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Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

las necesidades de Luis Enrique


Sentado en la mesa más visible del Au Pied de Couchon, en el Hotel Intercontinental de Polanco, Luis Enrique revisa la hora en su reloj. Es la enésima vez en los últimos diez minutos que voltea a ver la maravillosa pieza que viste su muñeca. No está preocupado. Considerando todo, Laura no está tan tarde, pero tampoco puede dejar de admirar la belleza de reloj que lleva en su antebrazo izquierdo.

—Es verdad el pinche slogan — piensa, no por primera vez ese día. Recargado cómodamente en la silla de madera con cojines forrados en terciopelo, recita, en su mente, el slogan de la marca de relojes adoptándolo como su mantra… —uno nunca es dueño de un Patek Phillipe, somos solamente sus guardianes para las siguientes generaciones…

El que porta no es el reloj original, el Patek Philippe que le regaló el abuelo, es uno Chino, pero aun así, está increíble. No nada más se ve idéntico, pero también pesa como si no fuera un producto, “Hecho en China”. Cualquiera que no fuera un conocedor, hubiera jurado que no se trataba de una imitación, un “_Made in China_”, todo, desde el peso, los materiales, el acabado, se sentía como si fuera uno elaborado en Suiza.

El reloj original, un Calatrava automático en oro blanco, había sido un regalo de su abuelo Fernando, de la última navidad que habían pasado todos juntos en el rancho de la familia en los linderos de Xalapa de Enríquez, en Veracruz. Fue la navidad antes de que muriera el abuelo Fernando, cuando, como si presintiera el ataque cardíaco, le regaló un reloj a cada uno de sus siete nietos varones, comprados todos en el último viaje que el abuelo hizo a Nueva York.

Luis Enrique era el único consciente del que el reloj que tenía en la muñeca izquierda no era el Patek Phillipe Calatrava original: él también lo había conseguido en su último viaje a Nueva York, en una de esas tiendas en la 57 o en la 58, en donde tanto las tiendas y los relojes parecen auténticas; en la que los vendedores no niegan su origen del medio oriente, y envuelven al potencial cliente con frases, susurros y cantaletas importadas directamente de miles de años de trueques y regateos. El Calatrava original, el del abuelo, lo había perdido una noche de cubas y tetas en uno de esos antros en Acapulco donde todo huele a sudor, a mar y a cerveza desparramada en el piso.

Laura era otra adquisición, aunque ya no tan reciente, de Luis Enrique. Curiosamente, también había sido parte del botín de un viaje relámpago a Nueva York. Jarocha, mulata y culona eran, según lo que le contó a su carnal, El Gotcha, los tres adjetivos que mejor la calificaban. Luis Enrique agregaría otros adjetivos al momento de sentir la furia, necesidad, e inventiva costeña de Laura en la cama, pero esos adjetivos se los reservaría sin compartirlos, así como tampoco la compartiría a ella, «tu eres mi incondicional» le decía, «totalmente mía».

Cuando Luis Enrique cumplió dieciocho años, el abuelo Fernando lo invitó a su despacho en la casa de Explanada de los Virreyes en Las Lomas Chapultepec. Luis Enrique fue con una flojera irritada porque presentía que el viejo le iba a implorar nuevamente de la necesidad de entrar ‘al Servicio.’ Quizás por la desidia con la que entró al despacho, o por la costumbre de ver el escritorio del abuelo perfectamente ordenado, Luis Enrique no se percató de que lo único que había sobre ese enorme escritorio era un folder manila con una etiqueta blanca en la pestaña. De haberse fijado, hubiera visto su nombre completo escrito a máquina en aquella etiqueta.

—Mira, Luis Enrique— el abuelo Fernando siempre llamaba a todos por su nombre completo, y jamás hubiera utilizado algunos de los motes que sus amigos usaban para Luis Enrique: Guicho, Chuy, o El Pinche Huichol, —mi trabajo consiste en saber todo de todos. Así de sencillo. Así me enseñé en mi vida, y por eso vas a entrar al Servicio. Y ahora que ya tienes edad, te ratifico que no es pregunta.

