Not all those who wander are lost.
No todos quienes deambulan están extraviados.
J. R. R. Tolkien
El verano antepasado manejamos por el suroeste de Inglaterra y saliendo del Hertz de Heathrow donde rentamos una Nissan que tenía el volante del lado equivocado porque vaya que ésta gente cómo sigue en la necia con eso, manejamos hasta Oxford, donde, aparte del calor porque fue justo después de que Trump había ido y venido y la isla entera trataba de sudarse el hedor que había dejado impregnado, había una cantidad bestial de gente, por lo que para refugiarnos de los miles de turistas que acaparaban la calle principal y el centro de la ciudad de Oxford nos metimos a un par de los colegios de la universidad. Ya teníamos hambre cuando salimos de retache a la calle, por lo que comimos mal y de mal humor en un lugar donde servían sandwiches calientes y café tibio, restaurante que estaba encapsulado en medio de un par de esas tiendas donde venden camisetas, tazas y gorras que dicen Oxford con el escudo de la universidad y que la gente (le gente… ellos, yo no…) cree que por el simple hecho de traerlas puestas así de repente uno es más sabio y adquiere el derecho, o bueno no el derecho, la obligación de decir, “mira mi buen, dirás lo que quieras, pero yo que estuve en Oxford” o como bien dice mi Jefe, ser de los que comen frijoles pero eructan champaña.
Siendo como somos, decidimos entrar a una librería que de afuera parecía acogedora como esas misceláneas de colonia donde te atiende una abuelita de ciento noventa y cuatro años que cuenta el cambio con una parsimonia que te quieres ahorcar allí mismo por lo que te entran unas ansias de saltarte la barrera que te divide del mostrador para tu mismo sacar los catorce pesos con cincuenta centavos del vuelto de la cajita de madera de donde la mujer saca las monedas observándolas a trasluz como tratando de recordar donde es que la había visto antes, pero que una vez que entramos a la librería esa que estaba en Oxford, fue como entrar a la biblioteca de Minas Tirith donde Gandalf investiga el origen del ‘my precious’ que repite Gollum, y donde caes en cuenta de que lo único que necesita el ser humano para vivir es un buen libro, porque vaya, eran niveles para arriba para abajo y para en medio repletos de estantes con todo tipo de libros para todo tipo de gustos y, así como llamados por el ojo rodeado por la flama que observa todo desde el cielo, cada quien nos fuimos acomodando en nuestro sitio dentro de esa librería, donde Nico, por ejemplo, se fue directo a la sección de música donde sobaba las partituras y los libros de los roqueros, el Agus de allí se pescó su poster de la tabla periódica de los elementos que cuelga chueco a un lado de su cama porque no vaya a ser que a media noche le entre la urgencia de saber cual es el peso molecular del litio, AnaP se fue donde están los libros de política que la apasionan y de los cuales saca aun más argumentos y palabras que me dejan sin ideas ni defensa posible, Miki se fue a ver si detectaba alguna chava guapachosa que pudiera admirar mientras hacía como que leía un libro porque andaba por esas etapas en la vida en donde la palabra escrita ya te tiene cansado con todo que lee en la escuela, y yo me perdí entre las miles de novelas de las que se te antoja llevarte todas pero que te das cuenta de que todavía falta gran parte del trayecto que íbamos a hacer de vacaciones y eso de andar cargando, o peor tantito, pagando el sobrepeso de las maletas a las aerolíneas europeas no iba a sentar para nada bien con el poder fáctico de nuestra pequeña unidad familiar así que mejor suspiras pensado en lo que pudo haber sido leído.
Total que aparte del poster de los elementos de química y un libro de partituras de las rolas de John Meyer, no salimos con nada más de esa librería en medio de la ciudad de Oxford, pero eso sí, para no entrar en crisis con las hordas de gente, nos metimos al museo de al lado de la librería por las sencillas razones de que tenían una exposición de Tolkien, había aire acondicionado, la entrada era gratuita, pero más que nada porque no había tanta gente adentro, de seguro porque la entrada era controlada por unos viejitos con cara de que habían peleado contra los Uruk-Hai, o por lo menos le habían preparado de cenar a los nueve Nazgûl, que vamos, tampoco es poca cosa con eso de que los Nazgûl tienen el alma negra, vacía y hambreada.
La cuestión es que nos pasamos un buen rato deambulando por el museo, admirando la cantidad de manuscritos, correspondencia, dibujos, bocetos, poemas, tarjetas de navidad e ideas en las que trabajó J.R.R. Tolkien, entre ellos el poema donde incluye la línea, “no todos quienes deambulan están extraviados” que, en el caso del libro, El Señor de los Anillos, quien deambula se refiere a Aragorn, y quien al momento cuando aparece el poema en The Fellowship of the Ring, es el rey sin reino ni corona y parece andar cual perro si dueño en el hostal The Prancing Pony a las afueras de La Comarca. Supongo que lo que más me llamó la atención es con el amor con el que Tolkien escribe todo lo que escribe para sus hijos, para su familia.
Cuando salimos de Oxford ya era tarde, y manejé en el maldito lado equivocado de la carretera hasta llegar a Bath, donde en una calle empedrada y diseñada por gente del tamaño de un Hobbit común, me convertí de manera no-oficial en el primer conductor nacional en parir chayotes en Bath al estacionar el coche afuera del AirBnB donde nos quedamos.
Ya desempacados, salimos a caminar y terminamos cenando en un lugar de tapas españolas donde comimos unas aceitunas de esas que no tenían madre, un chorizo que tampoco, unas zetas bestias, una tortilla española que bueno, unas gambas que solitas se derretían y no sé que tanto más tapeamos porque ya para entonces el Rioja fluía feliz por entre mis venas y mis tres hijos pedían del menú cual si estuviéramos echando tacos al pastor en pesos mexicanos y no comiendo tapas valuadas en libras esterlinas.
Estaba ya obscuro cuando regresamos, íbamos tonteando, que si el rio, que si las casas, las calles, hasta que nos perdimos y bueno, nos hubiéramos seguido por la calle equivocada, pero alguno de los tres se dio cuenta de que estábamos subiendo una colina que no era la nuestra y enderezamos el rumbo, y aunque estoy seguro de que hubo recriminaciones, no me acuerdo bien porque nos pusimos a cantar la de Yesterday como cuando el Mr. Bean en Los Angeles.
Total que haciéndola de Mercedes Sosa y en viendo de que acá ayer fue el día de Acción de Gracias, hay que agradecer días perfectos como aquel, cuando en el suroeste de Inglaterra deambulé junto con mis tres hijos y con mi siempre guapa esposa, quien el otro día me recordó de que ya no le escribo cartas de amor como las de antes.
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