Habrá sido el frío que hacía esa mañana que hizo que todo se sintiera cual si fuera un veintiséis de diciembre, un dos de enero… o vamos, un lunes cualquiera. De esos días en que arrancar es una joda, de voltearte, apagar el despertador una docena de veces, de buscar acomodarte en ese espacio aun calientito dentro de las cobijas, acurrucarte buscando dormir otra vez, maldiciendo a los dioses que te obligan regresar a la rutina, aquella rutina que ahora extrañas.
Aun a pesar de que nos hubiéramos despertado con ganas, no habríamos sabido ni por dónde arrancar, que hacer, dónde ir, a quien acudir. Lo primero que me dijo Sonia fue «nos va hacer falta papel higiénico», a lo que no pude más que exasperarme, gritarle, «como si eso importara ahorita». Ya después me di cuenta de lo sabio de sus palabras, de lo apremiante de nuestras necesidades.
Desde la ventana en el quinto piso de nuestro departamento de la 72 West, no pudimos más que maravillarnos ante el río que ahora corría donde antes circulaba Columbus Avenue, el agua chocando en olas enojadas que, cuando retrocedían, descubrían el letrero del gimnasio que aun colgaba encima de la terraza en el edificio de al lado, y donde antes, en tardes asoleadas, admiraba yo aquellos cuerpos trabajados languideciendo bajo el sol. Ahora solo quedaba una tumbona atracada contra el barandal. Flotando.
El torrencial caía como lo había hecho durante los últimos cuarenta días. Cuarenta días. Cuarenta noches. Bíblico el maldito asunto. Parecía una broma pesada el que la noche anterior el app del clima del iPhone, nos había prometido que el día siguiente sería soleado, sin nubes, unas horas que permitirían el que los charcos del asfalto se secaran, quemaran un poco el bochorno. Bajo la promesa del oráculo de Cupertino, nos habíamos acostado con la calefacción zumbando a todo lo que daba. Quizá por eso no pudimos escuchar la invasión del mar. Eso, o porque de tanto llover el agua ya nos tenía acostumbrados a sus ruidos.
Un par de taxis amarillos flotaban, meciéndose, chocando en contra de nuestro edificio. El que se estampaba contra las ventanas del vecino del cuarto piso, justo debajo del nuestro, permanecía atascado entre las copas de uno de los pocos árboles que la ciudad no había podado y que el agua aun no había arrancado.
Encendimos nuestros iPhone para ver las noticias. Las imágenes de video nos llegaban cortadas, cómo cuando reportan desde una zona de guerra, las palabras casi inteligibles las recibíamos desconectadas: “desbordados”, “muertos”, “deshielo”, “pérdidas”, “instantáneo”.
Luego, todo se cortó.
La electricidad tardó un rato más en morirse, las luces de la cocina apagándose en espasmos, dejando que el único ruido que escuchábamos en nuestro quinto piso fuera el de las olas chocando en contra de los edificios, del agua infiltrando sus interiores, arrastrando mar adentro cuánta memoria y cuanto plástico había encerrados en ellos.
Cuando se apagaron nuestros iPhones, sentí el mismo acongojo de como cuando se nos fue nuestra Chispita, la angustia al ver el ícono de la batería indicar 25%, ponerse en rojo y, en un último intento de llamar nuestra atención, avisándonos de que entraría al ‘modo ahorro’. El ícono de la manzana mordisqueada fue lo último que vimos de él con vida, nuestra conexión final con el mundo exterior.
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Llevamos días así, subiendo a la azotea, buscando/dando señales de vida. De vez en cuando vemos helicópteros aterrizando encima de los edificios que dan al parque, los de veinte pisos o más. «De seguro ya dieron nuestra zona por perdida» solloza Sonia, sin que yo pueda contradecirla. Donde vivimos, los edificios no pasan de cinco niveles. Seis a lo mucho.
Hace un par de días desde nuestra ventana, observamos una familia encaramada encima de una cama convertida en lancha salvavidas, los colchones de cama cubiertos con bolsas de plástico inflados como globos para hacer flotar el artilugio. Los observamos un buen rato, hasta que por ahí de la 84 desaparecieron. “Estúpidos” le comenté a Sonia, “sin timón ni rumbo”.
Desde esa misma ventana a diario medimos, en contra de los ladrillos del edificio en contra esquina, cómo sube el nivel del agua, paulatino, como cuando se derrite un hielo dentro de un vaso, incrementando un par de centímetros por día, no más, deslizándose poco a poco hasta nuestro quinto piso.
«Tendremos que irnos al techo si sube más» me repite Sonia, ya más tranquila desde que solucionó la crisis del papel higiénico cuando se acordó de qué los Ziegler, nuestros vecinos de piso, habían escapado hacía un par de meses en su peregrinación anual a pasar el invierno a su condo en Florida.
Extrañamos los ruidos de la calle a los que ya nos tenía tan acostumbrados ésta ciudad: las ambulancias, las patrullas, los gritos, los camiones de basura recogiendo los tambos desde temprano con todo y la alarma chillando de cuándo se echaban en reversa. Ahora solo escuchamos el crujir del edificio inundado a nuestros pies, ruido que igual nos aturde y nos mece. Cuando nos acostamos a dormir, lo único que se oye es el vaivén de las olas azotándose en contra de los edificios de lo que era nuestra calle, la 72 West.
—No fue nuestra culpa— le repito a Sonia mientras duerme, —nada lo era.
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