Desde que andamos juntos, AnaP y yo siempre hemos platicado de dónde queremos que, quien sobreviva al otro, disponga de las cenizas. No que el lugar me importe claro, porque para cuando sea yo un tambache de polvo, asumo… espero… estar ya bien muerto, pero me gusta imaginar que nos cuidaremos hasta cuando ya no estemos juntos.
No son fijos los sitios donde le pido eche mis cenizas, varían conforme me voy enamorando de lugares. Ante el anuncio de mi deceso, cualquier otra persona maquinaría de cómo disponer de todas nuestras riquezas -oro, incienso y mirra (mucha mirra)-, vertiendo ‘mis restos mortales’ dentro de una bolsa de súper para echarme dentro del camión que pasa los martes frente a la casa. Pero imagino a AnaP calculando el cómo transportarme a “mis lugares especiales”: San Agustinillo, mi alma mater, la hacienda de Santa Rosa, al bordo de Xochiaca. No me quejaría si me suelta en El Rincón de la Lechuza, en la mesa 33, frente a la tortillera que hace esas tortillas de ensueño, eternamente aspirando el aroma de los tacos al carbón. AnaP en cambio, siempre ha pedido el que esparza sus cenizas sobre las canchas de arcilla del France, más higiénico -supongo- que el que mis cenizas aderecen el taco de chuleta del de la mesa 14.
Ahora que hemos pasado quince días en las Rocallosas, en Colorado, me gustaría el que regara mis cenizas en una de esas praderas inundadas de flores, entre pisadas y deshechos de alces, venados, pumas, ardillas y cuervos. Pero más que nada, me encantaría que me dejara a un lado de la madriguera de alguna marmota, de esas gordas y peludas, de esas que, junto a su pareja, pasan el día disfrutando de su mutua compañía y buscando el que comer. Como yo pues.
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