No era la primera vez que Luis Enrique escuchaba esto de “vas a entrar al Servicio.” Desde muy pequeños, él, sus hermanos, y sus primos, habían asistido a prácticamente todos los eventos militares organizados que se llevaban a cabo en el Distrito Federal: los encuentros hípicos en el Campo Marte; la graduación de cadetes de la Escuela Militar; y por supuesto, el desfile militar del dieciséis de septiembre que la familia entera observaba desde uno de los balcones secundarios del Palacio Nacional cada septiembre. Pero había llegado el momento de tener que tomar la decisión, y Luis Enrique, en plena rebeldía adolescente y para (según él) tratar de encrespar el coraje de su abuelo, se había dejado crecer el pelo y había hecho el examen para entrar a la carrera de administración de empresas en la Ibero.

Estos desplantes se habían encontrado con el silencio y el rostro impávido del abuelo Fernando. En ninguna de las reuniones familiares se había discutido el tema, y lo de ‘entrar al Servicio’ solamente lo había escuchado recientemente y destinado a su persona, a través de unas palabras tímidas de su mamá.

—Abuelo, te tengo que admitir que lo mío, así lo mío mío, no es lo militar ¿sabes? Soy pacifista y la mera neta es que prefiero usar las palabras que la fuerza ¿sabes?— Se detuvo un rato para observar el rostro de su abuelo, el pelo bien cepillado y canoso, mientras que el bigote y las cejas se mantenían como por milagro, perfectamente negras, como si lo hubiera lustrado un zapatero con cera negra esa misma mañana. Pero el abuelo no cambió de expresión, así que Luis Enrique decidió subir el tono de su ataque —Chance si en este país se usara menos la fuerza, ¿sabes? estaríamos, bueno, como los suecos.

El abuelo Fernando observó a su nieto sin darse por enterado del insulto que le arrojaban. Se ajustó sus anteojos de armazón de plástico negro con un pequeño ademán que Luis Enrique conocía desde muy pequeño.

Desde muy chico, todo mundo decía que Luis Enrique apuntaba a que iba a ser un revoltoso. Siempre se lo habían dicho: «eres un contreras, Chuy». Se lo habían dicho todas las tías, las abuelas, hasta las maestras en la escuela, todos con la misma cantaleta, con la excepción, por supuesto, del abuelo Fernando quien no se metía en dar opiniones de los niños de la familia, sabiendo que eso era asunto del otro género. Pero Luis Enrique nunca se había visto a él mismo como un revoltoso. De hecho, nunca se había metido en muchas broncas cuando niño, y sus únicas muestras de rebeldía cuando adolescente, fueron el largo de su pelo, y su intención de estudiar administración de empresas en la Ibero, es decir, de no entrar ‘al servicio’. Inclusive, el listado de sus cinco películas favoritas que elaboró cuando cumplió los quince años, capturaban de manera muy sucinta lo contrario, es decir, su falta de rebeldía, su eterno conformismo sostenido con el andamio de su perenne hueva:

1. La Palomilla;

2. La Noche de las Narices Frías (101 Dálmatas);

3. Los Tres García;

4. La Guerra de las Galaxias;

5. ¿Y Dónde Esta el Piloto? - (la uno y la dos)

Fue es esa época, cuando cumplió los quince años, que se dedicó a hacer listas de todo lo que más le gustaba para ‘tratar de encontrarse, y comprenderse mejor’. La idea se le ocurrió cuando lo vio en una de esas revistas que leía su mamá, con las que a falta de algo mejor, se metía a hojear al baño.

Hizo listas de todas sus cosas favoritas: de sus películas, de sus canciones, de sus grupos de música (era música, no rock), de sus momentos en la vida, de sus lugares y de sus personas favoritas. La lista de personas preferidas la dividió en dos: la primera era de su familia (el abuelo Fernando no estaba incluido entre sus “top ten”), y la segunda era la de sus amigos de la escuela. Cuando terminó de hacer sus listas ya no se acordaba exactamente el porque las había empezado. Aun así, no queriendo deshacerse de lo que había escrito, guardó sus listados bajo llave en el cajón del buró en su cuarto. Al final se sentía un poco apenado con lo que había hecho, pero allí las mantuvo.

