6 jul 19 - pan
Aparte de la del compadre Joaquín, la mejor panza que me ha tocado ver es la del señor del pan que los martes en la tarde pasaba en su bicicleta a vender el pan de la alemana a casa de mis papás.
Es del pan de la alemana, decía mi mamá con cierta reverencia, cuando alguien le preguntaba que de dónde era su pan tan sabroso. De la alemana. Como si estuviera en boca de todos en la ciudad. La alemana. Yo me la imaginaba recién transplantada de los alpes bávaros: ataviada con vestido de mesera cervecera, una risa ronca, fuerte y contagiosa, amasando con brazos enormes, rollizos y sudados encima de un estofón de leña, las montañas nevadas al fondo, y cuyo nombre de manera inevitable era Hilde, Heidi o Helga. Todas las semanas le comprábamos un pan negro al señor que lo traía, algunas veces hasta dos, y de vez en cuando al señor del pan se le pedía una bolsa de pan de ajo. El pan negro tenía una piel dura, café, que mantenía el migajón interior suave hasta que era rebanado. Venían seis piezas de pan de ajo en la bolsa de plástico, y eran del tamaño de una dona, suave y blanco, y en el centro tenía los restos salteados de un ajo cortado que era lo primero que yo atacaba y que chocaba con el sabor menos violento del resto del pan.
El color del hombre era como la corteza del pan negro que vendía. Siempre sonreía, pero en la imagen que tengo de él, no logro ubicar si es que la sonrisa era solo la forma natural de su boca, o si era el que disfrutaba el pedalear su bicicleta por la Ciudad de México. Y vaya que circulaba por las calles de la ciudad. En alguna ocasión, cuando fuimos a recoger a mi papá a su despacho en la calle de Tuxpan en la colonia Roma, nos topamos con el señor del pan, su inconfundible silueta esquivando camiones, coches y taxis mientras pedaleaba por la Avenida de los Insurgentes.
El pago, en monedas, era de manera directa a través de él. No había tal cosa como crédito con la alemana. El señor del pan era hombre de pocas palabras: tocaba el timbre de la casa, y cuando le contestábamos por el auricular que colgaba en la cocina, él sólo gritaba. El pan. Cómo si no lo hubiera escuchado la cuadra entera, mi mamá nos lo ratificaba, es el señor del pan, nos decía, dándonos las monedas y las instrucciones sobre cuantas piezas comprar para esa semana. Quién de nosotros le tocara salír a la calle, le repetía nuestra orden al señor del pan. Uno negro y uno de ajo, le pedíamos, y él, en silencio y después de atrancar su bicicleta en contra de la pared, descubría uno por uno los trapos de su canasta y escogía los panes con una cautela de como quien tienta aguacates, para luego meter los panes elegidos en una bolsa de plástico transparente. La enorme canasta de mimbre con el pan cubierto con trapos de distintos tamaños de donde escombraba el pan, estaba colocada encima de la rueda trasera, y ha de haber sido un alivio para el señor del pan, y para sus piernas, el regresar con su canasta vacía. Son catorce pesos, nos decía para finalizar la transacción. Ni una palabra más, ni una menos. No creo que ni siquiera mi papá, quien le saca conversación a las piedras, haya sido capaz de sacarle más de dos palabras al señor del pan.
A la mujer alemana nunca la conocí. No sé si mi mamá la hubiera conocido, o si era un invento del señor del pan. No sé. Solo sé que aquel hombre usaba un sombrero de palma, de ranchero, y cuyo color de piel delataba el que estaba lejos de la costa donde había nacido. Ahora lo visualizo llegando todas las mañanas donde horneaba la alemana, cargando el pan en su canasta y cubriéndolo con aquellos trapos de distintos tamaños, trazando su ruta diaria, contando sus monedas para tener lo suficiente para el vuelto. Tampoco sé como fue que mi mamá dio con aquel hombre y su pan, aunque sospecho de que fue a través de mi tía Margie como tantas otras cosas que heredó mi mamá de su hermana mayor. Tampoco conozco ni cómo ni cuando fue que concluyó la relación. Quizá un día el señor del pan se cansó de pedalear, quizá algún conductor de coche lo alcanzó con su auto, quizá se cansó de que le robaran las monedas cuando llegaba a su casa, quizá su trabajo no era tan padre como mis ojos de once años lo hacían parecer, quizá simplemente se hizo viejo y se cansó. No obstante, cierro los ojos y aun lo veo circulando por las calles, en la misma bici negra, cargando la misma canasta enorme, el pan protegido del smog de los coches y de la lluvia veraniega con un plástico y empacados debajo de los mismos trapos.
