Me gusta pensar que es por decente, creo más bien es porque tengo demasiados pelos en la lengua limitándome a interrumpir conversaciones ajenas. Me refiero, por supuesto, a esas charlas que ahora vivimos mientras esperamos en cola para entrar al súper cuando resulta que la mujer atrás mío reconoce al hombre de adelante (sana distancia, obvio) y antes de que puedas esterilizarte las manos, ya se dieron una reseña de sus existencias. Resultaba obvio que este par distaba mucho en ser íntimos, quizá en épocas normales solo un ‘hello’ y escurrirse por el brócoli, pero acá se saludaron como si llevaran días encerrados. Creo que ni siquiera se sabían sus nombres, y menos tuvieron la decencia de decirlos para poder ponerles nombres a sus cubrebocas y preguntarle a mi hermana detalles adicionales. En épocas normales le hubiera cedido mi lugar a la mujer para que no tuvieran que hablar como si yo no estuviera en medio, pero tres semanas de encierro provocan necesidad de conversación ajena. En términos de contenido pudieron haber hecho un mejor esfuerzo, fue un recuento bastante somero de sus hijos. La mujer, pegándole a los mejor-quédate-en casa-y-pide-el-súper-en-línea años, decía que estaban felices porque su hija de 34, estaba encuarentenada con ellos. Habría que preguntarle a la hija, pensé. El señor, digamos mí misma edad pero mucho más panzón (punto a mi favor) platicaba acerca de sus hijas, perfectas ambas, la mayor se va a Dartmouth (Covid-mediante) en agosto, mientras la menor es una combinación entre Megan Fox, Rembrandt y Pelé, aunque omití preguntarle qué rasgos tomaba de cada cual. Nada de drogas, sexo ilícito, cuchillos enterrados… nada como para hacer más amena mi espera, pues. Si van a hablar por encima mío, con o sin mascarillas, debería de haber estándares, digo yo.
Miguel Esteva Wurts
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