Las listas fueron quedando debajo de los otros gustos que fue apilando Luis Enrique en su cajón: una revista Caballero -la revista para ‘el hombre que sabe distinguir’- con Veronica Castro en la portada; las cartas que recibió de sus novias; las cartas que mejor decidió no enviar a las susodichas; sus primeros dos condones que entraron en acción (lavados) –el primero usado en una sesión de práctica en donde solamente colaboró la antes citada revista Caballero, y el segundo ya cuando compartió a Janice (agenciada por el chofer de su abuelo) con sus amigos en el asiento trasero del LTD Crown Victoria del abuelo Fernando. Por ser Luis Enrique quien procuró el automóvil y quien consiguió a Janice, le tocó ser el primero en disfrutar la suavidad del velour del asiento trasero, y de no recibir las quejas subsecuentes de Janice de cómo la fricción con el velour le andaba quemando el culo.

En el cajón también iba aventando los boletos de los distintos viajes que hizo, fotos y postales, y hasta el manual de su primer Sony Walkman quedó arrumbado dentro de esa gaveta. Fue tal el cúmulo de recuerdos acumulados que para cuando cumplió los dieciocho años, ya prácticamente se había olvidado de la existencia de sus listas, enterradas y olvidadas debajo de sus distintos souvenirs.

De haberse acordado de las listas mientras esperaba en la silla con terciopelo rojo en el Au Pied, ciertamente hubiera incluido a Laura como dentro de los cinco mejores culos de su existencia (no de revista). De vez en vez, repasaba los culos que le había tocado explorar y en una pequeña remembranza de aquellas listas de su adolescencia listaba sus cinco mejores: Meche, obvio, estaba allá arriba, al igual que su prima Cris (fue un viaje a Colima, justo cuando terminaron la prepa, ambos estaban muy borrachos y fueron semanas plagadas de angustia hasta que finalmente, casi un mes después del encuentro en la tienda de campaña, Cris le confirmó que ya le había bajado); la chava que se sentaba al lado de él en química en segundo de prepa; y Lourdes a quien había conocido en un viaje a Playa del Carmen, en definitiva igual quedaba incluida en esa lista. Quizás Laura no entraría en su listado de las mejores tetas, pero Luis Enrique solo soñaba en estar perdido entre sus nalgas, besándolas, sobándolas, explorándolas y admirándolas desde todos los ángulos posibles.

Al principio, Laura había estado renuente a verse con Luis Enrique, después de todo, ella estudiaba su posgrado en Columbia, y tenía ya muy hecha su vida de estudiante en Nueva York, y no tenía contemplado dentro de sus planes el enredarse con un hombre casado y con tres niños. Pero… «—tu siempre con tu maldito pero— como le decía su mamá » , los regalos, las invitaciones a cenar a los lugares mas exclusivos, «ay amiga, no lo vas a creer, consiguió meternos al Daniel, así nomás!» y de repente, los viajes de fin de semana a París, a Londres, a Las Vegas, todo esto lo sumaba en favor de Luis Enrique, aunque, como le confesó Laura a su amiga Dolores: «coger con el, es casi tan aburrido como escucharlo… con razón su esposa siempre tiene esa jeta de hueva estampada». Lo peor (para Laura) fue cuando se dieron su primera escapada, un de fin de semana al Mesón del Sol en Zihuatanejo, y ella anduvo paseándose en su bikini blanco los tres días, y él nomás no aguantaba mas allá de los quince segundos (contados) sin el «chin..chin..chin… perdón» que marcaba el final de su arrebato. Por lo menos, y gracias a la brevedad de los interludios Laura (quien luego le admitió a su amiga Dolores que se sintió como coneja) pudo estudiar para su examen final de su curso ‘El Restablecimiento de las Democracias en América Latina´ del doctor Thomas W. Paine, seminario cuyo título siempre lograba sonsacar una sonrisa burlona de Luis Enrique.

