Hace como dos meses, AnaP nos inscribió a mí y a Nico a ir a ayudar en un proyecto de Habitat For Hummanity. Fuimos.
Vayan, nos dice mi mujer. Nos empuja.
Sábado. 7:30am. Siete grados centígrados. Son solo ocho horas, nos asegura AnaP antes de cerrar la puerta roja de nuestra casa.
Cruzamos la ciudad en silencio.
El estacionamiento es tipo Disney, coches estacionados en hileras en un terreno baldío. La neblina pica.
“Fírmense aquí” lee una cartulina. “Escriban su nombre en un maskin’ ” dice otra “y péguen el maskin’ en su camiseta”.
A la mujer que nos recibe le digo, no venimos con ningún grupo.
Primera plancha a la derecha, nos contesta sin vernos.
Si no es por los paquetes de donas con los que nos reciben, imagino la entrada a un Gulag. Bueno… donas, todos sonríen, no hay guardias, somos voluntarios. Tampoco no hace tanto frio. Aparte de eso, Gulag.
Somos mexicanos, llegamos cinco minutos tarde, cosa que no debería ni de importar, pero acá, cuenta. Por lo tanto nos saltamos parte de la plática de seguridad que da nuestro líder del proyecto, de cómo no matarnos con los instrumentos de trabajo, sostenerle la escalera al compañero, no jugar luchitas medievales con los mazos.
Somos mexicanos, le digo a Nico, los cascos salen sobrando. Aun así, le digo qué mejor nos los ponemos, nuestro líder de proyecto tiene cara de que no quiere lidiar con clavos en el coco.
Nuestro líder del proyecto tiene no más de veinte años.
Otro chavo, cara demasiado sonriente para la hora, nos dirige: clavos allí, martillos acá, metros en aquella bolsa, y manos a la obra. Así, literal.
Vamos a construir una casa. Yo. Construir una casa.
Bueno, junto con nuestro líder de grupo y cómo otras veinticinco personas.
Aun así. Yo. Con martillo. Con clavos. Yo.
Yo con un metro para medir.
Un metro, pienso, por favor, yo no necesito medir. Para eso esta mi ojo de buen cubero. Me acuerdo del cuadro de las margaritas el que colgué en la pared encima del piano, el que AnaP siempre señala y me dice, está chueco. Me pesco un metro.
Los marcos de madera ya están construidos, armados y numerados, dice el líder del grupo, solo cosa de ponerles bastidores, medirlos, enderezarlos a mazazos, martillarlos y montarlos.
De repente estamos en un grupo de cómo cuatro fulanos. Yo soy el encargado de medir. Yo. Medir. Por favor. 3/8, 1/8 da lo mismo, pienso. No, no, me dice el líder de grupo que tiene una camisa naranja y un casco que dice Kyle, dale otro mazazo a la esquina del marco para que quede al centavo. Excepto que no dice ‘al centavo’, dice ‘bien’.
El otro que sabe, es uno al que le dicen Bob. Setenta y lo que sea de años, cara de haber sido ingeniero. Todos los demás, tenemos cara de saber contar así bien bien, hasta diez. No más.
A Nico le asignan el usar la sierra circular. A mi me ven con cara de que mejor aléjate. Nico la usa con aplomo. Este de plano hijo mío, no es, pienso.
Me asignan clavar el bastidor. Es de metal. Mi pulgar siente la furia de mi martillo. Luego mi índice la sufre. Estoy a punto de rendirme cuando encuentro el clavo. Siento el orgullo trepándome.
De repente es: una pared arriba, dos paredes, y así, con bastidor y todo, sube la nuestra. Mídele con el nivel para verificar que esté derecha, me pide Kyle. Nivel, pienso, yo no necesito nivel. Más que nada, le rehuyo porque no sé como usarlo. En el Gulag ya me hubieran encerrado, tipo ahí te ves hasta que terminemos la casa. Pero Kyle es paciente, aunque seguro piensa, pinches viejitos inútiles que me mandaron. Coloca el nivel sobre la pared. Cosa de checar la burbujita, me dice. Intento concentrarme en el nivel, no en Odisea Burbujas.
Con la pared arriba y nivelada, ahora hay que martillar. A mí me dicen, mejor tú detén la pared. Me ven con cara de que le sé a eso de detener paredes. Descubro mi talento natural para estar parado, detener marcos de madera, poner cara de que estoy trabajando. Para cuando se les ofrezca.
