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Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

el protector


El teléfono timbra. Quesque regreso a la realidad. Me cuesta trabajo ubicarme.

Por eso no contesto.

Lo dejo sonando. Después de siete timbrados, el aparato se da por vencido. Mi primera victoria del día.

Aun así, al día lo siento como de plomo. Por eso creo probable el que sea martes. Desde hace tiempo, mi calendario está suspendido, espera instrucciones para volver a arrancar, pero las órdenes para que levante vuelo no llegaran de mí. Supongo por eso desde hace mucho todos los días son martes. Igual asumo que es verano, porque escucho el alboroto que hacen los niños. Andan en el jardín. Usan la manguera para mojarse. Me preocupo por lo de las últimas restricciones que impuso la ciudad por lo de la escasez de agua. Pero estoy en mi oficina y aquí no me molestan, no bajan. Así se los he pedido. Saben que cuando estoy trabajando, no deben entrar a mi oficina. Cada vez estoy más tiempo acá, trabajando. Aquí abajo. En mi oficina. Escucho la algarabía pero no me entero los particulares de sus juegos. De vez en cuando los escucho pelearse. Pleitos cortos. Por eso no me levanto a verlos. Pelean, se contentan. Se las arreglan. Así son. Así es. Así pasan sus días.

Aun así, como el teléfono ya me distrajo tendré que subir, lo sé. Tengo hambre, pero me nubla la imagen de subir al refrigerador, tener que lidiar con los charcos en el piso que seguro dejaron. Me jala de regreso la silla. Me doy cuenta de que solo tengo un poco de hambre, no demasiada. Me la puedo aguantar. Me la aguanto.

Tranquiliza la obscuridad relativa en mi oficina. A mí. Me deja concentrarme. Tengo un solo foco colgando del techo. Uno de esos ahorradores, de los de bajo consumo, poco wattaje. Ilumina lo suficiente. La pantalla de mi computadora también ayuda alumbrar mi escritorio. El protector de pantallas esta activado: observo las líneas creadas por el protector, bailan en la pantalla, chocando contra las esquinas que las contienen, rebotan de regreso. Como el agua en una tina. Respeto el baile de las lineas un rato, sin querer mover el mouse, tocar una tecla, para que sigan en su danza.

Oigo que uno de los niños chilla, como de dolor. Chance alguno de los otros lo ande molestando. No logro distinguir quién es, él quien llora. Supongo tendré que ir a ver qué pasó, pero estoy trabajando. Concentrado. Sin teclear, me quedo esperando a que se calle. Pasa su momento de angustia, calla. Regresan los sonidos de los niños jugando. Primero uno se ríe. El otro grita. Y de repente, todos corren. Regreso a mi pantalla. Me quedo en silencio, los escucho, sonrío. Ya están adentro de la casa, corriendo por los pasillos, azotando puertas, jalando baños. No dudo que hayan dejado la manguera encendida, el agua corriendo, encharcando las plantas. Tendré que subir, salir, ir a ver, por lo de las restricciones del agua impuestas por la ciudad. Pero me quedo acá, trabajando. Las líneas del protector de pantallas de la compu parecen repetir ciclos, chocando contra las paredes de la superficie, cambiando colores. En algún lugar leí que los ciclos son aleatorios, generados por algún algoritmo que reacciona al tamaño de la pantalla, pero llevo un rato fijándome que el amarillo siempre es precedido por el verde. No estoy seguro de lo aleatorio del asunto.

Me aguanto el hambre. Van dos veces que veo que las líneas azules vienen antes que las verdes, destruyendo mi teoría. Tendré que asumir que en efecto, sí son aleatorios. No sé porque pero me alegra saber que hay gente que se preocupe por programar protectores de pantalla, me hace sentir más tranquilo, más seguro, sabiendo que hay alguien desarrollando nuevas maneras de proteger mi pantalla con líneas y burbujas que cambian de colores de manera aleatoria.

Arriba ya hay silencio. Comerán. Dormirán. Algo. La luz de mi oficina es artificial, no hay ventanas que permitan el acceso de la luz natural. La luz del día me desconecta, me distrae. Por eso me gusta trabajar acá abajo. No sé la hora del día. De la noche.

Muevo el mouse tantito para ver qué tan bien reacciona la computadora. Al instante, las líneas del protector de pantalla desaparecen. La pantalla ahora imita una página en blanco, una serie de iconos alineados en su parte superior. Pienso en soldados esperando instrucciones. La mías, mis instrucciones. Están alineadas listas para escucharme, itálicas, negritas, subrayadas.

