Hace rato se regresó el primo de AnaP a su casa. Estuvo con nosotros cuatro días.
Mientras que a mi no me cuesta trabajo el anidarme en un solo sitio a pasar la tarde, él camina con pasos cortos y rápidos por la casa para ofrecerse a ver en que ayuda, viendo a ver que hace. Es muy proactivo cuando de echar la mano en la casa se trata, mi extremo opuesto en habilidades, ganas y disposición para arreglar lo que sea. No hay obstáculo que lo amedrente, problema que lo atoré, máquina a la que no le pueda echar un ojo y ver que se necesite para dejarla al centavo: si hay que arreglar el 'flux capacitor' en el DeLorean (léase el foco del porche que lleva meses en vias de extinción) a él no lo detiene ni dios padre para intentar el que lo que sea quede como nuevo, se pesca un desarmador de esos que llevan años olvidados en la abandonada caja de herramientas que vive debajo de capas de polvo en el garaje, y manos a la obra, sin preguntar, sin dudar, nombrando cada pieza que cambia con el conocimiento de quien le sabe, ‘mira, un retropoplusor termodinámico’, ‘chécate este carburador termonuclear’. Obvio que yo y mi cosa de que todo permanezca ‘as is’ me hace quedar, usando la palabra de Liliana, cual ‘chonte’ ante las autoridades caseras. Para ejemplo está la maceta de madera que llevaba primaveras enteras desbordándose con el peso de la tierra y de las matas de romero. Ya desde ayer, la dichosa maceta quedó ya estampada con una serie de tornillos de acero que serían la envidia de cualquier trabajo odontológico; el garrafón de agua que goteaba, sellado; la palanca de velocidades del Mazda que estaba rota, como nueva con una combinación de Crazy y de bicarbonato de sodio (no pregunten.)
Lo que queda claro es que cuatro días de tener a un handyman en la casa marca un límite de cuanto debe estar una visita que resalta lo inútil en mi persona, aunque estoy seguro de que AnaP no estará de acuerdo conmigo.
Se fue al aeropuerto en el coche que rentó y con esa despedida, se evaporaron todo un mundo de posibilidades de que la casa quedara al centavo.
Al momento en que se fue, AnaP contrató a Miki y al Gusano para ir a recoger basura de una casa que un mentado inquilino dejó asquerosa: comida en el refri, calcetines colgados en los ventiladores, docenas de garrafones de agua, innumerables cajas de cartón apiladas en todas partes, ropa sucia, ganchos de ropa como si fuera una tintorería, juguetes y demás artefactos de ese plástico que se quedará de manera permanente sobre la fas de la tierra pero que por el momento se fue directo a la basura. Mis dos hijos llenaron no menos de quince bolsas, de esas negras de plástico enormes híper resistentes, mismas que hoy en la mañana se llevó el camión de basura, a ser aventadas en el basurero municipal, no questions asked.
El primo de AnaP vino a visitarnos porque le llevó unos cascos a un cliente que vive en un pueblo entre Dallas y Louisiana. El primo es manufacturero y traficante de cascos de Daft Punk y cada x tiempo, cuando hay alguna entrega de trascendencia económica, llega a la casa y desde aquí envía sus productos para que la paquetería no le salga tan cara.
Para quienes no conocen, Daft Punk era un grupo francés de música pop (tecno… pop, whatever’), grupo musical cuyo signo distintivo era el usar dichos cascos futuristas en sus conciertos, en sus entrevistas, y supongo que cuando era necesario, para ir al baño. Según el primo de AnaP es el grupo más influyente de los últimos veinte años, pero creo que esa es una opinión un poco tildada.
Hace como diez años el primo de AnaP descubrió el mercado en cascos de Daft Punk y ahora se dedica a fabricarlos para luego venderlos por Etsy. Le va muy bien, lo suficiente como para vivir de la venta de sus cascos. Para estos últimos, los del viernes pasado, los que fue a entregar en persona a unos clientes que viven en un sitio que queda entre Dallas y Louisiana, manejó diez horas para entregar los cascos cromados, uno plateado el otro dorado, con luces y sonidos integrados. Los vendió por una cantidad de dólares que no entiendo.
En diez años, el primo de AnaP ha perfeccionado la fabricación y producción de los cascos. Los primeros eran un tanto rudimentarios (‘agropecuarios’ fue su palabra) pero los actuales, aparte de incorporar luces sincronizadas y un micrófono para distorsionar la voz de quien usa el casco, le quedan perfectos. El cromo plateado o dorado del plástico tienen un acabado impresionante, el ajuste del unicel interior, perfecto, las luces bailan en dulce sincronía.
Los cascos que fue a dejar al pueblo entre Dallas y Louisiana incorporaban todas las monerías para impresionar a cualquiera. Se los entregó a dos adolescentes y a su papá, mismo quien lo invitó a que pasara a la casa, le presumió su troca, platicaron acerca del coche estacionado en el garaje, le ofreció un vaso con agua, y lo invitó a cenar con la familia.
No dudo que éste siguiente Halloween los cascos sean el tema de conversación entre los amigos de la familia que vive en el pueblo entre Dallas y Louisiana. Habrá fotos, Instagram, nuevos pedidos de cascos. La bronca es que también estoy seguro que después del 31 de octubre, los cascos se guardarán con mucho cariño dentro de sus cajas, se archivaran en el garaje, y empezarán el inexorable camino a ser olvidados, a acumular polvo, a convertirse en esos artículos de plástico que algún día quedarán dentro de una de esas bolsas enormes de plástico negras híper resistente y que algún día serán recogidas por el camión de basura, a ser depositados, sin pena ni gloria en el basurero municipal, no questions asked.
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