto esos que sabían diferente los sábados de madrugada camino a La Ceiba.
Salíamos antes de que madrugara quesque’ para evitar el transito de la ciudad, aunque creo que la idea era mantener a los cuatro, cinco, o seis niños dormidos durante buena parte del trayecto. Ya para cuando el sol salía, ya estábamos cruzando los radares/satélites o lo que sean de Tulancingo o, si mi papá había acelerado y hecho bueno tiempo, en las rectas de la presa de El Tejocotal. “Nos vemos en las curvas” les gritaba mi papá a los tubos de escape de los coches gringos que con sus ocho cilindros nos rebasaban y se alejaban en las rectas. Nosotros íbamos amontonados dentro de alguna de las camionetas R12 que hubo en la casa, a las que mi papá exprimía todo su potencial cuando iniciábamos las curvas de Huachinango hasta Mi Ranchito.
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—Ya son las cuatro—. Escucho la voz de mi papá en la obscuridad. Me menea del hombro, me da un beso en la cabeza, —ya nos vamos— me murmulla.
Me molestan las luces encendidas del pasillo apenas abro un poco los ojos. Con la oreja todavía aplastada por la almohada, escucho pisadas en la escalera de madera. Alguien baja.
Se abre el refrigerador. Cruje una bolsa de plástico. Se cierra el refrigerador.
—¿Vas a querer café? — Mi mamá le grita en susurros a mi papá desde la cocina.
Es el fin de semana del dieciséis. No nos quedamos a ver el desfile. «Mejor aprovechamos para escaparnos» nos consuela mi mamá. No podré ver los aviones militares, aunque de cualquier manera pasan muy lejos de la casa. Hubiéramos salido ayer, pero mi papá odia el tener que cruzar la ciudad con el tráfico de un viernes en la tarde. «De madrugada, menos coches… » dice, «y así le ganamos tiempo al tiempo».
—Sí güera, café— va el grito de regreso, —allí puse el thermo.
En la casa hay un solo thermo, uno que mi mamá ocupa para cuando nos lleva albóndigas los viernes cuando hace “guardia” durante recreo en el Junipero. Es complicado comer albóndigas humeantes con balones volando y niños corriendo alrededor.
Desde que cenamos ayer, mi mamá nos dijo que nos quedáramos en pijama. «Se cambian en la carretera» nos avisó, «cuando pasemos El Tejocotal. Si no hay mucha gente nos bajamos un rato».
Siempre prometen eso, si hay poca gente, nos bajamos en la presa de El Tejocotal.
Pero hay mucha gente en la orilla. «No se antoja» dicen. «Mejor le ganamos tiempo al tiempo» repite mi papá concentrado en rebasar. O, en que no lo rebasen. Cuando pasamos el claro donde se ve la presa, ambos se quejan «puros tendajones donde solo venden chárales fritos».
Mi papá insiste, «le vamos ganando tiempo al tiempo» hasta que mi mamá nos avisa que «nos vamos a detener un rato en Huachi’, a visitar a Mamá».
Cuando llegamos, encontramos a mi abuela donde siempre.
Debajo del arco de la entrada está la misma señora de todas las veces, cara con surcos, morena, piel seca, acomodada en el piso, flores explayadas frente a ella. —¿A cuánto los alcatraces? -pregunta mi Mamá. Luego se dirige a nosotros —cualquiera excepto las gardenias, nomás no… el olor.
Lo del olor ya lo sabemos todos. Igual que la historia. Lo recitan entre los dos en oraciones cortas. Mamá no soportaba el olor a las gardenias. Cáncer. Muy débil. Ya no fue a la boda. Quería mucho a tu padre. Tembló en Acapulco. Plena luna de miel. Los cocos, cuál bombas sobre los coches. Nos hablaron para avisarnos. Nos regresamos. Hice un tiempazo en el Volkswagen.
Con un ramo de alcatraces, pasamos a buscar a mi abuela, caminamos debajo del arco. Leo el letrero, Panteón Municipal de Huachinango.