El silencio de los niños arriba, me genera un cosquilleo. En cualquier momento tendré que subir a verlos, a comprobar que todo ande en orden. La cena, las piyamas, el baño. Pienso subir, nomas ahorita, en un rato, nomás trabajo otro cachito. Hace rato que ya no escucho nada.

Luego tengo pesadillas de que algo les pueda pasar cuando yo estoy aquí abajo en mi oficina. Trabajando. Me espanta pensar en que alguien pueda haber entrado a la casa, se los lleve. Alguna trabajadora social. O alguien peor. Su madre quizás llegue, me los arrebate, se los lleve con ella. Eso me imagino. Me apanica el pensar subir, encontrarme la estufa encendida, la hornilla abierta, el gas escapándose, ellos durmiendo. Peor si fui yo quien la dejo abierta. Eso me tritura el pensamiento. No acordarme de eso, pues, de si dejé la estufa encendida. Se me ocurre cambiar la estufa para que sea eléctrica, no de gas. Eso me tranquiliza. Luego pienso en la plancha de la ropa, imagino encontrarla conectada, ellos a un lado. Me entran escalofríos solo de visualizar las posibilidades. No me acuerdo de que hubiéramos tenido una plancha para la ropa, menos el haberla usado. Pero no sé, chance este equivocado. Cuando suba comprobaré si es que tenemos una plancha de ropa.

Escucho la sirena de una patrulla. Percibo que pasa justo enfrente de la casa. Supongo que se detiene enfrente de la casa, porque el ruido se queda aullando en mi oficina un buen rato. Puede ser la sirena de los bomberos. Creo que en México, no suenan distinto las sirenas de los bomberos, de las ambulancias, de las patrullas de la policía. Sé que en otros países, como en Francia, las ambulancias, las patrullas y los bomberos silban con diferentes tonadas para poder distinguirlas. No sé porque allá no es así. Aunque supongo tiene que ver con el presupuesto, me da coraje esa desidia que nos caracteriza. Como todo. Maldito gobierno, maldigo. Después de todo, con esto de la tecnología, no debe de ser muy difícil crear sonidos particulares para cada patrulla. Así como los protectores de pantalla. Distintos. Si sonaran distinto sabría si tuviera que subir corriendo para no morir asfixiado por humo dentro de mi oficina, o subir corriendo para ver que los niños están bien. Hubo un tiempo, muy breve, en mi niñez, en la que quise ser bombero. Luego admití que me daba miedo el tirarme por el tubo de los bomberos, por lo de la altura, y concluí que prefería ser doctor. Duró poco lo de querer ser doctor. Un amigo, de esos que se fueron a vivir al extranjero, me comentó sobre los años que se necesitan estudiar medicina. Igual pase por una fase de querer ser astronauta. «En México… ¿astronauta?» se burló mi mamá. La miss Dulce, en quinto de primaria, me dijo que tenía talento para escribir. Pero creo que me lo dijo solo porque saque un seis en matemáticas.

Escucho que ya se arrancaron otra vez los niños. Otra vez oigo que juegan. O pelean por la comida. Sacaron algo del refri. Espero no sea comida que haya caducado. Creo que la leche no estaba tan vieja, pero huele feo cuando está podrida, se darían cuenta. Creo. Los yoghurts fueron los que pedí hace no tanto a los de la tiendita de la esquina. Un logro el que ya entreguen a domicilio. Chance estén todavía buenos. Los yoghurts. Espero. Los niños ya saben que no me deben molestar cuando estoy en la oficina, o sea que probablemente comprobaron la fecha de caducidad del recipiente. Supongo que si no, ya bajaran diciendo de que están enfermos. Que se sienten mal. Se quejaran de tener diarrea, o quizá bajaran vomitando. Espero que no. Que no bajen vomitando. No me importa cuando alguien, un tercero pues, me dice que vomitó, o que anduvo vomitando toda la noche. Como que siento que la diarrea es mucho más personal, se me hace de mal gusto andar diciendo que anduvo uno con chorrillo toda la noche. Hay cosas que prefiero no saber de alguien, y el que tenga evacuaciones constantes, es una de ellas. La imagen de alguien con chorrillo me gana. Supongo que por eso no fui doctor. Son de esas cosas que los doctores tienen que andar preguntando, ¿evacuaciones? Sé que lo tienen que preguntar, aun así, siento que es de mal gusto el andarlo divulgando.