Claro, lo último que me ponía a pensar yo en esos años, era del cómo el señor del pan había llegado a aquella chamba, ni tampoco se me podía ocurrir en lo que él pensaba mientras pedaleaba por el empedrado de la calle para llegar a casa de mis papás, a vender, con un poco de suerte, un par de panes, porque claro, de vez en cuando mi mamá nos enviaba a la puerta con el mensaje de que, que dice mi mamá de que hoy no pero que muchas gracias. De seguro había días en que el señor del pan pensaba en su suerte, después de todo, tenía trabajo, no estaba metido cual gallina dentro de los confines de una oficina o de una fábrica, y quizá le sobraba la fuerza suficiente para poder mantener a su familia. Quizá pensaba que podría tener la suerte de que, con lo que recibía de la venta del pan, sus hijos podrían quedarse a vivir en en su misma casa, de no tener que empacar sus pocas pertenencias y mudarse.
Complicado el imaginar que aquel señor, con ese color de piel, no hubiera llegado a la ciudad de algún pueblo costeño. Difícil el concluir de que no hubiera sido el hambre y la necesidad lo que lo hubiera empujado a abandonar lo que tenía.
No muy entiendo el porque, pero fue en el señor del pan en quien me puse a pensar cuando el Pastor John nos dijo: siendo que soy pastor tengo que empezar con una oración así que les pido que formen un círculo y se tomen de las manos para rezar. Fueron muchos años de bloquear mi mente y ponerme a divagar cuando los domingos en misa de once el padre de la iglesia de Tlacopac de repente decía el, oremos, como para poder detener mis pensamientos ahora, cuando formábamos un círculo los voluntarios ayer en la noche, esperando a que llegaran los migrantes. Mi mente solo regresó cuando escuché el, amen, palabra con los que todos alrededor mío respondieron y con la cual salí de mi trance hipnótico.
No sé si mi mente me llevó con el señor del pan porque el Pastor John nos había dicho un poco antes de que era Menonita, y mi par de neuronas conectaron a los Menonitas que vendían queso en la Ciudad de México con el hombre que pedaleaba entre ellos.
Para mí, los Menonitas solo existían, aparte de en el cruce de Insurgentes con Miguel Angel de Quevedo, en el estado de Chihuahua, y su único contacto con el mundo exterior era a través de los quesos.
Así le dije al Pastor John: a los Menonitas yo los asocio con queso, y se rió. De conocerme más, probablemente me hubiera recriminado por haberlo interrumpido porque luego tengo esa tendencia de andar interrumpiendo con mis observaciones personales, pero llevaba cinco minutos de conocer al Pastor John y se ve que la paciencia es lo suyo. Nos estaba tratando de explicar que los Menonitas en Chihuahua nada tienen que ver con los de su congregación en el centro de San Antonio. Nosotros somos muy libres, nos explicaba, muy liberales, ellos bueno, para nada que son así. Aquí, todos son bienvenidos. Nos describía, a mí, a AnaP y a Nico, que su estilo de practicar religión estaba muy alejada de los Menonitas chihuahuenses. Ellos son muy conservadores, agregaba, a nosotros nos conocen por nuestra mente abierta, por nuestra paz. Qué fue justo cuando yo intercedí y le dije que en realidad, también los conocemos por el queso. La paz y el queso. Me pareció más simpático cuando lo dije.
Caminábamos de regreso de donde congregan durante el día a los cientos de migrantes que llegan todos los días a San Antonio. Los traen acá en camionetas, o como puedan, desde las ciudades de la frontera, nos explicó el Pastor John, los dejan justo aquí, porque aquí está la estación de Greyhound, y bueno, aquí estamos nosotros: les ofrecemos ayuda durante el día, asilo por las noches.