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No sé que le vería mi abuela Amelia a mi Granpa el del pelo white, chance ganas de escaparse de su enorme familia -diez varones antes de que naciera su hermana, y luego ella- o de mi bisabuelo quien de lo poco que sabemos era todo una fichita. Chapado a la antigua, mecha corta, paciencia nula. Pero claro, ni quien lo culpe, ¿quien lo manda tener diez hijos varones? Los Ramirez García. Cosa googlearlos.
No así mi Granpa. Desde entonces, él siempre soñaba con escaparse a Belice. Vivía en otro planeta, pero eso sí, un pan de Dios.
“Ya no hacen hombres así” alguna vez le comenté a un abogado a quien visitaba en un despacho en Nueva York y con quien, sin nada más de que platicar pero muy entretenidos los dos, terminamos hablando sobre mi Granpa y sus peripecias.
Según la leyenda, y vamos que con mí Granpa todo tiene ese sabor que habita entre Yoknapatawpha County y Macondo, nació en Rifle, Colorado. Por lo menos dicen que nació allí -mi hermana no encontró constancia en el registro de que así fuera- unos años antes de que iniciara el siglo veinte. Aun a la fecha, y a pesar de que el poblado está en plena carretera Interestatal 70, Rifle, Colorado tiene menos de diez mil habitantes, por lo que asumo que en 1898 el alguacil ha de haber fungido como bandolero, párroco del pueblo, maestro de obras y cantante de Vaudeville, solo para no terminar picándose los ojos.
Hasta que murió poco tiempo después de la Guerra de las Malvinas, mi Granpa era un hombre delgado y alto, cuya finalidad en la vida era el vivir aventuras, así que cuando la vida en Rifle, Colorado lo empezó a apretujar, decidió, a los diecinueve o veinte años, unirse al ejército norteamericano para pelear por su país en la Primera Guerra Mundial. No sobreviven muchos detalles, ni de su reclutamiento, ni de su entrenamiento, ni de su travesía por el Atlántico. Solo sobrevive lo que nos contaron, que tampoco abundo en detalles.
Pero mi Granpa era un tipo con suerte. Para cuando desembarcó en Europa, la guerra ya había concluido, y el ejército norteamericano, de momento huérfano de batallas que pelear, soltó a mi Granpa dejándolo vagar por Europa. Si no hubiera sido el que durante el resto de su vida recibió un cheque del American Legion como veterano de guerra, hubiera sido fácil concluir el mi Granpa desertó al momento del desembarco. Aunque quién hubiera conocido a mi Granpa el del pelo white, hubiera concluido que en vez de desertar, al momento de bajar del barco, empezó a vagar, caminando sin rumbo, rumiando alguna aventura mental. Así fue toda su vida adulta, participando en una aventura mental.
La figura alta y desgarbada de mí Granpa atravesando la campiña francesa y su mente cuajada de hazañas inexistentes, evoca al caballero medieval que batallaba en contra de molinos de viento. Solo le hacía falta tener a su Sancho para completar la imagen porque Rocinantes tuvo varios, todos en forma de sus cada vez más destartalados Jeeps, o de su tractor Belarus soviético que compró para “enseñarle quién era quién al gobierno Norteamericano”, cuando nomás no acababa la guerra en Vietnam. De lo que no estoy tan seguro era el que mi abuela, aguantándole sus locuras, era en efecto su Dulcinea, porqué cuando mi abuela entendió que lo que a mi abuelo le gustaba era soñar y eso de alimentar a su familia era secundario, tomó cartas en el asunto y fue ella quien se dedicó a sacar a su familia adelante.
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Llegamos a ‘Mi Ranchito’. «Ahorita los alcanzo» nos dice mi papá. Se queda platicando con Don Gumercindo, “Don Gumer” el gerente. «Es que con todos tiene que ver su padre» se medio queja mi mamá. Caminamos al bungalow, el que está más alejado de la recepción. Nuestro favorito. «Su bungalow» nos sonríe Don Gumer cuando le da las llaves a mi papá.
De camino, pasamos por el restaurante. Saludamos a las dos meseras que conocemos desde siempre. «Vamos a bajar a La Ceiba y subimos para cenar» les prometemos. Nos sonríen. «Aquí le tenemos sus frijolitos para cuando regrese, señor» le dicen a mi papá.
