Hay pocas cosas que gritan México como un bote de plástico, de Alpura o de Lala, de crema o de yoghurt, sentado en el refrigerador.
Si dentro del bote hay salsa, arroz (a la mexicana o blanco), unos chiles chipotles, o como en el que tenía ayer, unas zanahorias con sal, limón y chile piquín para llevárselas al Gusano para sus clases de tenis, esto me es más “México” que el encontrarme un águila devorándose una serpiente encima del nopal que tienen en casa de los vecinos.
Estábamos en el Mazda camino a la clase de tenis, bote de Lala con las zanahorias en medio de nosotros, cuando Gusano me preguntó, así de la nada, que cuál había sido, de las décadas de mi vida, mi favorita. Ahora bien, la 281, a la altura del aeropuerto es quizá no el mejor lugar para echar la filosofía ni para hacer recuentos de vida. No me puedo quejar, le contesté, no he tenido una década que no me haya gustado, aunque hay cachos enteros de los que de plano no me acuerdo. Claro, agregué, los recuerdos más distintos son de cuando era de tu edad. Ya no le dije que mis veintes me los pasé como en un sueño que termina y empieza con AnaP, los treintas los conocí a ellos y los cuarentas los llegué a querer más fuerte, y ahora, acá estamos.
Le platiqué que mi mamá, siempre que he pasado a una década nueva, me ha dicho que entro a la mejor época de mi vida, “ésta es la mejor década, ya veras” me dice. Trampa, por supuesto, en esto no hay reversa, así que mejor ver hacía adelante con cierto entusiasmo, lo contrario es no verle un futuro brillante a ese bote vacío de plástico Lala de yoghurt de limón.
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