El Pastor John se alegró cuando le dijimos que éramos bilingües, y más cuando le dije que tanto Nico como yo podíamos balbucear en Francés. Que bueno, nos dijo, porque estamos recibiendo a mucha gente de Haiti y del Congo, quienes aunque hablan un poco de inglés, de seguro les va a gustar él escuchar algo en su idioma natal. Cuando los conocimos mas tarde esa noche, nos dimos cuenta de que en realidad no es francés lo que hablan, es un champurrado criollo. El mío es un champurrado Mexica, pero bueno, algo nos entendimos.
Estábamos de voluntarios porque a AnaP le llegó un correo electrónico pidiendo echar la mano en recibir migrantes. Estamos sobrepasados, leía el correo, pedían ayuda. Mi mujer no lo dudó, me volteo a ver con su look de vamos a ayudar porque no nos queda de otra y porque aquí estamos y porque podemos, y nos inscribió. Acá, ser voluntario es muy común, y la verdad es que, por lo menos yo, no he aprovechado las miles de oportunidades que brinda esta sociedad para participar, reduciendo mi ayuda a trabajar en la biblioteca de la escuela primaria que me queda a cinco cuadras de la casa.
Nos firmamos para ayudar de ocho a diez y media de la noche en la Iglesia de Travis Park, en el centro de San Antonio, que es, como aprendimos, el lugar donde los más de doscientos emigrantes que llegan a diario a la ciudad pasan la noche, antes de irse al lugar donde algún conocido, patrocinador o padrino los espera en el interior de los Estados Unidos. O por lo menos, esa es la idea. O la esperanza.
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Estaciono la Toyota en el estacionamiento a un costado de la iglesia. Son cerca de las ocho de la noche, pero aun pega el calor de verano en Tejas, es decir para cuándo caminamos la media cuadra a la puerta de la iglesia, ya estamos ensopados. Los tres sudamos cuál cerditos. Entre el calor, la humedad, y el tránsito de coches en el centro de la ciudad no se antoja el estar afuera, y buscamos la entrada a la iglesia con un poco de desesperación. No sé quien, de esos clásicos conocedores, nos advirtió el no llevar cartera ni relojes ni nada de valor, y de tener el teléfono celular en nuestra persona en todo momento que porque se los volaban de un hilo. Quizá es alguien que se atasca con el FoxNews porque no ha visto el cansancio y el hartazgo de cerca.
Pero el calor dentro del edificio donde nos metemos es mucho peor. En un momento están con ustedes, nos dice la guardia, una mujer bajita y regordeta que está ataviada de pe a pa con un uniforme de cuidadora, de esos que son de poliéster, como mis shorts de deporte en el Junipero.
El Pastor John es como de mi estatura, lentes, barba, pelo corto bien peinado. Viene vestido con pantalón, camisa de manga larga de cuadritos y aunque sonríe cuando nos saluda, no puede ocultar su cara de estar exhausto, ni tampoco su mirada de quien ya ha visto todo, que ya sabe el monstruo de reto que tiene por delante, pero que pase lo que pase, no se va a dar por vencido. Si estuviéramos en Hollywood estaría cargando una AK-47 y diría que darse por vencido no está dentro de su lenguaje. Pero estamos en San Antonio, y si el Pastor John está cansado, se lo traga.
Qué bueno que nos puedan ayudar, comienza, como es viernes, no sabemos cuántos voluntarios van a llegar, pero podemos empezar por contar las camas que tenemos. Sin más, subimos por unas escaleras de edificio viejo, de esas de cemento duro, de las que cada escalón cuenta como por dos. Ascendemos hasta que llegamos al tercer piso. Aquí es donde pasarán la noche los migrantes, nos dice. Somos los únicos en el edificio, y el calor, que parecía ponerse más necio con cada piso que subimos, aquí arriba aturde.
Son seis cuartos en total donde han dispuesto hileras de catres. No hay espacio entre catre y catre. Son de los de lona con patas metálicas. De los que no son posturopédicos ni garantizados por un técnico alemán para que uno pueda dormir cómodo. Son de los que crujen cada vez que te volteas. Entre los cuatro, contamos doscientos treinta y ocho catres. No entiendo el porqué hay que contarlos todas las noches hasta que me doy cuenta de que estos cuartos los ocupan para otras actividades durante el día: para dar clases de catequismo, como guardería, para que la gente de la tercera edad juegue bingo. Dos de los cuartos están separados del resto. Aunque sean parejas de casados, aquí ponemos a los hombre Congoleños, nos dice el Pastor John, en este otro a sus mujeres con sus niños. ¿No querrán dormir juntos? le preguntamos. No, nos contesta, por algún razón es mal visto el que aunque sean pareja duerman en un mismo cuarto. Al principio, cuando empezaron a llegar migrantes del Congo, no sabíamos sobre ésta separación y los veíamos nerviosos, tanto a ellos como a ellas, agrega, hasta que los separamos. El Pastor John cree que es una costumbre de donde vienen.
