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  • Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

suerte

Cuento NO ganador del concurso





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suerte



Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial.


Ella le dio la noticia. Estaba furiosa. F.U.R.I.O.S.A. Así, en mayúsculas.


—Es que lo sabías, idiota— le gritó, —estoy furiosa—.


Amanecía. Ella estaba que trinaba. No era para menos. Ni siquiera le importó a ella el ver la mueca de asco que hizo él al percibir su aliento matutino. Lo de la halitosis mañanera, una broma entre ellos, ahora no le hizo ni la más mínima gracia, «si me ruge la boca, cuánto mejor» pensó, «que sufra. Imbécil».


A él, el veinte le tardó un rato en caer. Nunca había ganado una rifa. Nada. Nunca. Ni cuando Mamá les hacía jueguitos en las tardes después de la escuela, rifando tres o cuatro premios entre los siete hermanos. Él no ganaba ni cuándo Mamá hacía trampa para favorecerlo.


Mejor tener suerte en el amor, lo consolaba.


Tampoco ganó nada en la primaria cuando en las fiestas Navideñas hacían una rifa donde prometían regalos para todos, donde los compañeros siempre salían con algo: Gansitos, papas, trenecitos de madera, lo que fuera. Siempre se quedaba sentado solito en las bancas de la escuela, escuchando como ganaban los números alrededor del suyo.


Por eso compró el cacho, sabía que las posibilidades de que él ganara eran menos que nulas. Hasta en alguna parte había leído que había mas posibilidades a que nacieran cuatrillizos, o a que le cayera un meteorito en la cabeza, a que ganara. Y aquí estaba, vivito, coleando y sin meteoritos rompiéndole la maceta.


El día que salieron a la venta los cachitos del sorteo, él hizo la gran faramalla de comprar el suyo en el expendio de la esquina de Madero y 5 de mayo. «Para que vean que yo también coopero» dijo, «y luego no anden diciendo que soy pura labia». Se tomó una selfie con su boleto, la publicó en su cuenta de Twitter y escribió, «Antes que nada, el ejemplo. Así que aquí me tienen, con mi boleto». Tuvo un montón de likes y de retweets, y bueno, los clásicos comentarios negativos, pero no había nada que hacerle a eso.


Cuando lo compró, ella sabía de las posibilidades, lo abrazó, le sonrió y le dio un beso en la frente. «Lo pondremos debajo de la Virgen» fue lo único que ella dijo.


Ahora con su tufo de recién despertada, rugía una tonada distinta.


—De veras que eres un reverendo imbécil— le escupió —, de veras que solo a ti se te ocurre.


Ella no había comprado un cachito, ni a escondidas, no se habría sentido cómoda. «Culpa del abuelo Benito» decía, refiriéndose al hombre rígido, adusto, que no sonreía ni en la foto que tenían de la familia en el comedor. Para el abuelo los juegos de suerte no entraban ni en conversaciones. «Juegos de tentaciones, ni en canciones» decía Abuela Carmen tratando de secundar al abuelo. Ese atavismo, el de no jugar, se le había quedado de cuando era niña, por eso ni se le atravesó el comprarlo.


Eso no quitaba de qué ahora estaba furiosa. Ella: mujer moderna, letrada, estudiada, liberada, historiadora y ahora, esto. Aunque el dicho de Abuela Carmen cargaba ese tono coloquial de antaño, las palabras la golpearon, como algo que sabía bien era mejor ni menearle, no fuera a ser.


Y lo fue.


Y ahora aquí estaban: él, la foto en Twitter, el resultado del sorteo, el mentado cachito.


Se habían acurrucado la noche anterior para ver la transmisión del sorteo, pero con eso de que habían regresado de conocer al primer nieto, la emoción, el vuelo, la manejada, se quedaron dormidos con la tele encendida. Y como hoy era domingo, ella lo había dejado dormir un ratito más. Por eso ella se enteró antes. Nomás dijo «chingada» entre dientes, intuyendo algo grave al ver el globo rojo con los 2,453 mensajes que avisaba su Whats’ como ‘no leídos’.


