Hará un par de semanas Gusano nos llevó, a Miki y a mi, a ver ‘Gozdilla Minus One’, película japonesa, no una versión gringa. El gran enemigo, obvio, es Godzilla, el reptil gigante nuclear que escupe fuego por la boca y pasa a destruir Tokio como parte de su rutina diaria (se levanta, se lava los dientes, destruye Tokio, regresa al mar, enciende la tele, toma una siesta). Leí reseñas positivas acerca de la película, tenía ganas de verla. Extrañaba ir al cine con mis hijos.
Terminamos viéndola en los cines que nos quedan acá a pocas cuadras, salas que se distinguen por estar chamagosas, pringosas y sucias, pero eso sí, emanan un olor desagradable… y las escaleras eléctricas llevan como tres años sin funcionar. Evitamos ir a éstas salas por razones de higiene, pero con eso de que solo íbamos los tres, tampoco había que hacer tanto drama por una infestación temporal de piojos. No hay piojo que aguante un buen baño de vinagre.
Como de costumbre, éramos casi los únicos en la sala. Había un par de fulanos, sentados lejos de nosotros, devorando su carretonada de palomitas y refresco. A la mitad de la función, estos Godzillas diabéticos en desarrollo, salieron a la tiendita por su segunda dotación.
‘Godzilla Minus One’, es el tipo de película la cual, por mero principio, mis colegas, los siete chamanes catadores del cine de arte, jamás verían. No la irían a mirar, como dicen acá. Los puedo ver, a los siete chamanes, replegando sus inmensas túnicas blancas, sentados en posición de loto alrededor de una mesa de piedra volcánica, caldera a su centro, repitiendo mantras sagrados, criticando mi elección de ver ‘Godzilla Minus One’. Los siete chamanes no son de películas de monstruos, vampiros o zombies. Para ellos, si no son films rodados en la República Democrática Alemana, monocromáticas, sin trama ni diálogo, pero traducidas al Lituano, no son consideradas dignas.
A pesar de que mis hijos se rieron de mí porque me quedé dormido (una nadita a lo mucho) en medio de la destrucción de Tokio, disfruté mucho ‘Godzilla Minus One’. Tampoco me jacto de ser un gran crítico, los chamanes me juzgaron porque opiné favorablemente de ‘Oppenheimer’, película que ellos, en su visión holística, menospreciaron. Eres una criatura cinéfila de gustos simples, me condenaron, solo hace falta ruido y explosiones para que te guste. Tipo ‘Godzilla Minus One’, pues.
Y sí, entiendo que Godzilla es una alegoría. Relax’.
“Hace ya rato que falta lenguaje para nombrar lo que estamos viviendo” escribe Alma Delia Murillo en su columna del 19 de enero pasado en el Reforma. Habla del video de las mujeres wixáricas pidiéndole a ‘El Mencho’, comandante supremo del cártel Jalisco Nueva Generación, que le corte la cabeza al “Rojo”, encargado de la zona donde ellas viven. El video aquel no es una alegoría de nada, es la realidad donde se cortan cabezas, se asesina sin miramientos en un país, muy, pero muy alejado de leyes y de políticos con sus lenguas bifurcadas.
Así como sucedió en Japón después de la guerra, con tanta locura alrededor nuestro, necesitamos crear lenguaje, concebir un monstruo para ver donde estamos parados.
Creado el monstruo, escamas, cola, boca de fuego, tan colosal como sea necesario, es cuando lo podremos destruir. Sin nombre, su existencia se reduce a tinta necia en los periódicos donde leemos éstas noticias entumidos cual zombies acostumbrados a la barbarie. Las leemos y le damos la vuelta a la página para atrapar las baratas post navideñas.
Las mujeres del pueblo wixárica están muy lejos del México de mañaneras, de trenes mayas, de, sea malito joven le voy pidiendo otra orden de pastor con todo. De ese México que todos insistimos antes era mejor pero solo porque no queríamos ver al monstruo que llevamos años cultivando.
Godzilla es la inmensa loza que se les vino encima a los japoneses. Nació desde antes de la guerra, se alimentó durante ella, y adquirió dimensiones descomunales después de ella. Tokio fue su arenero en los cincuentas. No es difícil entenderlo, lo complicado era ver a Godzilla escurriéndose por el fondo del océano. Para cuando se dieron cuenta, la bestia era imparable, destruyendo a diestra y siniestra ante los gritos aterrorizados de los civiles en Tokio, atrapados en trenes, edificios, vidas. De realidad a leyenda. De creación a aniquilación.
Parece que no logramos visualizar nuestro horror a pesar de que el monstruo devora nuestras entrañas. Sabemos que existe, de lo que es capaz, pero aun no lo hemos palpado, menos aun bautizado, dándole nombres que parecen temporales: corrupción, narcos, gringos, analfabetismo, inequidad, violencia, políticos, nepotismo, racismo, hombres todo-poderosos, ineptitud. Motes con los que se alimenta la criatura.
Nos falta lenguaje, imagen, sonido
para aplastarlo.
Mientras nos distraemos con las construcciones de maquetas, aquí mi tren, aquí mi aeropuerto, en promedio diario matan a noventa de los nuestros. Sus cuerpos, aventados sin miramientos en fosas comunes, se convierten en otra noticia, otro encabezado, otro meme. Mañana habrá más alimentando a la bestia.
No nos aterrorizamos lo suficiente ante ésta realidad. No nos paraliza el pánico, no gritamos a diario horrorizados como los japoneses siendo aplastados por la cola de Godzilla. No nos afecta lo suficiente. Nuestro día a día transcurre comentando acerca del tráfico, del precio de la fruta y la verdura en este miércoles de tianguis, de las bobas mañaneras, de las opciones repetitivas en Netflix, de que si las dimensiones de la vecina parecen no tener límites, ignorando al monstruo porque ‘nos falta lenguaje para nombrarlo’.
Hay que darle forma, dimensiones y cuerpo al monstruo: Dracula, Frankenstein, zombies. Falta lenguaje para nombrar al que nos asfixia. Necesitamos crear, bautizar y luego destruir al maldito y elusivo Mexican Godzilla.
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