Escucho cómo juegan allá arriba con algo metálico, como con los cucharones de la cocina. O con las ollas. Lo único que les pedí es que no jueguen con los cuchillos. Intento enfocarme nuevamente en las líneas del protector que vuelven a bailar en mi pantalla, pero arriba andan organizándose para hacerme ruido dándole de guamazos a las ollas con los cucharones, cual si fueran las madres de la plaza de mayo o algo, y me cuesta trabajo el seguir el orden de las líneas que bailan en mi pantalla. Creo que el azul le sigue al rojo, y luego el morado. Siguen los cacerolazos a todo lo que da, pero luego regresa el silencio, y un chillido que por un momento, me cala. Como de dolor agudo. Saben bien que no me deben molestar cuando estoy en la oficina. Trabajando. Pero el chillido penetra mi lugar sagrado de chamba como si estuvieran aquí abajo, preguntándome en lo que estoy trabajando. ¿En qué está trabajando, papi?, me preguntarían. Y no podría yo seguir con la chamba. Escucho otro chillido agudo. No me acuerdo si guardé los cuchillos de la cocina o si los deje en la cubierta del fregadero. El chillido agudo molesta casi tanto como la pregunta, ¿en qué esta trabajando, papi? Me desconcentro, vuelvo a perder el orden de los colores. Tal es el ruido que ya no me puedo fijar en las líneas individuales, solamente veo como se juntan, borrosas, burlándose de mí, retando a que les distinga los colores. Las veo todas en blanco. Por momentos se ven todas esfumadas. Una nube en vez de líneas.

Regresa el silencio. La prolongada ausencia de ruido me angustia. Silencio. —¿en qué esta trabajando, papi? Silencio. Imagino que pueden haber sucedido tantas cosas allá arriba. Pero como no escucho sirenas, ni de la policía, ni de bomberos, ni de una ambulancia, prefiero quedarme acá abajo. Trabajando. Pensando e imaginando debajo del foco que cuelga encima de mi cabeza. Estoy contento de haber cambiado el foco de mi oficina por uno de bajo consumo. Ya lleva rato que lo cambié. Son de los que se van encendiendo poco a poco. Que alumbran poco cuando recién se conecta, y conforme se van calentando, alumbran mucho mejor. Lo anunciaban que alumbraba como un foco de 100 watts, y gasta solo 19 watts. Una cosa así, decía la caja. Espero que con esto me reduzca lo que pago por la electricidad, aunque aun no lo he visto reflejado en el recibo. Dicen que debo de apagar mi computadora para que baje más el consumo, pero no me acuerdo de mi contraseña de cuando la vuelvo a encender, por lo que prefiero dejarla encendida, dejar que el protector de pantalla trabaje. Creo que apunte mi contraseña en alguna libreta. La tendré que buscar, para poder apagar mi computadora, bajar el consumo de electricidad.

El foco solía tener una pantalla, como de lámpara, protegiéndolo. Fue antes de que les implementara la regla de que no se podía bajar a mi oficina. Se rompió la pantalla con la raqueta de tenis. Fui yo quien le pegó. Yo la rompí. Pero aun así, decidí implementar la regla para poder concentrarme. Tuve suerte de no pegarle al monitor de la computadora.

Ya debe de ser tarde porque oigo que encienden la tele. Tenemos una regla con la tele. No pueden ver las telenovelas: son un desperdicio de tiempo y no dejan nada positivo de que pensar. Pero igual las actrices están guapas. No los culparía de verlas un rato. Solo por las actrices.

El estómago me cruje, me recuerda que sigo teniendo hambre. No he subido. La tele esta a todo volumen. No entiendo porque, porque el cuarto de la tele es muy chico. Pero retumban los anuncios para los refrescos, las chelas, los coches adentro de mi oficina. Acá abajo. Espero que no estén viendo las noticias que todo está de espanto. Estos cuates que se inventan guerras por todas partes y luego les sorprende cuando los otros les caen con bombazos y demás horrores. Pero me llegan solo los jingles de los anuncios para bebidas y cigarros. Solamente espero que no estén viendo las noticias. Me levanto. Mis piernas están entumidas y mis rodillas crujen y se quejan como si no fueran parte de mi cuerpo. Volteo a estudiar la pantalla una vez más. La líneas siguen bailando, la verde sigue a la morada que sigue a la amarilla que sigue a la azul. Creo que ese es el orden. Muevo el mouse nada más para verificar que todo siga conectado, y se me vuelve a presentar la pantalla blanca, la que imita a la página en blanco con los iconos en su parte superior, esperando cuál soldados.