Pero el motivo de la cena ahora en el Au Pied de Couchon era económico: Laura le estaba costando mucha lana a Luis Enrique, y sus ahorros e inversiones y tajadas no estaban produciendo lo suficiente como para aguantar el ritmo de viajes, cenas y regalos que le daba a Laura. Las ganancias apenas le daban para su familia, y el viaje de diez días a Orlando le había costado un huevo y la mitad del otro y tendría que rascar en quién sabe donde para mantener la casa en Woodlands, a las afueras de Houston. Aun así, sabía que el cortarla no iba a estar fácil, con esa mecha jarocha que se cargaba Laura. Sentado y sin antes percibirlo, le cayó el peso de la mirada condenatoria del abuelo Fernando desde su tumba en un cementerio del centro de Xalapa, tal como la había sentido hace tantos años en aquella oficina.

—Bueno, claro que todos somos pacifistas Luis Enrique. Todos, excepto los mas salvajes preferimos el uso de una conversación a vernos obligados a usar la fuerza. Eso es obvio, e inclusive un poco pendejo el tener que decirlo, Luis Enrique, así que por favor abstente de decir pendejadas un rato, y mientras estés aquí, me vas a escuchar.

La vida, trayectoria y pensamiento del abuelo Fernando, había sido repetida en innumerables comidas domingueras, y en donde, dependiendo de quién la platicara, los ángulos y las alabanzas a la vida del abuelo Fernando variaban. Por ejemplo, cuando la platicaba Ernestina, alias la Chuchis, Mamá de Luis Enrique y la hija mayor del abuelo Fernando (con más de ocho años entre ella y su hermano, Rulo) uno podía escuchar palabras como «pobres» antecedido por «cuando éramos», «campo militar», «barraca» e inclusive las tres palabras que ahora sonaba sacrílegas y hasta quizás falsas como «tu abuela» y «trabajando» en una misma oración. El flujo y el sentimiento de las oraciones cambiaban cuando era Rulo (hubo un ‘Fernando’, pero murió cuando apenas tenía tres meses de nacido) quien contaba la historia: «cuando primero salimos de Veracruz» contaba «íbamos en el Packard.. ¿te acuerdas Pa?... me acuerdo como nos iban abriendo el paso cuando veían tu uniforme, y tú nomás nos volteabas a ver y nos movías las cejas y nos decías ‘es que saben quien es su padre’. Y luego, cuando llegamos a México, todo estaba tan, no sé, nuevo, y todos nos trataban tan bien ¿te acuerdas como se llamaba esa cocinera que nos hacía las empanadas tan ricas de carne y papa?». Rulo siempre había gozado de ser el único varón en la familia, y el abuelo Fernando le había perdonado todo en su vida. Ni siquiera había tenido que entrar ‘al servicio’. Para cuando se murió el abuelo Fernando, Rulo no pudo reprimir mas su pasión por el Macallan escocés, mudándose, con todo y su chacha nacional, a un castillo pequeño escondido en los highlands Escoceses. Aun así, cuando el abuelo aun vivía y él todavía asistía a esas reuniones dominicales, Rulo recordaba y hablaba de una opulencia creciente: servicio, casas (una en la Ciudad de México y otra en Cuernavaca, y luego una más en Acapulco, y finalmente una para «escaparse un poco del pinche ruido nacional» la de Houston, Tejas), listando con precisión enciclopédica los coches que transitaron por el estacionamiento de la casa y, el número de viajes por cruceros disfrutados por la familia. Para la hija menor, Cecilia, hablar de la adquisición de tales nimiedades resultaba aburrido, y prefería hablar de las fiestas que se hacían en la casa en México, de las distintas personalidades que asistían a estos eventos (todos los ‘grandes’ iban) y de cómo, desde que era muy pequeña, siempre era admirada por los artistas de moda que socorrían a las fiestas organizadas por el abuelo Fernando. La abuela, Fortuna era quien, cuando hablaba de la trayectoria del abuelo Fernando, compartía más de los detalles íntimos, aun a pesar de que ya fuera por mala memoria o porque simplemente no los había registrado, omitía varios de los eventos trascendentales de la época del abuelo, como cuando había dejado a su amado Ejército colgando su uniforme en el closet por tener que entrar de lleno a la política aun a pesar de que seguía ostentando su rango militar. Fortuna se concentraba en detalles de cómo habían adquirido sus casas, de cómo las habían amueblado; hablaba de un esposo amoroso, de un padre ejemplar, de un abuelo repleto de cariño, glorificando en sus ejemplos, las bondades del abuelo Fernando. Mas que a cualquier otro, todos los nietos terminaban creyendo y soñando en las historias de la abuela.

