nonagenario
El paso que llevo, según el app que me sigue vía satélite mientras corro, es de “nonagenario”. No distingue género. Aprieto el paso, la aguja se mueve, el mensaje cambia, “nonagenario al que le anda, pero ya le anda… buscando WC”.
A lo lejos veo a Nico, ofreció acompañarme a correr. Hace lagartijas mientras me espera, lee un capítulo de la novela que carga, checa su Insta. De tener aliento, le gritaría un aiboi, pero mi respiración hiperventila apanicada apenas abrí la puerta roja de la casa, la que da a la calle.
La aguja del app cambia, “centenario necesitando cadera nueva”. Una mamá quien, con una mano empuja una carreola, con la otra arrastra a su escuinclito dando sus primeros pasos, y con la otra (es alíen) textea, me rebasa. Llego a la esquina de la calle, dos casas. Descubro la definición de eternidad. Mi camisa pesa, empapada con sudor y una parvada de palomas que me usan de rama.
La gata de la vecina, Peanut, quien sufre un importante sobrepeso la pobre, me calibra. Presa fácil, piensa. “Hay veces que no alcanza ni las croquetas que se escurren fuera de su plato” me consuela Sara, la vecina dueña de la bicha inflada, como para no preocuparme. Peanut se relame los bigotes. Mi barriga es tentadora.
Si levantas las rodillas corres más rápido, me grita Nico. Si pudiera, levantaría la mano, agradecerle el tip, pero mis brazos cuelgan como de zombie desidioso. Así corro.
Correr, es, como palabra, ruda para describir lo que hago. Imagino rebasando al mítico nonagenario haciéndose del baño en búsqueda de alivio, al Usain Bolt.
No obstante, y contrario a todas las expectativas de los sabios de rei.com, he salido a correr de acuerdo al plan maestro. Dos millas y media. Cachito menos, chance… probable… seguro. Tokio 2020 luce posible.
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