Acá, los artículos de los que uno se quiere desechar, ya sea por viejos o porque nomás ya no, se dejan afuera de la casa, sobre la banqueta, esperando a que pasen los ropavejeros en sus trocas y se los lleven. Bicicletas, podadoras, parrillas. Cosa de colgarles un letrero escrito a mano que diga “gratis” y a la mañana siguiente nada, desaparecen. Ni el mismo Harry Potter. Muebles, roperos, palos de golf, sillas. Puff, a la mañana siguiente: nada. El estado de los artículos deja mucho que desear, obvio, la mayoría ya están bastante dados al cuás: roperos sin tablas, bates de beisbol abollados, estufas oxidadas. Mi podadora, por ejemplo, llevaba meses desconchinflada, componerla hubiera costado lo mismo que comprar una nueva, aparte de que hubiera tenido que penetrar algún tugurio de esos en el bajo mundo de los mecánicos de podadoras, contraseñas, cadeneros, guarros de mala leche.
Sofás desvencijados, triciclos sin llantas, planchas, letrero de “gratis” colgado como cadena de rapero, carita feliz dibujada como para hacerle creer al adquirente de que su nueva porquería es toda una ganga. Gratis. Los ropavejeros quienes se llevan estas chunches recorren las calles en sus Toyota Tundras, sus F-250, buscando artefactos abandonados, acordándose, dentro del aire acondicionado de sus camionetas, de sus menos afortunados colegas quienes circulan por las calles empujando su carrito, gritando, ‘fierros, estufas, refrigeradores’.
Esto lo digo porque la vecina de la casa de enfrente dejó un sillón azul en su acera. No parece estar en tan mal estado, el sillón, por lo menos desde nuestro lado no se ve tan mal, quizá unos rasguños, unas manchas de café. Lleva dos días arrumbado sin que nadie lo pele a pesar de su letrero, “gratis”, con carita feliz. Me rompió el corazón, el triste sillón azul. Ni quién lo recoja. Por sí gustan, digo.
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