Las estatuas de marfil (Juego en círculo)
A las estatuas de marfil
Uno, dos y tres así
El que se mueva baila el twist
Con su hermana la lombriz
Que le apesta el calcetín
Yo mejor me quedo así.
Estábamos en San Francisco, afuera del Fishermans Wharf, la última vez que vi a mis hijos jugando a las “estatuas de marfil”. Esperábamos en la banqueta a qué Diego trajera la camioneta cuando Martha organizó a los ocho niños, convirtiéndolos en un atractivo adicional de la Avenida Jefferson, entre el músico que tocaba su guitarra en una esquina cantando Peace Train, un vagabundo pidiendo limosnas en la otra, un par de juglares, y un hombre que predecía el fin de los tiempos y a quien tildábamos de loco. Lejos estábamos del 2020.
El cuidar a ocho niños de menos de diez años hizo que el tiempo que estuvimos en aquella banqueta pareciera eterno, pero jugaron felices un buen rato, bailando el twist cuando se movían, procurando el que nadie los viera mientras se rascaban el brazo. Cuando Diego llegó con la camioneta, se subieron exhaustos en fila india. Se quedaron dormidos en el regreso al rancho, olvidando por completo el que habían sido estatuas de marfil.
Ahora hay quienes andan con el chon levantado que porque andan tirando estatuas de personajes que fueron déspotas, negreros, asesinos. ‘Vandalismo’, gritan indignados, ‘nos conducen al caos’, claman otros, sentados detrás de su pantalla, poniendo caritas enojadas en el feis, de esas que están rojas de tan furiosas, echando chispas por las orejas. Ver estás estatuas todos los días, hombres pisando indígenas o cargando las cadenas con las que ataban a los esclavos, nos creó inmunidad a sus atrocidades.
¿Qué importa si Colón fue el original mocha orejas genovés (orejas, narices, lo que fuera) de los nativos Lucayanos en las Bahamas porque no le daban ni su oro ni su comida ni a sus mujeres? Cuando Colón se dio cuenta de que las Bahamas no se convertiría en un paraíso turístico sino hasta quinientos años después y que invertir en bienes raíces sería demasiado ‘long term’, se despachó a miles de Lucayanos por no querer trabajar en sus proyectos. Con eso de que los de la Iglesia se dieron su taco en determinar si los recién descubiertos nativos tenían alma o no, embarcó a 500 Lucayanos de regreso a España para su venta como esclavos. Un cuarto de siglo después ya no había Lucayanos en las Bahamas. Tan felices que habían recibido a las carabelas en su paraíso.
La estatua de Edward Colston, fue la que derribaron en el puerto de Bristol, Inglaterra. Mr. Colston fue quién hizo que Bristol floreciera. No hubiera estado tan mal si su negocio hubiera sido vender fish n’ chips. La cosa es que su business era la cacería, sus excursiones eran en Africa, su materia prima eran los oriundos, su premio era hacerlos esclavos, su recompensa era venderlos. Alguien consideró que erguirle su propia estatua tenía mérito. Trepado en su pedestal, el Colston metálico vigilaba, con sus fríos ojos de bronce, a los nativos de este puerto inglés, quienes tardaron siglos en darse cuenta de que su recorrido diario era velado por un tirano, mofándose de una sociedad que sabe que todos los humanos somos creados iguales, debemos de gozar de los mismos derechos. Fue un milagro que no se derramara sangre africana de las entrañas huecas de aquella estatua.
Otros ejemplos abundan: la fe de Junípero Serra lo condujo a ciertos extremos, cierto, pero era su fe y esa no se discute, me alegan. Con eso de que su fe era inamovible, les dijo a los nativos Californianos que tenían que creer en lo mismo en lo que él creía, forzándolos a trabajar gratis y sin libertad de movimiento para el bien de sus misiones. Esclavos, pues. Ahuízotl y Itzcóatl -ahora con tildes castellanas en sus nombres- se inmortalizaron como los Indios Verdes en la salida de la México-Pachuca. Tlatoanis mexicas quienes en la cúpula del Templo Mayor, acostumbraban sacar el corazón latiente de sus adversarios, empujando el cuerpo de sus víctimas por las gradas de la pirámide para que la muchedumbre los descuartizara. Ejemplos a seguir ambos, meritorios de sus propias estatuas, sin duda. Claro que esos dos en la culpa llevan la penitencia: su color verde ya está transformado a un poco saludable tono ‘gris smog’ del humo del tráfico que circula debajo de sus garrotes asesinos.
Lo que no me queda claro, me dijo un amigo el otro día, es el salto de lo que la policía le hizo a George Floyd en Minneapolis, a estar derribando estatuas. No sé, supongo algo tendrá que ver que ya no queremos ser pisoteados con historias de héroes que no lo eran para empezar, sus gélida mirada asesina riéndose de nosotros, admirando su legado racista desde su pedestal. Supongo que siglos de esperar a que nuestros ‘cuidadores del orden’ las desmantelaran por motu propio resultaba más vandálico que derrumbarlas en unas horas.
Quizá debamos aprender de aquella estatua inglesa quién poco a poco decidió irse desmembrando hasta quedar irreconocible, pero feliz al final del día. Oscar Wilde la describió en un cuento.
Si queremos aprender de asesinos, déspotas y negreros, mejor estudiarlos en libros, no verlos desde abajo. Para estatuas, que sean de niños jugando, bailando, algo que nos transporte a momentos más inocentes.
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