A las cinco de la mañana en punto, sentí a Rosita caminando alrededor del cuarto. Olfateó mi brazo, su intento inicial para despertarme sin hacer ruido. Al ver que no me movía, se puso a jugar con las gotas para los ojos que tiene AnaP encima de su buró, porque sabe que así me levanta. Me desprendí de la cama, bajé con ella, y con un poco de remordimiento (no entiendo porque), la aventé al jardín. “Anda” le dije, “cázame un pterodáctilo” porque siempre le digo cosas así para no sentirme tan mal de echarla a la terraza, sobretodo en invierno. Regresé a la cama, encendí el iPhone que escondo debajo de mi almohada, vi la hora, y maldije, “maldita gata” antes de intentar volverme a dormir.
Ahora son un poquito más allá de las siete de la mañana. Rosita ya me perdonó y ahora se dedica a atacar mi mano. Está echada en el banquito a mi lado, entre buscándome e ignorándome. Típico gato.
Bebo mi primera taza de café del día. Ya le preparé el suyo a AnaP. Cuando escuche sus movimientos en nuestra recámara, que está justo encima de la cocina, se lo subiré, pero por el momento, lo único que se oye acá abajo, son los ronquidos de Chorizo, por quién tuve que bajar a medianoche. Lo que sucedió es que anoche vinieron unos cuates de Nico a jugar ping-pong y Chorizo se quedó afuera de la recámara, chismeando con ellos. Cuando eso sucede, transita nervioso alrededor de la casa, sube y baja las escaleras, y me despierta con sus pezuñas. Para cuando bajé por él, estaba acomodándose en el (prohibido para él) sillón de la tele, así que le dije, ‘sí tú papacito, anda, súbete a tu cama’ que bien sabe que está justo al pie de la nuestra.
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