8 jun 19 - trastes
Lavas trastes como gringo, sentenció mi Papá. Me observaba sentado en el banquito de la barra mientras yo enjugaba los platos sucios debajo del chorro de agua hirviendo.
Algo habrá que tenga razón, eso de que lavo trastes como gringo. Llevo, después de todo, viviendo nueve años de mi vida de este lado. Algo se me habrá pegado.
Igual asumo, manejo como gringo: me detengo por completo en las esquinas cuando veo el letrero octagonal de stop, cosa que en la Ciudad de México el pararse es, como diría Humberto, de muy mal gusto; he perdido la lucidez mental de mentarle la madre al de enfrente a la milésima de segundo que se pone el semáforo en verde; y no nada más pongo las direccionales cuando voy a cambiar de carril, si no que espero a que me cedan el paso, un evidente signo de debilidad por las peseras en el tránsito chilango.
Mi papá hace una sopa con los trastes sucios. Llena la tarja con agua y va metiendo allí todo. Hace un menjurje, llamémosle asqueroso, que contiene todos los trastes, los restos de la comida y un chorrito de jabón para disolver la grasa. Al final del día, o de la comida, va sacando los trastes para lavarlos, los restos de lo que sea escurriéndose sin pena ni gloria, detenidos solo por la coladera. No hay trituradora. No cree en ellas, como si fuera el milagro de convertir el agua en vino. Es algo más que se descompone, dice.
Nosotros en cambio, tenemos un pequeño altar a nuestro triturador. Tenemos una fe ciega en su talento, en su trabajo y en su disciplina.
Los trastes los remojo sin coladera que detenga su flujo. Si es comida triturable, la trituro. Si hay basura, la descarto sin remordimiento.
Uso mucha agua.
Cual gringo.
9 jun 19- dálmata
Ayer pasamos la tarde en la alberca con el grupo usual de amigos, discutiendo, como siempre, de todo y de nada. La plática, como todas, circulaba sin rumbo fijo, de arriba para abajo y de repente estábamos hablando de un fulano, inglés él, que se cree perro dálmata: cuando se le hablan, ladra; camina en cuatro patas, y se disfraza con un traje de latex de perro dálmata, que se ve incómodo, pero pegajoso.
El hombre/perro quiere ser reconocido como transepecie, y que se protegen sus derechos como tal. Su argumento es que si ya se le reconocen los derechos a otros trans, igual se deben de respetar a los transespecies. Vimos una entrevista con este hombre/perro y lo único que me causo fue dolor, principalmente porque el traje de latex le debe de arrancar cualquier cantidad de vellos cada vez que se lo quita.
Yo digo que cada quien su guacamole.
Él dice que con rosearse el cuerpo de talco antes de transformarse a dálmata la libra, aunque cuando se quitó la parte de arriba de su disfraz, su espalda parecía durazno de los de corazón colorado.
Pero eso de que cada quien su vida no es muy popular en el internet. Las discusiones con respecto a este hombre/perro generan un estrés que pensé estaban reservadas para cuando Hitler quería anexar el Sudetenland. ¿Dónde vamos a terminar? preguntan unos. Los valores, las morales… la familia, claman otros. La familia, dicen, y perfecto los veo cual lloronas en alguna película barata de pueblo italiano: lágrimas en los ojos, palabras afectadas, voz ronca, chillando con brazos al cielo… la familia.
Los comentarios del internet se desgarran unos a los otros.
Y todo porque un hombre, inglés él, le gusta vestirse de perro dálmata, caminar en cuatro patas, menear la cola y ladrar
10 jun 19 - aeropuerto
No sé porque, quizá por mamones, chance porque una vez llegando de los caldos desabridos y plagados de comino que sirven acá, pero el caldo de pollo que sirven en la sala de AmEx del AICM nos parece calidad Michelin. Cada vez que tenemos que esperar en el Benito Juárez, entramos al salón, ordenamos nuestro caldito.
El salón de AmEx me hace sentir mucho más mamón de lo que ya creo ser. Aun así, en este viaje, nos dio tiempo del caldo y de una torta antes del vuelo a Mérida, y de ver como un chavoruco, un poco más joven que yo pero cuyos zapatos de gamuza dicen más que mis huaraches, se despide con un “nos vemos jóvenes” a los meseros canosos y artríticos, quienes lo ven con cara de que lo suyo es un trabajo, no una aspiración laboral, y que llevan mucho tiempo de haber dejado su juventud.
