Encontrar paz no es fácil. Ojalá vendieran una frasco con una dosis en el súper, en el pasillo donde venden el shampú y el papel de baño. Pero no hay. En ningún pasillo la venden. Venden paliativos en abundancia, pero paz, no. Hoy en la mañana me desperté de un sobresalto a las cuatro y fracción de la mañana. AnaP había estado despierta y leyendo en el iPad como hasta la una de la mañana, así que para no volverla a despertar, pesqué el libro que estoy leyendo y que había dejado sobre mi buró, fui al closet, agarré mis shorts y mi camiseta de hacer ejercicio porque aun tenía la ilusión de despertarme tipo seis y subirme a la remadora, y me bajé a leer en la sala. Rosita me esperaba en el hall de afuera de la recámara, con cara de dormida, pero ronroneando como si ya fuera hora de darle de desayunar. Es la única hora en la que ronronea, cuando le lleno su platito de croquetas. La cosa es que leí muchos capítulos antes de que me regresara el sueño, ya para cuando volví a ver el baile de las letras en la página, la repetición de oraciones y tratando de entender párrafos enteros que no me hacían sentido alguno, apagué mis alarmas y me acomodé en el sillón de la sala. Rosita, quien ya se había acomodado a mis pies acurrucándose en la colchita que le gusta, se molestó cuando me paré a apagar la luz. Lo siento, le dije. Traté de no pensar en quedarme dormido. Siempre es contraproducente, pensar que me tengo que dormir. Nomás pensarlo provoca el que todos los pensamientos que circulan libres en mi cabeza empiecen a bailar, recorriendo cada rincón de mi materia gris como si fueran niños con sobredosis de azúcar en una fiesta infantil, levantando a gritos a cada neurona para que, ya sea de manera individual o en grupo, me recuerden no solo todos mis pendientes, si no también cada una de las cosas en las que me he equivocado en mi vida.
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