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  • Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

tres



kayac


Ayer fuimos a kayaquear (me gusta la palabra… kayaquear) al río Medina. Rentamos los kayacs en Bandera, Texas, pueblo que presume ser “La capital mundial del Cowboy”, que tampoco es poca cosa. El pueblo, de novecientos habitantes, tiene un Museo de Historia Natural, un lugar de BBQ, los kayacs, y un sitio de renta de caballos para montar. No que alguna vez me haya caído de un caballo, pero no no soy mucho de andar montando, así que los kayacs cayeron ‘como anillo al dedo’. A la cabaña donde los rentan no le invirtieron mucho: una cosita de nada, construida con madera que sobró de alguna obra. Adentro, hay un foco, una mujer en una computadora, y cuatro camisetas del recuerdo colgadas en la pared de atrás. Afuera, un par de adolescentes son los que se encargan de cargar los kayacs (y las donas), y de conducirnos a un remanso donde te botan con todo y embarcación y remo. Las únicas indicaciones que nos da la mujer que nos cobró, son: antes de llegar a la cascada salgan del kayac y arrástrenlo por la orilla -tranquilos, hay aviso antes de llegar- y, se salen apenas crucen por debajo de la carretera, nos llaman y allí los recogemos. Los kayacs son de plástico, individuales y de colores que no se confunden con la naturaleza. Fuimos AnaP, Nico y yo, porque los otros dos se quedaron: Gusano para flojear, Miki por chamba. El paseo por el río es tranquilo, solo con un par de lugares donde la corriente es un chirrís más fuerte, pero en realidad, el paseo está como para villamelones rozando la tercera edad, como yo. Son casi tres horas de trayecto que me hacen querer el que la vida fuera siempre así, árboles, sombras, corriente tranquila, AnaP, un kayac y unos remos.



Boerne


Vine a dejar a Nico a la fiesta de cumpleaños de su amiga acá a Boerne que porque la niña quería pasar la tarde en el lago, y como mi hijo todavía no tiene licencia para manejar él solo, me lo tuve que traer porque no vaya ser que se pierda una fiesta de su amiga. Tu tranquilo, le dije, me encuentro un escritorio en la biblioteca pública y me pongo a escribir. Ya hace unos meses había venido a la biblioteca pública de Boerne porque traje al Gusano a una práctica de tenis, pero creo fue justo cuando empezaba lo del Covid19 y estaba cerrada, así que aquella vez me quede trabajando en el coche porque me dio flojera irme a buscar un cafecito que estuviera abierto. La cosa es que como ahora estamos en pleno Covid19, los escritorios adentro del edificio los clausuraron con letreros y cinta amarilla de la de policía, para que nadie se siente en ellos, así que aquí estoy, afuera, sentado en un patio, tratando de ‘hallarle a la sombra’ para no lamparear mi pantalla. Estaría más agradable si alguien llegara y me ofreciera un cafecito, claro, y si no hiciera tanto calor y no hubiera tanta mosca que quiere metichar a fuerza lo que escribo. Supongo que tanto mi teclado como mi pantalla tienen aroma de restos de alguna comida, porque las malditas moscas están muy insistentes en querer pararse sobre mi pantalla, encaramarse a la barra espaciadora y ponerme de mal humor. Boerne tiene alrededor de 10,000 habitantes y este edificio no debe de tener más de cinco años de inaugurado, aun así, desde donde estoy sentado, puedo ver que una señora, ya mayor, anda escogiendo películas en un estante que dice ‘DVD & Blue-Ray’, así como si fuera mucho esfuerzo contratar Netflix. Mugres moscas.



café


Después de estar escribiendo en el patio de la Biblioteca Pública de Boerne, el sol me alcanzó y el calor me aventó a buscar un lugar con aire acondicionado. Terminé en el Black Rifle Coffee, cafetería que me recomendó el Google Maps con cuatro estrellas y media, que a estas alturas del internet es inmejorable. El principal atractivo del lugar (aparte del café que estaba bastante potable) es que tienen una AK-47 en la vitrina. Supongo que de allí el nombre del establecimiento. Tampoco es que yo sepa mucho de metralletas, bien podría ser una AK-46, pero si que es violento el asunto de promocionar café con armas de fuego.


En la tele del lugar, pasaban un concurso de lanzas (sí, lanzas), hachas y cuchillos. Era como dardos, pero en vez de lanzar dardos a un corcho, arrojan lanzas, hachas y cuchillos a una pared que tiene dibujado un tiro al blanco. La pared es de tablaroca, así que para cuando llegan al final del programa -el lanzamiento del mazo gigante- el muro ya estaba bastante traqueteado. Los concursantes de este, tan refinado evento deportivo, son cuatro fulanos: tatuaje, barba, lente obscuro, gorra beisbolera con algún escudo militar, y camisetas que dicen algo como Death, o Airborne Battallion.


Sobre la pared del fondo del café venden, obvio, camisetas. La mayoría son negras, pero también tienen una selección en verde militar. Una dama, después de mucho pensarle, compró una de la bandera de Tejas con la silueta de la AK-47 (o 46).


No muy entiendo la fascinación, que no es exclusiva de esta sociedad por supuesto, con armas que puedan matar decenas de personas en ráfagas, sin embargo, para esa hora lo que más me alarmaba era que el local ya estaba por cerrar y no tendría lugar donde refugiarme del maldito calor.

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