Mientras maneja, voy en el asiento justo detrás de él. Viajo parado. Amo ver cómo maneja. Se conoce la carretera de memoria. «Lo rebasamos cuando pasemos la recta después de “La Dos”» me dice. “La Dos” y “La Tres” son estaciones de bombeo de Pemex, en los picos de la sierra.
«Ahora le inyecto triptina» dice mi papá. Cambia de tercera a segunda para rebasar, inyecta triptina. Para quien no sepa, la triptina es el compuesto secreto que mi papá inyecta al motor con solo apachurrar el botón del freno de mano… clack clack triptina.
Desacelera detrás del camión de rediles que transporta naranjas. Confiesa «mi papá que era muy sabio decía, ‘más vale esperar’». Mientras frena, apunta a los zopilotes encima de nosotros «no aletean». Se conoce todas las curvas.
Al llegar a La Ceiba vamos directo a la Fabrica de Hielo “Polo Norte”. Allí viven mi Tío Jimmy y mi Tía Eli. Mi papá estaciona la R12 sobre el piso de cemento lavado pintado en rojo. Mi Tía nos grita «hola hola». Siempre sonríe. Me abraza, me llama su Mickey Mantle, me da un par de besos. «Anda» me dice, «el Jaimillo te anda esperando en su cuarto». Jaimillo es Jaimito, es mi primo a quien adoro. Es cinco años mayor que yo. La vez pasada, me trepó en su Islo verde y nos fuimos hasta Tlaxcalantongo. «Es donde acribillaron a Venustiano Carranza» le digo a mi primo. Datos que yo sé, pero que a él no le importan. Él ve quince kilómetros de libertad en un camino plagado con baches, topes y perros. Aquella vez, me prensé de la cintura de mi primo mientras nos perseguían cantidad de perros ladrando. Él, solo se reía, pateaba al aire para ahuyentarlos mientras aceleraba. «Sáquense» les grita, «uschcatelas». «La próxima vez se me ponen casco» nos regaña mi tía cuando llegamos. «Los cascos son para los maricas» me susurra Jaimito. Jamás los usamos.
Camino al cuarto de Jaimito me intercepta mi Tío Jimmy. Su ojo de vidrio brilla más que el bueno y eso ya es un decir. «Estaba arreglando un coche, metido debajo del motor, cambiándole el aceite o que sé yo, se le cayó un tornillo directo en el ojo. Mamá no aguantaba verlo así, así que fui yo quien terminó poniéndole gotas en el hueco que tenía” nos cuenta mi mamá.
—A ver tu conejo— me saluda mi Tío Jimmy. Flexiona sus enormes brazos de Popeye. Yo no tengo nada con que presumir de regreso. Nada. Es el hermano consentido de mi mamá. Sus uñas están negras de arreglar sus máquinas, cargar fierros, arrastrar hielo.
Se ríe, me abraza y me jala de regreso con todos, no me atrevo a decirle que iba hacia donde mi primo Jaimito.
Para cuando estamos todos en el patio de la entrada, mi Granpa está sentado en el escritorio de metal. Lee la primera plana del Excelsior. Me fijo en sus ojos nublados, en sus manos largas, en sus uñas amarillas.
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Sin YouTube para guiarlo y con su propio ingenio, mi Tío Jimmy construyó su propia fabrica de hielo, “Polo Norte” en La Ceiba. Nomás hace falta que diga algo así para que AnaP me vea con cara aun más exasperada. A mí eso de cambiar un foco se me complica, y para desatornillar lo que sea, tengo que menear mi mano antes para acordarme para que lado se aprieta, para cuál se desaprieta. No soy de los que construyo cosas con mis manos, «¿Creeeees?» se ríe mi mujer de mí.
Ni uno de mis dos tíos que viven en La Ceiba terminaron la secundaria. Así les toco la vida. Con mi abuelo construyendo castillos en el aire, mi abuela Amelia les dijo que había que entrarle a la chamba. Para ellos, la adolescencia fue trabajar en la gasolinera que por quien-sabe-que razón le otorgaron la concesión los de Pemex a mí Granpa gringo, de Rifle, Colorado.
