Ahora que regresó el frío, use, por primera vez desde hace meses, mi vieja sudadera verde de la Universidad de Notre Dame. El verde lo promocionarían en Sherwin como el “chingame la retina super-classic” con tendencia a nos’posible. La pobre se cae de vieja, la tela de las muñecas se está deshilvanando, el zipper funciona cuando quiere, y lleva tantas lavadas que hay cachos que están a nada de ser convertidos en trapos de cocina.
Pero me acomoda. Eso y da codera andarme comprando otra a pesar de los esfuerzos que hacen los de mercadotecnia de mi universidad enviándome correos satánicos susurrando, compra, compra, compra.
Pero la cosa es que a esta sudadera, y a mi azul marina que está todavía más cascada, les agarré su cariñito especial. Son las dos que tengo. Bueno, hay otra, dice ‘Boston’ pero la compramos en el mall de aquí antes de mudarnos y que AnaP usa como pijama. Esa nomás no me atrevería a usarla entre la gente de la alta alcurnia de por acá.
La cosa es que hace meses no usaba mi sudadera verde y fue con gran emoción que, cuando metí la mano a la bolsa, me encontré un tapabocas de esos azul claritos -de los baratos- que sin duda, por ahí de abril cuando empezó el calor, vivió el ciclo de lavado dentro la bolsa de mi sudadera.
Ahora en día encontrar un tapabocas llamémosle “todavía utilizable”, conlleva esa misma emoción de descubrir un billete arrumbado dentro del pantalón.
Al principio de la pandemia hubiera tirado el tapabocas usado. Qué reverendo asco, hubiera dicho. Hoy me lo puse, orgulloso de reciclar, mi granito por el planeta. Greta y yo, pensé, lágrimas en los ojos, levantando el tapabocas, demostrarle a los vecinos mi aportación a la ecología.
Pero no había nadie y me subí al coche refunfuñando, con todo y tapabocas usado.
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