Para cuando todos habían terminado, ya para cuando se habían acabado las botellas del Rioja dominical, y el abuelo andaba en su segundo whiskey de digestivo, (Macallan, por supuesto, los gustos no se hurtan…) los comensales sentados alrededor del comedor de caoba acabado en negro satinado, callaban para escuchar al abuelo Fernando hablar de su amor por la patria, por la política, por el ejército, y por supuesto, por el cuerpo policiaco en donde terminó su carrera política.

Luis Enrique se acordaba de esas tardes dominicales con cierto repudio, sobretodo cuando al cumplir los doce años, el abuelo Fernando anunció frente a todos que ya era momento de que Luis Enrique se quedara a escucharlo en vez de salir con sus hermanos y primos a jugar escondidillas en el inmenso jardín de la casa en Las Lomas.

—Una última vez— fue el único pensamiento de Luis Enrique cuando vio a Laura entrar con una falda negra entallada al restaurante. Con orgullo, vio cómo los hombres de negocios sentados en la mesa de enfrente no podían dejar de voltear a ver a esa mulata perfecta. No parecía importarle el desdén de las miradas de los hombres de negocios, cuando éstas terminaban en él, vestido con su conjunto de pants, sudadera y zapatos tenis blancos. —Pendejos ustedes— pensó, —con sus pinches trajes incómodos y sus pinches corbatas ahorcándoles el cuello cual guajolotes.

Las corbatas del abuelo Fernando siempre eran obscuras, azules, cafés o verdes, ocasionalmente con rayas delgadas con algún color más claro, pero siempre un reflejo de su imagen adusta. La corbata que estaba usando detrás del escritorio aquel domingo era una que Luis Enrique ya le había visto en alguna comida anterior, color verde espinaca cocida, con cuadritos blancos entrelazados, como de mueble de terraza.

Los dedos del abuelo empezaron a jugar con el folder manila que tenía encima de su escritorio, como intentando dirigir la mirada de Luis Enrique hacía el pedazo de cartulina. —Tu padre — continúo el abuelo Fernando, —tu padre era una buen militar. Un mal político, demasiado pendejo, un pinche papá de mierda, eso sí, pero un buen militar. Eso nadie se lo quita, y menos yo, que lo tuve a mi cargo.

Alfonsino Navarrete, papá de Luis Enrique, era un tema vedado en la mesa dominical. De la fecha de esa reunión el la oficina del abuelo, hacía ocho años que lo había visto Luis Enrique por última vez. Sus memorias de él eran cada día más difusas, la bronca con el tío Rulo en un partido de fútbol en el jardín de la casa de Las Lomas siendo la más clara. Nunca le preguntaría nada de su padre a su abuelo Fernando, ni siquiera en ese momento en qué fue su abuelo quien lo sacó a colación aquella tarde.

—Bien se lo dije cuando me dijo que se iba a meter al Partido. Le dije: Ándate con cuidado Alfonsino, que de esto de la política uno se mete, pero uno nunca se sale.