Terminada la guerra, mi Granpa llegó hasta Turquía en sus travesías por Europa. Mi mamá cuenta que al Granpa le tocó ver como colgaban a quienes se revelaban en contra de Mustafa Ataturk. Allí se dio la media vuelta y se regresó al Viejo Oeste norteamericano, donde terminó chambeando en las plantaciones de dátiles en California, en el rancho su hermano.
Aburrido con los dátiles, mi Granpa decidió buscar su fortuna en las minas en México. Así llegó a Real del Monte. De la familia, no fue el único gringo buscando fortuna en las minas de Real del Monte, allá también estaba el Tío Henry, tío abuelo de AnaP aunque él terminó trabajando toda su vida de minero, en Durango. Lo que sí, es que ambos se casaron con mexicanas, excepto que mi Granpa se trajo a mi abuela del tingo al tango hasta que ella dijo basta.
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Mi Granpa está sentado leyendo el periódico.
Para comer, mi Tía Eli le pone su lugar en la mesa, le dice que se siente con nosotros, «Ya está lista su comida Don Alva» le dice. Se sienta a comer con nosotros, habla poco, por no decir que nada.
Mi papá nos platica de todo, de su Instituto Patria adorado, de sus novias de antes de que se casara, de cuando compró el despacho, de cuándo pasaba por enfrente del departamento de mi mamá para recogerla en camino a la oficina donde se conocieron. Nos hace reír a todos. Yo los imagino en blanco y negro.
Mi Granpa lame su dedo índice, cambia la página al periódico.
No sé si mi Granpa me ubica. Me saluda sí, hasta allí. No hay un abrazo, no hay un beso, levanta la vista en nuestra dirección, cambia de página del Excelsior. Lee las editoriales, la sección internacional. Su día consiste en leer el periódico, escribir cartas, cuidar a sus conejos.
Jaimito es el que me lleva, «ven» me dice «te llevo a ver como cogen los conejos». Caminamos a un lado de fierros oxidadas, llantas pudriéndose, maleza crecida, hasta llegar a unas jaulas donde tienen encerrados a no sé cuantos conejos en unas jaulas que no se antoja ni tocar. Me han platicado de los tétanos.
Antes de regresar de Mi Ranchito, mi papá me jala, «ven» me dice «vamos a revisar los líquidos del coche, ábreme el cofre». Con una estopa que siempre carga en la cajuela, limpio la varilla del aceite, le echamos agua al acumulador, al recipiente de los limpiadores.
Cada de vez en cuando, mi mamá recibe correspondencia de mi Granpa. Escribe en inglés, en máquina de escribir, en papel de china. Las ideas, cuál conejos, saltan sin rumbo de oración en oración.
“Me voy a Belice” escribe, “le escribí a John. Tiene una palapa en la playa. Allí estaciono mi camper”.
El camper de mi Granpa está estacionado dentro de fábrica de mi Tío Jimmy. Allí duerme. Mi Tía Eli le hace de comer, lo cuida, le limpia el camper hasta donde mi Granpa le permite. «Ya ven como es el Abuelo» nos dice.
“Ya le escribí a Carter” escribe mi Granpa, “su plan para Irán está equivocado.”
“No consigo piezas para el tractor, mi Belarus. Tú que estás en la ciudad, a ver si puedes ir a la embajada, haya habrá”. Mi Mamá solo suspira. No duda de si habrá piezas para un tractor Belarus 1972 en la Embajada Soviética en la Ciudad de México.
“Ayer se murieron dos conejos. Leí que la fiebre escarlatina mató a muchos en el Tibet”.
“La mujer de Jaime limpio mi habitación y ahora no encuentro mi correspondencia con los del American Legion”
“Me escribió tu tío, los dátiles andan a la baja, asunto Bíblico”.
Sus oraciones son de metralleta, nos dice mi mamá. Pienso en Elmer Fudd, el cazador de Bugs Bunny.
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Regresamos a la ciudad el lunes en la tarde. Mi papá nos lleva a la escuela el martes temprano. En el trayecto por el Periférico rezamos, nos repasa matemáticas, capitales, ortografía, se va a despacho. Lo veremos en la noche, cuando llegue.
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Cuando era niño, nueve/diez años, lo que más quería ser cuando fuera yo mayor, como de digamos veinte, era ser calvo, como mi papá. No sucedió.
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