El “Chinese Pistache” era un referente en la calle. Lo plantamos cuando llegamos hace once años, creció con nosotros. Como si fuera un hijo, en la primavera sufríamos cuando tardaba en poblarse de hojas, pero una vez que se asomaba la primera, el árbol explotaba en verde. Entre marzo y noviembre los sinsontes, pinzones y ardillas encontraban refugio entre su follaje, mientras abajo rondaba el gato de los vecinos, al que bautizamos como el Trom’, antes de que se mudaran con todo y el felino gordo y pelirrojo a Florida. Apenas llegaba el otoño, las hojas cambiaban de color, en cuestión de nada pasaban de su brillante verde a una explosión de amarillos y rojos que duraba un par de semanas en las cuales, quienes transitaban por la calle, se detenían para tomarle fotos al Chinese Pistache. Nos hinchábamos con orgullo.
Pero este año fue distinto. Hace un par de meses, mucho antes de que cediera la temperatura, cuando todavía el sol pegaba por horas, llegué una tarde a ver las hojas del Chinese Pistache amarillas, cual si estuviéramos próximos al Thanksgiving. El estallido de colores, de verde a rojo a ramas pelonas sucedió en un par de días.
Se enfureció la naturaleza, pensé.
“Mi novio es arborista en el jardín botánico” nos dijo la vecina, “cuando venga el viernes, le pido que le eche un ojo”. AnaP y yo ya intuíamos lo peor. Aquel viernes llegó el novio de la vecina vestido cual si hubiera salido de un documental de ‘Planeta en Llamas’: pantalones kaki bombachos, camisa de explorador del Amazonas, muñecas cubiertas con listones, cordones multicolores y pulseras de cuero, paliacate de cuadritos rojos y amarillos atado en el cuello, sombrero de Indiana Jones. Estudió el árbol no más de dos segundos y sentenció, “es hongo, nada que hacer, nada”. Con su mano pelona tronó una rama de las que días antes estaban vivas, mostrándonos una vena negra corriendo por su interior. Las imágenes de The Last of Us, la serie que vimos con Gusano el año pasado me vinieron a la mente, me sentí indefenso, cual familia palestina en Gaza escuchando el zumbido mortal de los misiles, impotente.
Llevaba rato queriendo escribir algo acerca de la desolación que sentí con la muerte tan repentina de nuestro Chinese Pistache, describir como diario me enfrento con la tristeza de ver el espacio vacío desde que llegó Amado, el jardinero hondureño, y en menos de un día podó el árbol -ya totalmente seco-, al ras del pasto para que no se desplomara encima de un coche. En el hueco donde antes estaba la raíz, Amado regó un fungicida que creo no ha hecho mella porque el pasto que sembró ya se puso amarillo, como queriendo acompañar a nuestro precioso Chinese Pistache a los pastizales celestes donde van las plantas cuando mueren.
Es ese mismo desamparo que siento al ver la destrucción a la que nos conduce Trump acá, primero con sus aparentes incoherencias, ahora con sus nombramientos de gabinete. Un Secretario de Salud que no cree en las vacunas, un Secretario de Energía que opina que no hay crisis climática, un Secretario de Defensa que es un ideólogo cristiano de extrema derecha -como si los ideólogos religiosos pudieran pertenecer a otra extrema-, un director de la FBI que propone enjuiciar a periodistas, un director de la agencia ambiental que propone incrementar la extracción petrolera, un Secretario de Estado que tiene tanta vocación de servilismo que su nariz ya está café.
Es la línea de Hugo Chavez, de AMLO, exigiendo lealtad al culto del hombre. El país que arda. Es un populista extendiendo tentáculos. Es un hongo que desparrama miedo con sus designios y nominaciones, esperando subyugación, entrega absoluta. Obediencia total a los planes del tirano.
No sé si ya ni con fungicida.
Supongo tenía que suceder: resolví que por lo menos un día a la semana intentaré ser vegetariano. La revelación me llegó el domingo en la mañana. No por nada. El sábado bronchée “Chicken & Waffle” en Wimberley, delicia culinaria que Pedro osó decir ‘suena grotesco’. Estoy seguro que ya hay propuestas en el Vaticano para cambiar el pecado capital de “gula” a “Chicken & Waffle” con la foto de mi plato en el diner’ tejano como advertencia. Sea como sea, el “Chicken & Waffle” es una oda a la glotonería diseñada de manera exclusiva para bloquear arterias de quienes moriremos felices untándole mantequilla al wafle, vertiendo miel encima del plato entero. Mi comunión con el pecado capital no se detuvo allí. No eran ni las tres de la tarde cuando yo ya estaba “muerto de hambre”, así que fui al súper a pescarme un pollo rostizado, pollo que, como describiría Pablo Milanés, no es perfecto, mas se acerca a lo que yo simplemente soñé. Media hora después, medio pollo ya transitaba a través de mi sistema digestivo, habiéndose entregado cual inocente paloma mediante tacos complementados con aguacate y salsa verde. No contento con haber tragado cual si no hubiera mañana, en la fiesta a la que fuimos en la noche sirvieron una cochinita que no tenía madre (y sí la hubiera tenido, igual me la tragué), envuelto en unas tortas aderezadas con unos frijolitos, cebollitas curtidas, y bañada con una salsita de habanero que estaba de fantasía. Así, el domingo en la mañana, cual Virgen en Tepeyac, se me apareció la resolución de ser vegetariano (por lo menos un día a la semana). Claro que, como le admití a Miki, nomás pensé en ser vegetariano que en mi nervio óptico ya saltaban y bailaban imágenes de t-bones. Término medio.
AnaP insiste que mínimo deben ser dos días de suplicio. No sé.
Ya sé que soy un amargado de lo peor, lo sé. Lo acepto, lo asimilo, lo reconozco. Soy lo que soy. Whatever’. Pero en mi años formativos no crecí ni con las canciones de LuisMi, Timbiriche, o Juanga. Tampoco fui al Tenampa a desgarrarme acerca de amores imposibles al compás de los dramas de José José. Así que cuando pusieron un ciclo de éstas canciones en la fiesta -la de la antes mencionada cochinita-, nomás no me nació el cantarlas, menos bailarlas. Porque para empezar no me las sé, y para seguir, ya las he escuchado tantas veces en bodas, fiestas de cincuenta años, que su son me aburre. Culpen a mi adolescencia. A mi me vale.
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