Subo las escaleras y sigo escuchando el ruido de la televisión. Ya es tarde y ahora se escucha el monologo vacío de uno de esos pastores cristianos que salen en la televisión de noche. De esos que hablan sobre la Biblia por horas enteras, concentrándose en un versículo explicando cómo en esas palabras se resume y se explica la vida. O hablan de Satanás. Siempre terminan hablando de Satanás, los pastores cristianos que salen en la tele. Les encanta, supongo que será por eso de que dicen que el miedo vende, pero es que cada vez que me acercó a la televisión está uno de esos pastores hablando de Satanás, del infierno y de la lujuria. La lujuria es otro de esos temas que los absorbe. A los pastores. Mientras más me acerco a la puerta, más claras son sus palabras pero menos entiendo lo que el pastor trata de decir. Me imagino, sin verlo, al pastor: un poco mayor que yo, pero con mucho mejor pelo: más abundante, mejor cuidado, peinado. Ciertamente peinado. Tengo la idea de que todos quienes hablan en la tele tienen buena dentadura, abundante cabellera. Y obvio, están bien peinados. Yo no. Cuando trabajo, tengo la tendencia de meter mis dedos entre mi pelo, jalarlo en todas direcciones. Quedo muy despeinado. Cada vez son menos pelos los que puedo jalar. Aun así, siempre ando despeinado.

Cuando abro la puerta para salir de mi oficina, ya es de noche. Todo está obscuro, excepto por el refilón del cuarto que está iluminado con la luz de la tele. Me imagino que los niños deben de estar acurrucados en el couch del cuarto de la tele. Los visualizo dormidos uno encima del otro. Así nos quedábamos antes, todos dormidos enfrente de la tele. Hasta que su mamá nos despertaba. Espero se hayan cambiado a sus pijamas, si no, ya se tendrán que quedar así hasta mañana. No me gusta despertarlos cuando ya se quedaron dormidos. Luego les cuesta volverse a dormir. Antes claro, los podía cargar a sus cuartos. Ahora ya pesan demasiado.

Antes de apagarles la tele, voy al refri para ver si me dejaron algo para poder comer. Tengo hambre. Sigo teniendo hambre. Desde que baje a mi oficina, he tenido hambre. Para la próxima, tendré que comprarme unas nueces para poder picar mientras trabajo. Nueces o algo. Chance una barra. Ya me quité el hábito de picar papas fritas, de las que vienen en bolsas, porque el teclado y mis dedos quedaban muy grasosos y luego todo queda resbaloso y me quedaba sin poder trabajar.

Voy al cuarto de la tele. Me fijo en mis pantuflas. Aunque camino poco en ellas, están cada vez mas desgastadas. Tendré que hacer otra inversión en pantuflas. Siento nostalgia porque no me gusta ir a comprar este tipo de menesteres, y ya me encariñe con estas. Me las regalo mi esposa antes de que sucediera todo. Supongo que por eso me gustan. Bueno, eso y porque son muy cómodas. Escucho que el pastor cristiano sigue hablando. Supongo que igual se trata de convencer, inclusive a él mismo, con tanta hablada. Supongo. Supongo no es fácil vender espacios en la eternidad aquí en la tierra. Aunque luego me doy cuenta de lo contrario. Sobre todo si hablas mucho de Satanás. El dedo de mi pie derecho se asoma a través de mi pantufla. Suspiro porque no me va a quedar de otra mas que comprar un nuevo par. Por un momento pensé que mi iba a escapar de tener que hacer la compra. Espero que los pueda comprar directo en la computadora, sin verme obligado a salir de casa pues, para no dejar de trabajar.

Veo la tele. En efecto, quien habla tiene un pelo muy bien cuidado, está peinado con mucha pulcritud. Por un momento, el pelo bien peinado en capas del pastor evangélico me causa envidia. Nunca he entendido bien a bien cuál es la diferencia entre un pastor cristiano y uno evangélico. Supongo lo tendré que buscar al rato que regrese a trabajar. Exploro el sillón tratando de ubicar el control remoto para apagar la tele, pero no lo encuentro. Seguro esta debajo de alguno de los niños, en las comisuras del couch.

El cuarto huele a hombre.

Son tres hombres, un poco más jóvenes de lo que yo era, dormidos en el couch. Uno encima del otro. Acurrucados. Su rostro refleja un día feliz. Uno se levanta, sintiendo mi presencia, me pregunta con voz ronca, de hombre –-¿en qué está trabajando, Papi?


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