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  • Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

ilusión

otro cuento NO ganador de





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ilusión




Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial.


«Imbéciles» pensó.


Con cierto trabajo, cerró los ojos otra vez, tratando de que su sueño, ese que era recurrente, en el que podía volar solito, continuara.


Pero ya era demasiado tarde, el hilo de la historia se había perdido. Ya estaba despierto.


Se despabiló.


«Imbéciles» pensó otra vez.


Recordó tener ganas de mear.


—Hablaron— le avisó Dulce, —que al rato le vienen a entregar las llaves.


Cerró los ojos.


Imaginó yendo al aeropuerto. Desde lejos apachurraría el botón de la llave electrónica que abriría la aeronave, escucharía el biip de la alarma. Admitiría que el olor a avión nuevo en la cabina era mucho más concentrado que el perfume a coche nuevo. Aspiraría profundo. AMLO estaría allí, repasaría junto con él lo que venía incluido, que no hiciera falta nada: “llanta de refacción” le enseñaría el mandatario, “rodada completa, nada de las que están limitadas a cincuenta kilómetros”. De una bolsa negra sacaría dos reflectores triangulares, “luces preventivas”, y de allí mismo sacaría “desarmador, perica, pinzas para lo que se ofrezca.”


Allí mismo AMLO le pasaría el manual del usuario, y él lo ojearía. Vendría el manual dividido en capítulos numerados como 6-2 (1)-a(i), y antes de que AMLO siguiera echándole el ojo a la nave junto con él, alcanzaría a leer palabras como: radiador, salpicaderas, anclajes, retractores y embobinado de bisagras. No entendería y regresaría el manual a la guantera sabiendo que jamás lo volvería a abrir.


“Checate” le diría el presidente al tiempo que sintonizaría la radio a la MX-LaKGB de la AM. Escucharían un rato La Mañanera de ese día. Con su dedo índice señalando su oreja izquierda, AMLO presumiría: “en estereo”. Sus palabras, al igual que sus pausas -que a él le parecerían eternas-, los envolverían dentro de la cabina del 787. Se le ocurriría que hay peores destinos que la muerte.

Luego AMLO se explayaría en el asiento del piloto para enseñarle el funcionamiento de todo: las direccionales, la palanca para accionar los limpiabrisas, el switch para el quemacocos. “Este botón es para el freno de mano” diría el presidente, lo oprimiría, y ambos sentirían una ligera sacudida de la nave, pero AMLO pondría cara como de que no había sentido nada. El presidente abriría otra vez la guantera, y le enseñaría, “tarjeta de circulación… el tarjetón pues, el comprobante de pago de la última verificación. Ojo, ¿eh? no se vaya a perder”. La verificación la revisaría López Obrador como si la SCT, o quien fuera, siguiera siendo el propietario del avión. “Toca reemplacamiento este próximo junio, y mira, aquí pusimos el engomado. Amarillo. No circula los lunes” y apuntaría al engomado amarillo pegado en la ventana, del lado del copiloto, “allí ni estorba” terminaría el presidente. Él se fijaría que debajo del engomado habría otros, uno de los Dodgers, y uno de esos que se habían puesto de moda hace años, una Virgencita de Guadalupe como de Anime, sonriendo, rodeada con flores en color pastel.


—Hablaron otra vez de la llave. Qué vienen tarde, que porque el tráfico— le avisó Dulce.


Era muy linda con él.


—A ver, deje, lo reclino, así nomás tantito— continuó Dulce al tiempo que le acomodaba una almohada debajo de su cabeza.


Percibió el aroma de la piel de la mujer.


Otra vez cerró sus ojos.


AMLO y él caminarían a un costado del avión, debajo de las alas. “Goodyear” afirmaría el presidente dándole una ligera patada a las llantas, “no hay otras para éstas naves”. Pausarían, admirarían las llantas. “Los rines se los adecuamos nosotros, no son del anterior” presumiría el presidente, “puro acero cromado”. Brillarían. Los rines. Él se acordaría de los que le había puesto a su Atlantic hacía años. Pensaría que lo primero que haría sería quitarle los rines cromados por unos menos llamativos. Se acordaría de que los del Atlantic se los habían terminado volando.


“Sé que ahora ya todo viene computarizado” le diría el presidente, “pero te enseño lo del aceite, por si acaso”. AMLO sonreiría con sonrisa de conocedor. Sacaría una estopa de la bolsa trasera de su pantalón, jalaría una varilla de una de las turbinas, y de un solo movimiento, la limpiaría con la estopa, la volvería a insertar, para luego extirparla una segunda vez con maestría. Con una visual, AMLO mediría la varilla y diría un “aja”. La estopa la haría bolita, y se la volvería a guardar en la misma bolsa, la trasera derecha del pantalón. La mitad de la estopa colgaría de fuera. “Usamos SAE-40” le aseguraría, “todavía aguanta, par de viajes. Mínimo”. AMLO sacaría de nuevo la estopa, escupiría en la tapa de la turbina, y con la estopa, la lustraría. Él imaginaría lo maravilloso que sería el tener un presidente que supiera medirle el aceite a los 787.


“Dan buen kilometraje estos” diría AMLO dándole una palmadita cariñosa a la cola de la aeronave, “no es una Estaquitas, pero vaya que es aguantadora, rendidora”. Lopez Obrador suspiraría. “Carga Magna” le diría. El mandatario sacaría de un folder, una lista, repasaría junto con él las gasolineras con los precios más competitivos. “No se puede uno fiar, ¿sabes?” le diría, “Cualquier bronca, ya sabes, con ‘Tavo”.


El presidente le batallaría un poco para abrir la compuerta de las maletas. “Es de mañita” le diría riéndose un poco, “pero a caballo regalado…”. Le tendría que dar un caderazo para botarla. AMLO iluminaría, con su teléfono, el interior de la cajuela. “Amplísima” aseveraría, “totalmente forrada. Todos los conservadores caben aquí” le diría. Se reiría. Él no.


—Déjeme limpiarle— le dijo Dulce.


Con un Kleenex le secó la parte superior del labio. Allí se le acumulaban gotas de sudor, debajo del bigote.


Le gustaba el olor de la piel obscura de la mujer.


El casi contacto con esas manos lo hizo recordar.


Sin pensarlo más, le redactó un texto a su notario. «Modifica mi testamento…» le escribió, «que lo quemen, que quemen el avión enterito. Que no lo vendan ni por partes. ¿Por qué chingados creen que con un avión nos pueden salvar? Que sepan que la ilusión cuesta caro».


«Imbéciles» pensó.


Cerró los ojos. Regresó a su sueño ese de volar solito, ese que era recurrente.

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