Aquí, en este cuarto, mamás. Así nos dice el Pastor cuando pasamos a otro cuarto y repite: mamás. Hace un gesto con la mano sobre la panza, haciendo la señal universal de una mujer embarazada. Mamás, repite. La semana pasada nos tocó una que dio a luz, añade, aquí estaba. Me la llevé al hospital y estuve a su lado, hasta me preguntaron las enfermeras si yo era el papá. Se ríe. Pero bueno, mamás, aquí, en este cuarto.
Finalmente, en un cuarto separado del resto, nos indica que allí pasarán la noche aquellos migrantes que tengan que salir de madrugada a su destino. Para no despertar a todos los demás, nos dice.
Al terminar el conteo, salimos de la iglesia y caminamos media cuadra al centro donde se congregan los migrantes durante el día. Llamarle “centro” es verlo con ojos de optimista: son dos cuartos que dan a la calle, ventanas sucias, marcos de aluminio, niños corriendo con mocos colgando, olor a olla de sudor. Me es obvio que en uno de los cuartos en donde ahora esperan los migrantes con cara de que les daría lo mismo estar en el Purgatorio que en San Antonio, solía ser un sitio de sandwiches porque en alguna pared todavía se distingue la marca del restaurante. Aquí les ayudamos a contactar a los parientes o a los amigos o conocidos que los “trajeron” hasta acá, nos explica el Pastor John, les ayudamos a conseguir sus boletos, verificar que tengan sus papeles en orden, darles algo de comer, un lugar donde estar durante el día, quizá ofrecerles ropa fresca, limpia. Un par de niños se escurren al otra área, persiguiéndose, gritando. Los niños pequeños son los únicos que piensan que están de vacaciones.
El Pastor John nos pide esperarlo afuera del centro de migrantes. En la acera, niños de todas las edades corren a unos metros de donde circulan los coches. Las mamás, sentadas, recargadas en contra de la pared, están preocupadas por sus hijos, pero es mucho mayor su cansancio. Aparte, lo que han vivido hasta llegar hasta acá de seguro ya las inmunizó en contra de visualizar el daño que les pueda causar una troca tejana a sus hijos. Los papás, hartos, tristes, desesperados, angustiados, saben que ya no tienen ni como proteger a su familia, observan de reojo a los niños y su mirada nos recorre, hasta que fijan su vista en algún punto de su pasado perdido, muy alejados de saber que un día pasarían por Texas. Imagino al señor del pan, un día eres un niño en tu pueblo, al día siguiente estás en un bus, pagándole lo que te queda de dinero a un coyote para que te traiga hasta acá, buscando un poco de estabilidad para tu familia.
Es cuando regresamos a la Iglesia, que el Pastor John nos dice que él pertenece a los Menonitas en San Antonio, que está juntando dinero para construir un centro más digno para los migrantes. Baños, regaderas y más camas. Suspira mientras nos platica, pero mientras tanto se hace lo que se puede con lo que se tiene. No estaba así hace unos meses, agrega, de repente nos empezaron a llegar los Hondureños, los Haitianos y los Congoleños y estamos rebasados, por mucho que estamos rebasados. El español del pastor es casi perfecto con solo un dejo de que no es su idioma natal pero una lengua aprendida por la obligación no buscada de tener que hablar con cientos de migrantes.
Quien pasa cerca de su territorio con necesidad es aceptado como parte del rebaño. No questions asked.