Las pantallas nos mandan a la sala B del Aeropuerto que pulula con viajeros. Huele como si estuviéramos visitando la fábrica de Maestro Limpio, y alguien hubiera tirado el líquido secreto. Solo falta el pregonero de CD’s vendiendo el de los grandes éxitos de la Sonora Santanera para hacerme dudar si es que estoy en Metro Viveros o en camino a Mérida.
Ya en la sala 13, me remonto a cuando mi papá se iba de viaje cuando éramos chicos, vestido de hombre de negocios, rasurado, recién bañado, oliendo al aftershave de Polo que usaba, o de cuando mi mamá insistía en que me pusiera el sweater de lana que me picaba hasta las costillas cuando viajábamos en avión. Ahora AnaP me hace notar que mi camisa verde tiene un par de agujeros.
Igual noto que debí haberme cortado las uñas porque mis huaraches no me los quito mientras dura el verano.
11 jun 19 - Paraíso
Amaneció hace ratito. Estoy sentado en una terraza donde han pasado no menos de cinco trabajadores del hotel de la hacienda donde nos estamos quedando, todos deseándome que pase yo un buen día. Que pase usted un muy buen día, me dicen, acentuando las palabras como yucatecos y con sonrisas que no son sino sinceras. Aparte de los mosquitos que hacen de mis piernas su lonch, ya decidí que estoy en el paraíso. Si nomás no acabo desnudo cuál Adán por mero decente.
Llegamos anoche, empezaba a obscurecer. William, el de la recepción, nos recibió con una agua de limón con chaya bien fría, y una toallita sacada del refri con infusión de quiensabecuanto que al ponérmela en la cara me borró el recuerdo del paso por el aeropuerto de la Ciudad de México, y los brincos de burra atrabancada que dio el avión al descender al aeropuerto en Mérida. Me permití darles un upgrade, nos dice William quién agrega, era el cuarto donde dormía el patrón. La hacienda se dedicaba al henequen a principios del siglo pasado, por lo que asumo que “el patrón” no tenía aire acondicionado ni WiFi ni una cama con un colchón posturopédico, ni jabones con esencia a los girasoles cantores de Viena.
Ayer que llegamos, cenamos en la terraza. Somos los únicos huéspedes en el hotel de 12 habitaciones. Durante la cena, nos atiende Fidel, aunque a mitad de la sopa de lima, cambia el turno y nos atiende Willie. La sopa, aparte de que es de lima, no tiene nombre. La cochinita, la salsita, las tortillas hechas a mano, menos. En la cocina trabaja Doña Lulu. Nos a de haber visto flaquitos y ahora nos trae a dieta de engorda a base de comida yucateca.
Si a AnaP la tientan y muerde una manzana, se regresa solita.
12 jun 19 - Mérida
No obstante el calor, vagamos por Mérida. El Nissan March lo dejamos en uno de esos estacionamientos del centro, de esos terrenos de casas derrumbadas. Entramos a la Mansión Mérida. Salimos porque tampoco es para tanto. Me trepo a una patrulla de policía, me saca AnaP la foto del recuerdo. Un yucateco nos trata de vender un paquete para el TuriBus, le decimos no gracias, pero nos convence de ir al bazar de artesanías. AnaP me recuerda que no queremos comprar nada porque no somos compradores compulsivos, así que solo salimos con un par de hamacas de las de mejor calidad porque Nico y Agus quieren dormir en hamacas cuando se vaya Miki a la universidad. AnaP me consigue un sombrero de palma. La mejor clase, nos asegura el vendedor quien tiene una cabeza enorme en la cual no me hubiera percatado pero él hizo hincapié en el volumen de su craneo. En otra tienda, conseguimos una guayabera para Nico que le gustan. Se ve bien en ellas; yo no, yo me convierto en Gober Precioso 2.0.
