Le pregunté a Nico si creía que hubiera descubierto a John Meyer de habernos quedado a vivir en México. No creo, me respondió, aunque se quedó pensando un rato antes de responder. ¿Y hubieras tocado la guitarra, tú crees? le pregunté.
Caminábamos. Caminamos todo el día, desde que salimos a las siete de la mañana a ver si le podían tomar fotografías para el pasaporte que tenía que sacar para regresarse el domingo a Texas. Encontramos un lugar -y cuando digo encontramos, obvio que fue AnaP quien buscó y encontró el lugar, ella sentada a setecientas millas de distancia porque yo me puse cual gallina histérica con los nervios de punta, sudando ráfagas en frío que me paralizaron cuando descubrimos que hacían falta fotos- en Centro Armand que prometía estar abierto a partir de las siete y media de la mañana para sacar las fotos. Con eso de que la cita en la Embajada Gringa era a las 9:45am, decidimos que era mejor emprender camino temprano porque hay pocas cosas como caminar en la Ciudad de México a las horas del rocío matutino. Total que las fotos estuvieron listas a las 8:20 y cuándo llegamos a la embajada cuarenta y cinco minutos antes de la cita, Nico se metió al edificio de mármol blanco y ventanas sucias, con paso decidido y caminando sin voltear a despedirse. Lo esperé dentro de un Starbucks abajo del María Isabel Sheraton, lugar que presume el haber sido el primero de la cadena en México, cosa que a este punto de la historia no entiendo el para qué alardear de eso. La cosa es que no es tan divertido el beber un ‘flat white’ con tapabocas, así que después de un rato me salí a la calle a esperarlo y caminé un buen rato sobre Reforma. Con eso de que era el 2 de octubre, había un buen de policías, cosa que obvio, no sé si sea bueno o malo. Cuando Nico salió después de tres horas, pasaporte temporal en mano, lo invite a comer al Contramar que está sobre la calle de Durango, restaurante que siempre me recuerda a AnaP. Me la pasé muy bien con él, pedimos unos Sidrales Mundet porque se nos antojaron, y entre los dos terminamos con la población entera de peces en vias de extinción del Pacífico. Nos sentamos en una de las mesas de afuera, las de la banqueta, y como era todavía muy temprano para los comensales chilangos, no nos tocaron ni vendedores ambulantes, ni nadie en las mesas contiguas, solo un mesero que estaba muy al pendiente de surtirnos tortillitas calientes. De allí, solo nos quedaba una cita a las cinco de la tarde, así que decidimos caminar desde La Condesa hasta el depa en La Florida, por lo que tuvimos un buen rato para hablar de todo y de nada, por eso le terminé preguntado acerca de que si pensaba que hubiera descubierto a John Meyer de habernos quedado a vivir en México, aunque luego agregue la pregunta de que si creía que hubiera tocado la guitarra, de no habernos mudado.
No creo Pá, no creo que hubiera tocado la guitarra, me contestó en esa voz un tanto melancólica que luego le brota cuando no está seguro de algo.
Yo quiero creer que sí, le respondí, creo que la guitarra te hubiera encontrado, estuvieras donde estuvieras. Ya luego pensé que igual lo hubiera encontrado su fútbol, sus ganas de aprender de todo, de salir a correr, hubiéremos estado donde hubiéremos estado. Ciertas cosas parecen ineludibles e inevitables y los astros parecen confabular para que lo que se necesite encontrar, se encuentre, choque y ya luego suceda lo que tenga que suceder.
Por lo menos eso me gusta pensar, aunque no estoy muy seguro.
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