Para cuando regresamos a la iglesia, ya nos esperan el resto de los voluntarios. Está un señor como de setenta años que podría ser personaje de los Moppets, su pelo blanco cae en gajos de pelo blanco como de trapeador, al igual que sus cejas y su bigote. Soy de la congregación del Pastor John, nos dice cuando se presenta, y me imagino a Miss Piggy a su lado. Como todos, nos ven con cara de what cuando les decimos que no pertenecemos a ninguna iglesia. En el grupo está Mathew, quien a leguas se ve que es el voluntario más experimentado del grupo y quien, a pesar del calor, usa jeans, chaleco y botas vaqueras y quien le dice a AnaP que no se quita sus botas ni para bañarse porque sus “boots are made for walking”. Está Zack que es pastor de otra iglesia en el norte de San Antonio, Molly quien tiene look de maestra de catequismo y quien nos introduce a Elisa que está de vacaciones en San Antonio, y quien es una enfermera de Nueva Orleans y que quiere pasar este viernes en la noche ayudando. Ni una de las dos tiene más de veinticinco años. Luego Elisa me platica que es enfermera, que el año pasado pasó un tiempo en Oaxaca, viajando de pueblo en pueblo con un doctor, aprendiendo como trabajar sin medicamentos porque no hubo quien se los diera. Habla muy buen español, y se sonroja cuando se lo digo.
Antes de que les asigne sus trabajos para la noche, nos dice el Pastor, necesitan saber… tratar de entender, aclara, por lo que han pasado estas personas estos últimos meses. A los hombres, les han quitado su familia, su trabajo, su vida. Respétenles la poca dignidad que ahora tienen, no los vean a los ojos para que no parezca que están confrontándolos, no crucen los brazos cuando hablen con ellos y párense de un costado, no de frente. Es menos agresivo. A las mujeres… las mujeres… Si es posible, les a ido peor que a sus parejas. Mucho peor. Es probable que a cada una de ellas, inclusive a muchas de las niñas, las hayan violado en el trayecto hacía acá. Golpeado. Es casi seguro de que las hayan separado de sus hijos en algún punto del viaje, quizá de que estén ya cerca de ser mamás. Aquí el Pastor John se detiene y vuelve a hacer el ademán de llevar su mano sobre su panza. No cambia su tono de voz cuando termina diciendo, quizá ya no confíen nunca en nadie.
Y luego se siguió con lo de la oración y yo me acordé del señor del pan.
Y de repente, cual soldados entrenados hasta decir jawohl mein kommandant, nos enfilamos a nuestros puestos a esperar el flujo de los migrantes.
A Nico y a mí nos toca estar con Zack, el pastor de la otra iglesia cristiana y a quien veo poco una vez que empezamos a recibir a los migrantes. Bajo de estatura, güero, con lentes de fondo de botella, Zack me platica que originalmente era de Irvine, en California. Tuve la suerte de migrar dentro de un solo país, me comenta. Y de tener el color de piel correcto, pieso, pero no lo digo. Entre los tres, cubrimos el acceso al tercer piso, listos a recibir a los migrantes, encaminarlos a su cuarto correspondiente: las mujeres embarazadas en este, quienes tenían salida tempranera a otra ciudad en este otro; los congoleños en el de hasta allá, las congoleñas en el de más allá. Parece canción. No suena complicado, pero el Pastor John se pasea por nuestro piso viéndonos con cara de que no estamos a la altura de ser polis de tránsito. A AnaP, el Pastor le asigna el quedarse afuera del cuarto de las salidas tempraneras. Tiene que apuntar los nombres y la hora en las que hay que despertar a los migrantes para que sigan en su camino a su destino.
La mayor parte del tiempo pienso que a mis cincuenta y tres años ya estoy lo suficientemente curtido como para aguantar lo que sea.
Los primeros en llegar son una familia hondureña. La mamá (sin panza) está constipada. Lleva tres días de que no sucede nada de nada. Probablemente más, pero ella dice tres. Les van a pedir medicinas, comida, ropa, nos había advertido el Pastor John, pero no tenemos nada. No tenemos nada que darles más que las cobijas, un lugar seguro para dormir y ya. Aparte, lo que le demos a uno le tenemos que dar al otro, y nosotros sobrevivimos de lo que la gente nos dé. La hondureña aulla de dolor. Arrastra a tres hijos, una adolescente, los otros dos apenas pueden subir los escalones del edificio. Traen consigo un par de maletas. Su vida. Tome agua, le dice Elise, la enfermera de Nueva Orleans, es lo mejor, beber mucha agua. Meten a la familia entera en el cuarto que el Pastor John nos había dicho era para las mamás. Supongo que no importa. Son familia.