Veo a mi alrededor. Nico es el más joven. Luego hay un grupo de chavos de cómo veinticinco a treinta, y otro tanto de sesentoycincosentones para arriba, digamos hasta por lo menos, un par de ochenta y pico. Una mujer, de la altura del mazo, sobreviviente de cuando esto era territorio mexicano, es la encargada de ir engrapando una cinta azul debajo de los marcos. Sirve el que camina encorvada. Para que no se filtre la humedad, me explica mientras me hace a un lado. Engrapa. Yo respeto a las mujeres con engrapadoras. Está vestida con unos pantalones bombachos, una chamarra bastante cascada, un casco personalizado, cara de veterana constructora, una sonrisa.
Son como cuarenta marcos que hay que ir colocando. Nico y yo nos enfocamos a los marcos interiores, los que no llevaban bastidores de metal (...creo… espero…).
De repente, los veinticinco neófitos que somos ahora trabajamos organizados como una Panzer Division, y así de repente, me encuentro girando instrucciones. Yo. Vamos por la G4, grito, y me sigue un grupo por el marco G4. Me siento como el mero mero de los lemmings.
Todos tenemos nuestros nombres pegados en un maskin’ sobre la chamarra. Un grupo de voluntarios viene con camisetas en cerúleo (podrían ser verdemar) con una leyenda que indica que son miembros de una congregación presbiteriana. Mensos, pienso aun pensando en los Gulags, si intentan escapar en este desierto, con ese color los van a detectar luego luego. Debajo de mi casco llevo puesta mi gorra naranja.
Para cuando mi pulgar de la mano izquierda ya tiembla con horror de que mi mano derecha levante el martillo, alguien grita, Es hora de comer, dice. Mi mano izquierda suspira aliviada.
Fritos, tamales, un refresco imitación Coca Cola.
Tengo hambre, estoy en cola por los tamales cuando un hombre, con barba blanca, camiseta cerúlea, cara de profeta del Antiguo Testamento se para justo a mi lado, me pesca con tres Fritos en la boca, dos en la mano. Antes de comer, vocifera: vamos a dar las gracias, dice. Acá siempre terminan dando las gracias. Al final de la oración todos replican, Amen. Yo solo masco mis Fritos. Tenía hambre, le digo a Nico después. Pero igual te metiste más Fritos a la boca mientras rezaba, me regaña mi hijo. El profeta me ve con cara de que a chaleco terminaré en el Infierno. Al círculo de los golosos, seguro me vaticina en silencio.
Regresamos a la obra. Los tamales hubieran merecido una siesta, pero Kyle quiere terminar. Yo la construcción la veo bien, pero, como dice AnaP, soy bueno para dejar las cosas a medias.
Dentro del grupo hay una familia. Papá con dos hijos. Adolescentes los chavos. No portan un maskin’ con su nombre, tienen una lámina plastificada que los identifica como “dueños”. Con mis vastos conocimientos, los ubico como del sureste asiático. Myanmar, imagino, donde hace dos años mataron a diez mil musulmanes de Rohingya. Pero ellos sonríen todo el tiempo. El papá nos persigue a todos y cuando Kyle dice, acá con tres clavos es suficiente, el hombre clava otro par, como por si las moscas. Es su casa la que construimos. Aquí vivirá él y su familia. Nuestro grupo hoy pone los marcos de madera, mañana otro pondrá el techo, luego otro las paredes, el piso, las ventanas, las puertas. Mañana nosotros descansaremos, él estará acá, persiguiendo voluntarios, corrigiendo errores. Hay algo que rompe el corazón al verlos. Van de un lado al otro, verificando las vigas, el que la pared esté derecha, que los clavos estén bien clavados. Quién sabe de qué horrores huyeron. Sus vecinos serán de Guatemala, México, Haití, Rwanda.
Al final, colocamos unas maderas enormes sobre el techo de la entrada. Una especie de ancla, supongo. Las cargamos como entre ocho. Yo soy el encargado de treparme a la escalera, darle de mazazos. Nico de colocarlas. El papá nos observa, no habla inglés, nos dirige en silencio con las manos.
Cuando acabamos Kyle nos dice, terminamos por hoy, pero tenemos que guardar todo.
Guardamos todo: martillos, metros, niveles, escaleras.
Ya no me despido del “dueño”, solo lo veo de lejos, sobando una viga de madera, verificando que este derecha, bien clavada.
Su casa.
Comments