Vamos a sobar animales, me aviso AnaP. Obvio que me emocioné. Uno se ilusiona, pues. Hasta que me cayó el veinte, “estamos en esa época del año”.
Acá, por espacio de veinte días cada febrero, cierran el estadio de los Spurs, la explanada contigua, y una arena que está a un costado, a la que se le conoce como El Coliseo. El nombre evoca gladiadores, leones, y emperadores concediendo y quitando vida con su pulgar. En realidad, en este coliseo, solo hay tienditas y gente bebiendo Coca-Cola de enormes vasos de plástico que dicen San Antonio Rodeo 2020, la feria ganadera de nuestro pueblo.
Nuestro primer año acá, AnaP y yo fuimos una noche al Rodeo. Como ya era tarde, los establos en su mayoría, ya estaban cerrados. No obstante nos pareció padrísimo, así que aquel mismo fin de semana llevamos a los tres. Emocionados les enseñamos: miren el tamaño de esa vacota, les dijimos, chéquense que lindo el puerquito, las patotas de aquel caballo, la lana del menso borrego aquel, sin explicaciones adicionales, porque bueno, nuestros conocimientos de animales de granja provenían de pollitos de kermesse. Gracias a nuestros esfuerzos por inmiscuirlos y educarlos en otra cultura, a ellos lo que más les gustó fueron las galletas Oreo cubiertas en masa de hot cake y zambullidas en aceite hirviendo que venden en la feria. Siete dólares por el gusto de reventar niveles de colesterol en cinco galletas. Yo tengo la suerte de que mi educación materna me inhibió el paladar por las Oreo, así que la mixtura ésta que se devoraron mis hijos nomás no es lo mío, pero ellos se las comieron cuál si Nabisco fuera a entrar en quiebra mañana.
Después de muchos años, regresamos al Rodeo, a, como dice AnaP, sobar vacas. Será por eso que funciona lo nuestro, porque AnaP disfruta eso de andar sobando bestias, y yo que me presto.
Como en cualquier feria de pueblo, las vacas, los borregos y los puercos están en establos con aire acondicionado, ventiladores, música de Mike Oldfield, refrigerios. Caminamos hilera tras hilera de vacas recién bañadas, conscientes de que son el centro de atención, sus mugidos dignos de cualquier diva. Mi experiencia con vacas se limitaba a cuando iba al rancho de mi Tío Billy, en plena sierra Poblana, a ver cómo arreaban al ganado a través de una pileta llena de garrapaticida, y, seguro mi tío se enojará y me dirá de que no sé de lo que hablo, pero recuerdo vacas flacas, desganadas y con pocas ganas de darse su baño de químicos. Acá las gordas están bañadas, acicaladas, shampuseadas, acondicionadas, cepilladas, limpiadas, sacudidas y vueltas a cepillar cual si fueran a ser escogidas por Gaultier y no por algún chef local.
Después de ver todo tipo y tamaño de vacas, pasamos dónde los puercos, donde una mujer, con cara de a-mí-no-me-discutan, gritaba, ábranle el paso a los marranos. Innecesario, pensé, tampoco estoy tan pasado de peso.
Detrás nuestro apareció una hilera de cochinos que caminaban sin correa, guiados por unos chavos mediante el uso de unas varitas. Los puercos no eran grandes, quizá de la altura de Chorizo, nuestro Boxer, pero con pompas redondas tipo la J-Lo. Sin saber que esperar, nos subimos a unas gradas donde había un buen de espectadores, todos esperando ansiosos la competencia de los puercos.
A mí la verdad, los puerquitos me parecían todos divinos, y no nada más por (y esto es en serio) el póster del tocino que colgaba de una pared, pero los que desfilaron enfrente de nosotros tenían el pelo negro, con una franja o mechón rosa sobre el lomo. Sus colitas negras las traían enroscadas, como de caricatura. Son puercos Hampshire, luego averigüé, pero mientras estábamos en las gradas, lo que mas me llamó la atención eran los niños que arreaban a los puercos usando solo una varita para dirigirlos. Según nuestro entendimiento, los jueces calificarían, no nada más el porte del puerco, sino la capacidad de sus arreadores.
Dentro de los quince finalistas que entraron a la pequeña arena, había un par de niños menores que el resto: un güerito que paseaba a su cerdito por enfrente del juez, y una niña, ocho, nueve años, que desde que entró a la arena, fue mi consentida, por mucho.
Un enorme moño amarillo sobre su pelo obscuro relamido con una buena cantidad de goma, sujetaba su chongo. Sus lentes, de armazón de plástico tipo mamá de Mafalda, le quedaban grandes, y lo elevado de su dioptría hacía el que sus ojos se vieran enormes. Sus mejillas brillaban de rojas, como si su mamá se las hubiera pellizcado antes de entrar en escena. Botas vaqueras negras, boleadas hasta decir basta, calcetín blanco hasta las rodillas, falda, blusa blanca bombacha y mirada de seguridad en sí misma. Los papás, sentados detrás nuestro, le giraban todo tipo de instrucciones: paséate por enfrente de él, levántalo, álzale la oreja, mójalo (al puerco). La niña, como suelen ser los niños a esa edad, acataba todo sin chistar.
Admito que de puercos Hampshire, bueno de cualquier raza, no sé nada, así que cuando el juez empezó a separar a los finalistas, solo me quedaba el echarle porras en silencio a la niña del moño amarillo, porque eso de saltar y dirigir un cachún-cachún en pleno Texas no me pareció prudente.
La cosa es que, aun a pesar de que sus papás le gritaban el que no se diera por vencida, de que se paseara por enfrente del juez, mi gallo quedó eliminada. No pudo contenerse, y allí, en medio de la arena, sus mejillas se pusieron aun más rojas y rodaron sus lágrimas, amplificadas por sus enormes gafas.
Qué se aguante, escuché a su mamá decir detrás nuestro, ya aprenderá.
Al principio, se me hizo duro el comentario.
Luego recapacité: no todas las niñas tienen la suerte de ni siquiera soñar en tener su propio puerquito.
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A Fátima - Espero que esté donde esté, ande libre y rodeada por cientos de cerditos rosas, todos sonrientes, con colitas enroscadas.
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