Empiezan a llegar los migrantes. Todos cargan sus maletas los tres pisos. Todos arrastran a sus hijos tras ellos. Nico y yo bajamos a ayudarles a cargar sus maletas ese último piso, pero a los niños no los sueltan, a esos los traen prensados. Ya se los quitaron una vez, aquí no se los van a quitar. El primer grupo que llega, son de Haití. Algunos sonríen cuando les digo bienveue, o bon soir, o a la gauche si tu plait. Nico me dice, Pa, mejor usa el vous en vez del tu. Le hago caso. Algunos solo logran responder bon soir, o merci, o el comment ca va, sin verme a los ojos. A una mujer se le cae la caja con la pizza de jamón y piña entera en las escaleras. Nico le ayuda a recogerla. Aquí no importa la regla de los cinco segundos, ni el que las escaleras están pisadas por cientos de zapatos que vienen de la calle. Un niño carga un oso de peluche que es de su mismo tamaño. No distinguimos a la gente del Congo, de los que vienen de Haití, ni los que llegan de Honduras porque todos tienen la piel tan obscura como la del señor del pan. Luego le pregunto a una hondureña que de donde vienen, y me dice que de Colón. Colón, me dice, como si me dijera Paris. Luego lo buscó, y la capital de Colón, Trujillo, tiene sesenta mil habitantes. Se ve igualito a La Ceiba donde vivían mis tíos. Pero ella no es de Trujillo, es de Colón, el estado. De algún pueblo. Una mujer carga su maleta en la cabeza, la ha traído balanceada por los tres pisos y lo único que puedo hacer es verla, darle la bienvenida, abrirle la puerta y decirle que su cuarto está a la izquierda. Cuarto es mucho decir. Una familia de cinco llega conmigo, el papá me habla en francés. Quieren dormir juntos, me hace saber, pero ya no encuentran cinco catres pegados. Me hablan en el francés champurrado, ese que hablan en Haiti. Le pido que me siga, como si fuera yo el botones de un hotel. Hay gente por todas partes. Escucho que algún otro voluntario dice que los otros cuartos grandes ya están llenos así que los llevo al cuarto de los Congoleños. Asumo que ya quedó atrás lo de que si los Congoleños aquí, las Congoleñas acá y todo el mundo feliz. Como en el cine, los catres están apartados con mochilas, bolsas, camisetas, niños adormilados. Hay quienes ya está dormidos, a pesar del ruido. Un niño como de siete años llega y me pregunta que donde está el baño. Es Hondureño. Me lo llevó al baño de hombres, pero como sigo dirigiendo el tránsito, ya no entro con él. Alguien le pide a AnaP que entre al baño de mujeres para revisar de que nadie se este bañando allí adentro. Cuando sale, AnaP me dice que hay cuatro mujeres desnudas de pies a cabeza, todas bañándose a jicarazos con agua del lavabo. El piso está encharcado y el agua se escurre hasta al pasillo de afuera. Las cuatro la ven con cara de que, ups ya nos cacharon, ya ni modo. AnaP les pide que traten de mojar lo menos posible. Solo hay un baño para mujeres, otro para hombres. El pasillo de afuera está encharcado. Llega el niño hondureño y me jala la camisa y me pregunta que si tenemos colores. No sé de lo que me habla hasta que veo que en una mesa hay unos papeles con dibujos que alguien dejó para estos casos, excepto que no hay lápices ni plumones ni colores. Solo papeles con dibujos. Rohan, así me dice el niño hondureño que se llama, se escurre debajo de la mesa y encuentra una crayola roja. Me ve con cara de que con un solo color no va a poder hacer nada, y yo le enseño que sí puede. Le dibujo unas líneas en el papel y me acuerdo de cuando les dibujaba a mis hijos. Una mujer, sentada en la única silla en el pasillo, aplasta a una cucaracha que sale corriendo de debajo de unas cajas. La mata de un solo zapatazo. Un señor hondureño se lava los dientes encima de un bebedero y de repente hay cola para lavarse los dientes en el bebedero. Antes de subir, todos recibieron una manta y una bolsa con un cepillo de dientes. ¿Tendrá usted un jabón? me pregunta el hondureño. A ver, deme tantito, le contesto, hasta que me acuerdo de que no tenemos nada. Solo me sonríe resignado y se aleja. Ya no lo vuelvo a ver. A quien