Quiso pensar que era broma. Un meme vuelto viral, uno de los miles que habían circulado desde el anuncio de la rifa, cuando el país entero se burló del sorteo. Al final claro, al igual que él, todos cooperaron, comprando su cachito con la ilusión de poder disponer de un 787, aunque sonara tan inservible. Después de aquella primer selfie, empezó una histeria tipo Willy Wonka, o como ella, que se decía estudiosa de la historia lo dijo “es como cuando el Presidente Cárdenas le pidió al pueblo su cooperación para devolverle a las petroleras el dinero por la expropiación”. Así fue, todo mundo participó comprando su cachito: en las escuelas se organizaron cooperachas; los trabajadores de las maquiladoras juntaron lana para comprar tandas de boletos; grupos de campesinos arremolinaron las plazas de los pueblos. Una muestra más del amor del pueblo, alguien dijo, y ambos coincidieron con lágrimas en los ojos al ver las imágenes en la tele de la gente comprando su boleto, prueba de ese cariño, de esa ilusión. Cuando Slim compró el suyo, la gente fifi hizo lo propio, fotografiándose con su billete de la lotería, primero en son de burla, pero más tarde, con una emoción extraña de sentir de que por solo quinientos pesos dispondrían de su propio jet para volar a Playita, a “¡Vegas, baby!” o a dónde fuera.


Ahora, con cada Whats felicitándola, sentía la cólera enredando sus entrañas. Verlo a él, tan plácido dormido, roncando de vez en cuando, la enfureció aun más.


—Ahora a ver cómo la arreglas— le espetó, —porque ni cuentes conmigo en ésta—, aunque sabía que arreglar este desastre sería su obligación en aras del cambio.


Obvio que si no hubiera sido por su humor, él también hubiera pensado que se trataba de una broma. Solo para confirmar y sin dirigirle la palabra, fue a sacar el boleto del cajón dónde guardaba sus chones, donde abajo de un par de los que ya estaban tan desgastados que prefería no usar pero no se atrevía a tirar, había guardado su cachito. Mientras que con el dedo índice de su mano izquierda se despegaba una lagaña, negra y dura, cotejó el número contra el que le aparecía en pantalla. «Imposible» pensaba una y otra vez, mientras ella circulaba histérica en su camisón alrededor de la recámara ya sin importarle el despertar al niño. Se despertará tarde o temprano, pensó y sintió un odio en contra del niño que asoció con el pendejo de su padre.


—Nadie nunca te va a creer que no fue adrede —le dijo ella, exasperada.


Con mirada de alguien que acaba de descubrir que está atrapado en un ataúd, él también empezó a recorrer el cuarto cual gallina decapitada. En momentos de calma, y tratando de sentirse ejecutivo, repetía un «calma, calma» mientras pensaba en un plan de acción, aunque su pelo blanco, despeinado, pero mas que nada, su pijama de algodón color crema, delgada, roida, de manga corta y de shorts, lo hacían parecer más desesperado. «¿Qué haría Don Benito?» se preguntaba, sin encontrar respuesta a este surrealismo tan nacional.


Tendría que enfrentar las consecuencias. Pararse frente a todos, admitir que había sido pura suerte, mera coincidencia. Nadie le creería, por supuesto. Lo crucificarían, obviamente. Sin duda diría que regalaría el 787, pero desde ahorita visualizaba los memes, las bromas, las editoriales. Sería su Casa Blanca, su Guerra Sucia, su Estafa Maestra; de lo que escribirían su historia, de lo que se acordarían de él. Olvidarían el intento de la transformación por más de que ella fuera la encargada de re escribir todo a través de su Orwelliana Coordinación de Historia y Memoria, o cómo se llamara.


—Ay, Lopitos, comprar boletos de tu propia rifa, solo a ti, solo a ti— escuchó detrás de él.


Y así, como estaba de furiosa y aun sin lavarse los dientes, empezó a armar su plan.

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