Estamos estrenando comal, situación que entiendo que para la mayoría no representa un cambio trascendental, vamos, es un comal y ya, sobretodo después de que Cri-Cri decidió embarrar su buen nombre llamándolos rascuachos y demás nombres que para qué repetir. La bronca es que hubo que despedirse del viejito que teníamos, uno que ya estaba oxidado, tiznado, y por más que se lavara, siempre tenía cachos tatemados y carbonizados mil veces de quien-sabe-que de quien-sabe-cuando, aunque probable era solo queso de anoche, pegado con una tortilla endurecida. AnaP llevaba rato amenazando con que ya era tiempo, aun así aguantamos un buen rato el desprendernos. Pero mi mujer llevaba meses (años) quejándose de nuestro comal viejito, hasta que un día llego y dijo, ¡basta!, y acto seguido agarró el comal que hubiera sido el orgullo en el jardín de fierros viejos de mi grandpa -el del pelo white-, y lo tiró a la basura, no sin antes amenazarnos de que quien lo sacara de allí, sufriría las consecuencias de sus actos, porque mi mujer ya nos conoce y sabe que las cosas que nos gustan, nos gustan. Anduvimos un par de semanas huérfanos de comal, orillados a calentar tortillas en un sartén, porque acá los comales no son de esos artefactos culinarios que vendan en cualquier esquina, hasta que mi mujer, en un arrebato semejante a cuando nos separó de nuestro querido comal, agarró el Mazda y se lanzó al Target, que porque allí habíamos conseguido el otro. La cosa es que este nuevo no solo tiene una circunferencia menor -apenas le caben dos tortillas ‘El Milagro’ que son las oficiales en nuestra casa-, sino que también está recubierto de teflón, y no desprende virutas de fierro oxidado que, como todo conocedor sabe, ayudan al buen sazón de las quesadillas.
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