si veo es al Pastor John, quien de repente está a mi lado y me pregunta ¿todo bien? y le digo que sí, que todo bien. Sigo recibiendo migrantes cansados al pie de la escalera. La edad promedio debe de ser de veinticinco años de los adultos. Otra familia viene subiendo, es una mujer de dimensiones importantes y me preocupa el tema de como va a caber en el catre. Claro que antes tiene que terminar de subir. La próxima vez, le digo a Nico, creo que debemos de nosotros ayudarles a subir las maletas desde la planta baja. Asiente. Lo veo mucho más maduro de sus diecisiete años recién cumplidos. Se la pasa sonriéndole a la gente, cargando maletas, pastoreando niños. La mayor parte de la gente llega jadeando al tercer piso, de que ya no pueden ni con su alma. Unos me sonríen resignados cuando les confirmo, ya llegaron, ya llegaron, les digo. Son como las diez y media de la noche. No hemos parado de recibir, de contestar preguntas, de dirigir gente. Estoy seguro de que el orden que nos pidió el Pastor John de que si unos por aquí, los otros por allá, se perdió desde hace mucho. Me acuerdo de la señora constipada y veo que sigue con cara de compungida. Le repito lo que le dijo la enfermera de Nueva Orleans, ande señora, beba agua que es lo que es mejor. Me ve con cara de que gracias pero púdrete. No veo a ninguna mujer con cara de que vaya a parir esa noche aunque hay varias que seguro están embarazadas. Poco a poco los pasillos se empiezan a vaciar. Solo quedamos los voluntarios y uno que otro chavo lavándose los dientes sobre el bebedero. Un hombre… no, no hombre… un chavo, un poco mayor que Miki, si es que, veinte años a lo mucho, piel obscura y con cara de que ya no sabe ni quiere saber, se me acerca y me pone su celular en la cara. Is ok? me pregunta, is ok? A un lado esta su mujer, misma edad, mismo color, misma cara de por favor, ya basta. En otra vida los dos estarían entrando a la universidad junto con mi hijo mayor. Los dos me sacan una cabeza. Ella carga un bebé al que le tambalea la cabeza de sueño, pero la mamá no lo deja dormir porque quiere que coma algo. Mange, le ordena al niño con los ojos cerrados, mange. Él y ella me ven con cara de angustia, de que seguro los puedo ayudar. Is ok? me vuelve a preguntar. Veo su pantalla, es un boleto de avión. Le digo, ustedes tienen vuelo temprano vayan a ese cuarto, y les hago un gesto de que tranquilos, ustedes pasen, aquí lo tenemos todo controlado, porque son del Congo y no sé como hacerles entender de que en ese cuarto están los que tienen salida tempranera. Pero el chavo no quita el dedo del renglón. Is ok? me vuelve a preguntar, me vuelve a poner el celular enfrente, tapándome los ojos. Tomó su celular pensando que les habían reservado su vuelo con los nombres equivocados o algo, excepto que ahora me fijo que su vuelo sale de San Diego, no de San Antonio. El Pastor John llega de milagro y les explica que estamos en San Antonio, no San Diego, con un espanglish pausado y paciente, como si no llevara los últimos meses de haber estado haciendo lo mismo, evitando pleitos, acomodando gente. Cuando se dan cuenta del error, él y ella se desploman en el piso, resignados. El se queda viendo su pantalla como si pudiera suceder un milagro, mismo que no sucede. El Pastor John les dice, tranquilos, mañana lo resuelven, cancelan este, consiguen otro. Se colapsan, él, ella, el niño. Son niños los tres, están en el continente equivocado, en la pesadilla equivocada. En otra vida estarían preocupados por si llegan a clase de cálculo, por si a Jacques le gusta Emilie. Mange, le dice desesperada ella a su hijo, mange.
Cuando nos vamos, ya no nos despedimos del Pastor John. Ya no lo vemos. Bajamos, caminamos al estacionamiento, arranco la Toyota, prendo el aire acondicionado, manejo a la casa, pedimos una pizza y me quedo dormido viendo le película esa de Captain Marvel que me pareció mala pero aburrida aunque tanto Gusano como Nico la terminan de ver. Nos subimos a dormir. El próximo viernes nos vamos a Puerto Vallarta.
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