Luis Enrique no tenía intención de entrar al negocio de la política. Por eso quería estudiar administración y tratar de pasarla tranquilo, administrando, y no entrar a lo del servicio como tanto insistía su abuelo.

—Pero no me hizo caso, el pendejo. Era muy necio, el cabrón, y en la política solo se puede ser necio cuando se tiene al asunto agarrado fuerte y sabroso de los huevos. Pero eso es tan poco común, que mejor no se es necio, ¿me entiendes, Luis Enrique? Agarrado duro, de los huevos— acunando la palma de sus manos para mostrarle a Luis Enrique.

El abuelo Fernando rara vez recurría al uso de un florido vocablo jarocho, a comparación de la abuela Fortuna quien sacaba su alma de lanchero de puerto cuando creía que solamente había adultos en la mesa.

No sabía exactamente el porque, pero Luis Enrique empezó a sentir cómo la piel se le ponía de gallina sentado del otro lado del escritorio del abuelo Fernando, viéndolo abrir y cerrar aquel folder manila.

La misma piel de gallina se le acumulaba viendo a Laura sentarse enfrente de él en el Au Pied de Couchon, y darse cuenta de lo complicado que iba a ser el decirle que esta sería la última vez que se verían. Ya varias veces antes se había enfrentado al humor de la Jarocha «me prometiste París, Huicho» había sido la última, cuando terminaron encerrados el fin de semana en el Holiday Inn de la Pachuca-México «por motivos de chamba».

La falta de Paris le costó el Audi A1 «o sea mi amor, no sabes como me encanta, adoro ese color que me escogiste de rojo quemado» que ahora manejaba Laura por la Ciudad de México.

Por si acaso no sucedía el rompimiento, por si no se atrevía, Luis Enrique había reservado un cuarto en el hotel, mismo que había retacado de tulipanes amarillos. Sobre la cama, también había dejado un “baby doll” con encajes blancos con todo y una tanga blanca tan transparente que Luis Enrique tuvo que agradecer a los dioses el que hicieran prendas tan invisibles. En la tienda, mientras compraba las vestimentas, se le había cortado la circulación al cerebro nomás de pensar en cómo contrastarían estas prendas con el color tan quemado de la piel de Laura. Por cualquier cosa y de último momento, también le había conseguido un collar de perlas blancas en el Tiffany de Masaryk.

—Puto tráfico de esta pinche Ciudad— le dijo Laura a modo de saludo, —está cabrón tanto pendejo que pulula por las calles.

Los tres ejecutivos desayunando en la mesa de al lado, no pudieron mas que voltear a ver a Laura, emitiendo un juicio rápido y callado con respecto a la vestimenta de Luis Enrique. Desde que había subido de peso, Luis Enrique vivía en pants, ya fueran blancos o azul marinos, su diario recordatorio de tener que subirse a los aparatos para hacer ejercicio que permanecían desconectados en el gimnasio de su casa en el Pedregal.

Levantándose, la figura atlética y cuidada con rigor militar de su abuelo Fernando se impuso sobre la silueta, ya empezando a ser regordeta, de su nieto. —Te hace falta rasurarte— le dijo, —de hecho, no te quiero ver un solo domingo más sin que llegues rasurado… y de una vez te me vas cortando esa ridícula melena.

—Tengo mejores cosas que hacer con mis domingos— le contestó Luis Enrique, pensando que todavía tenía algo que aportar a la conversación con el abuelo Fernando.

—Me imagino. No obstante, te quiero ver aquí todos los domingos, rasurado y con el pelo corto.

Luis Enrique bufó.

El Abuelo Fernando se sentó en el borde del escritorio, la pierna izquierda colgando, la suela de su bota ligeramente tocando la silla donde estaba sentado su nieto. El pantalón gris obscuro estaba perfectamente planchado, cual si lo hubieran traído de la tintorería esa misma mañana. Luis Enrique podía ver las botas a media altura que siempre usaba, boleadas esa mañana por alguno de los sirvientes que transitaban en silencio por la casa. El abuelo Fernando extendió su mano derecha hasta tomar el folder manila que seguía encima del escritorio, arrastrándolo despacio hasta que las palabras que estaban escritas en su pestaña, quedaran visibles para Luis Enrique.