Vamos al Paseo Montejo, visitamos el Palacio Canton, museo donde nos cuesta trabajo creer que las piezas exhibidas son originales. Lo son, según Google. Caminamos a la Quinta Montes Molina donde la mujer que nos cobra nos da un who’s who de los antiguos dueños de la Quinta, y termina con el cuento de que la Quinta esta embrujada porque los guías siempre terminan diciendo “aquí espantan”.
Más tarde investigo. La Quinta fue propiedad de un tal Avelino Montes, amo y señor de Yucatán en el auge del henequen, hacendado implacable que tuvo que huir a Cuba durante la Revolución, pero que claro, ahora en las fotos en blanco y negro que decoran la Quinta parece un viejito muy lindo que quieres empacar y llevarte a casa.
13 jun 19 - Campeche
Toda mi infancia ignoré el porque el equipo de beisbol de Triple A de Campeche tenían el mote de Piratas. Claro que he pasado toda mi vida sin saber muchas cosas, por ejemplo, como funcionan los zippers, aunque esto lo explicaban en el video en el vuelo a Mérida antes de que el piloto del Interjet decidiera atravesar unas nimbus que obligó apagar las pantallas, dándole al traste al progreso de mis conocimientos.
Sería mejor, creo yo, que en tercero primaria enseñaran sobre piratas y zippers en vez de someternos a copretéritos, pero supongo que por eso no me llamo Elba Esther, ni estoy a cargo de la educación en México. Lo de los piratas lo supe hace diez años cuando fui al puerto por primera vez y me entere de la historia del fuerte, y de los bucaneros ingleses y franceses que atacaban la ciudad buscando oro y plata, precursores de los atletas gringos en las olimpiadas.
Hace diez años la pasamos bomba, las casitas pintadas en distintos colores, el museo, los baluartes. Así que le dije a AnaP, este último día en la península vámonos a Campeche.
El problema de usar Google Maps es justo ese, que de repente ya no volteo a ver mis alrededores y a pesar de que manejábamos por la costera, no vimos el fuerte a nuestra izquierda, y terminamos perdiéndonos en el Beirut campechano circa 1987. Pero en descuidado.
Al final nos rendimos. Usa el Google, me dijo AnaP. Pero si Santa Rosa es el Paraíso, el Puerto de Campeche parece haberse tragado la manzana completa. Las casitas pintadas ahora albergan tienditas de Gansitos y Pepsis. Todo parece olvidado. Luego nos enteramos de que el gobernador del estado pidió ausencia para lanzarse a la presidencia de su partido. Encontró cosas más importantes que cuidar su casa, supongo.
14 jun 19 - plop
Lo que menos disfruto cuando viajo en avión es el despeje.
Una vez que pasamos esa primer capa de nubes y que desde la cabina de pilotos nos permiten usar laptops, en modo avión, me entra el soponcio y cabeceo como si estuviera en clase de copreteritos con la Miss Herminia en tercero de primaria.
La última mañana en el hotel decidimos caminar alrededor del pueblo porque queremos comprar algo del centro de artesanías. Llamarlo pueblo, es describir a Manhattan como humilde. Es un camino, pavimentado de mala gana, que lleva a la hacienda, rodeado por casas. Casas y perros. Muchos perros. Atrás del casco están las escuelas, desde el pre-maternal hasta la secundaria. Según nos dicen, todos los edificios escolares fueron construidos por la Fundación de la hacienda. Cuando nos ven caminando, los chavos de la secundaria se despiden de nosotros, cualquier excusa para evadir copreteritos. Una mujer, quien con tacones dudo que me llegue al ombligo, carga una gallina. Con sus manos le tapa los ojos, no quiere enfrentar a su ave a los copreteritos. Nos explica, con un castellano muy cortado, que anda buscando gallo para que pise a su gallina. En eso no la puedo ayudar, le aseguro. Esquivando baches pasa una moto, es Willie, el mesero de anoche, la hace de Uber del pueblo. Nos presenta a su papá. Cuando se arranca, unos perros persiguen la moto de Willie por dos metros antes de rendirse ante el calor de las diez de la mañana.
A AnaP no le gusta el aterrizaje. Menos cuando es como el que acabamos de hacer. Creo que el piloto de Interjet tiene broncas de percepción de distancia y dejo caer el avión como de dos metros con un plop que nos recordó el que ya no estamos en el paraíso.