— Entiendo que compartimos el gusto por hacer listas.

Las uñas de Laura recorrieron la espalda de Luis Enrique, primero apenas rozándole, y luego hincándolas hasta sentir como él se retorcía cada vez que se las clavaba en la piel. Ambos estaban desnudos excepto por el collar de perlas, el Baby-Doll, y la tanga blanca que tal como lo había imaginado Luis Enrique, contrastaban casi derritiéndose con la piel morena de Laura. Las uñas de Laura siguieron recorriendo la espalda de Luis Enrique, quien finalmente, y para que las uñas atendieran su necesidad mas inmediata se volteó panza para arriba. Laura tuvo que hacer un esfuerzo momentáneo para no quedarse con la impresión de la semejanza entre esa vuelta repentina de Luis Enrique contra la de un pollo rostizándose en un asador, y decidió seguir ignorando la erección de Luis Enrique, concentrándose en sus pezones y luego en el ombligo abultado y peludo.

—¿Me tenías algo que decir, corazón? — le dijo mientras recorría sus manos por el interior del muslo de Luis Enrique.

Cada Navidad, Ernestina, la mamá de Luis Enrique, tenía la costumbre de que junto con los regalos de Navidad, les escribía en una tarjetita de cartulina roja un breve mensaje a sus hijos, haciéndoles hincapié de que lo importante de la época era el estar en familia. Inclusive para cuando su marido ya no estaba, y Luis Enrique ya estaba muy mayor como para andar recibiendo tarjetitas de su mamá, Ernestina les seguía incluyendo esta nota como parte de su costumbre Navideña. La cartulina siempre iba decorada con un listón dorado, y con brillantina plateada esparcida para darle un toque de nieve espolvoreada. El mensaje, que había empezado como un detalle muy lindo a ojos de Ernestina, conforme pasaban los años reducía su contenido, y esa última Navidad había sido simplificado a un “Feliz Navidad, mi Chuy adorado.”

Era en una cartulina así, roja, en la cual Luis Enrique había escrito su última lista, la que había escondido en medio de todas las demás listas, la que nunca debió haber redactado, la que debió haber roto en mil pedazos y enterrado en el jardín. Era la única lista de cuyo contenido completo nunca se había olvidado.

Las manos de Laura circularon lentamente, enredándose con los pelos del pubis de Luis Enrique. Había, en su juego del día de hoy, prohibido a Luis Enrique el tocarla, y ahora, la parte media de Luis Enrique se retorcía para que Laura le hiciera caso a su verga, y a sus huevos,… por el amor de Dios, mujer sóbame…

—¿Sabes lo que sufriría tu madre si supiera del contenido de esta lista? Entiendes ¿verdad Luis Enrique? entiendes que yo no puedo dejar que mi hija sufra por tus gustos, ¿verdad? Pero no te preocupes que de ti haremos todo un hombrecito, cueste lo que cueste. Faltaba más. Para eso está tu abuelo, para protegerte de ti mismo, de tus pendejadas y de tus gustitos.— Los dedos del abuelo Fernando seguían jugando con el folder amarillo, acercándolo cada vez más a su nieto, hasta que lo abrió lo suficiente para que Luis Enrique viera en él, una cartulina roja con el moño dorado y la brillantina color plata esparcida que le daban un toque de nevada decembrina.

Las manos de Laura finalmente se detuvieron en los huevos de Luis Enrique, sosteniendo el escroto peludo dejando sus uñas enterradas en la parte más sensible. Laura sintió cómo Luis Enrique se retorcía del dolor. Apretó un poco más fuerte, clavando sus uñas un poco más en la piel flácida. Luis Enrique sintió el dolor, abrió los ojos y trató de zafarse del aferre de esas uñas, de esa mano, que dé pronto lo desgarraba sin dejarlo ir.


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