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Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

don't give up


En mayo de 1986, Peter Gabriel lanzó su álbum So, su quinto en su carrera como solista. La portada es espartana, es una foto de él en blanco y negro, el nombre del disco en letras grandes en la parte superior izquierda, y su nombre, Peter Gabriel, escrito con letras blancas en un recuadro con fondo entre azul y morado en letra más pequeña, justo debajo del nombre del álbum, So.

Ese mayo estaba yo ya de vacaciones de verano en México, y la verdad es que ni cuando formaba parte del grupo Genesis, escuchaba yo las canciones de Peter Gabriel. Él no tenía un Top Ten en su haber en México, y la radio no le prestaba mucha atención, no como solista. Si alguna rola tuvieron que pasaran en la radio cuando él formaba parte de Genesis, tampoco nunca lo escuché. Fue el Andrew quien, una mañana como en tercero de secundaria, llegó alarmado con la noticia de que se habían separado los músicos del grupo y que Peter Gabriel lanzaría su primer álbum como solista. Esa noticia me la pase de noche, me valió reverendo sorbete, creo que hasta me burlé de la supuesta trascendencia de la noticia.

El verano en que salió So, yo no lo escuché. Para mí, ese verano fue Talking Heads, Depeche Mode, The Cure y The Clash, grupos a quienes había descubierto en mi primer año en la universidad. Lo sé, son grupos eclécticos y su música es muy distinta entre sí, pero era lo que me gustaba y había grabado sus LP’s enteros en dos casetes de noventa minutos (una banda por lado) en el tocadiscos de Chris en la universidad. Aquel verano, esas cintas me acompañaron por todas partes mientras la hacía de mensajero, llevando y trayendo cheques y correspondencia, trabajando para el despacho de mi papá. Para cuando regrese al campus en agosto, las cintas estaban ya tan desgastados que las abandoné en la camioneta Renault R18, esa camioneta que ese verano descubrí jalaba como bólido en las rectas del Periférico.

Para ese segundo año, yo ya me sentía dueño de mi universidad. Saliendo del Continental Airlines al que transbordaba en Houston, llegaba directo a la parada de camiones en el aeropuerto O’Hare, tomaba el camión de United Limo mismo que, después de como tres horas y múltiples paradas en miles de pueblitos perdidos en el norte de Indiana, me depositaba del otro lado del campus para que, arrastrando la maleta por los circuitos de banquetas pavimentadas que entrecruzaban los quads de la universidad, llegara yo sudando y cansado al piso diez de mi dormitorio, Flanner Hall. Para ese segundo año, yo ya me veía cual patrón del planeta: mis cinco mejores amigos eran mis compañeros de cuarto, los mismos con quienes había estado mi primer año, y con quienes al final, compartiría los cuatro años que estuve en la universidad. Cuando salíamos a cenar, íbamos en manada, cuando salíamos a fiestas, llegábamos en alegre bonche.

Nuestra música reflejaba de manera fiel quienes éramos: Chris, con su origen irlandés del noreste de los EUA, tenía un buen aparato de sonido donde escuchaba casi en su mayoría, a Springsteen, aunque el Piano Man de Billy Joel inundó cualquier cantidad de veces la habitación; Paul, mucho más explorador, nos introdujo a Talking Heads y a R.E.M., grupos que apenas se escuchaban en aquel entonces; Steve escuchaba sus rolas de rock pesado, pero limitándose a ponerlas a todo volumen cuando bajaba al gimnasio del dormitorio a levantar pesas para no atiborrarnos con el sonido metalero de las guitarras; y Rob era el que tenía los posters de los odiados grupos ingleses de pop, aunque en realidad, él como yo, no seguíamos una línea dura ni marcada en cuanto a lo que escuchábamos. Fue David quien con su familia había vivido alrededor del mundo y el que por mucho era quien tenía el mejor tocadiscos, quien nos introducía a lo que en ese momento era de lo más avant-garde en cuanto a música. Eternas eran las discusiones sobre cuál era el mejor álbum de The Clash (London Calling, por supuesto) o de que si The Cure se había vuelto demasiado comercial porque Boy’s Don’t Cry la ponían ad nauseam en la cafetería de la universidad. Fue David quien nos dio a conocer a los grupos que en aquel entonces solo se conocían en el underground universitario, como Tim-Buk3, Smithereens, o Youth in Asia, muy perdidos en el radar musical de nuestra pequeña universidad católica extraviada en las planicies del mid-west norteamericano. David se enteraba de todas estas agrupaciones, y cuando nos sentaba para que los escucháramos, todos emitíamos opiniones en cuanto a la música, la letra, y a su alcance en la escena del rock universitario, cual si fuéramos expertos.

Peter Gabriel, por supuesto, no era un total desconocido para 1986. Era, como le llama mi cuñado en una opinión que ahora comparte mi hijo Nicolás, uno de esos europeos "artsy-fartsy" que se creen indispensables con su música experimental y su sonido “interesante”. Pero la verdad es que yo no tenía mucha referencia sobre de él. Así que cuando salió So, David nos puso a escuchar el álbum completo, desde mucho antes de que explotara su primer sencillo, Sldegehammer en la radio. O quizá ya había explotado esa canción para cuándo llegamos al empezar el semestre, pero la cosa es que David nos hizo sentarnos a entender, y estoy seguro esa ha de haber sido su palabra “entender”, Sledgehammer y las demás rolas del disco. Nos veo perfecto, sentados todos, una Old Milwaukee de lata en mano, un día cualquiera después de clases, todos acampados alrededor del sistema Hi-Fi de Phillips que tenía David, discutiendo todos las insinuaciones sexuales que habitaban en la letra de esa canción. Lo veo perfecto al David, sacando el disco de acetato de su cubierta con todo cuidado, soplándole el inexistente polvo, deteniendo el disco de sus extremos con las palmas de sus manos, y colocándolo en el portadiscos de hule para luego, con toda calma y parsimonia, bajar la aguja para comenzar a escuchar el lado A.

En el último año de la universidad, fui, a insistencia de David, a una reunión de Amnesty International, ese grupo cuyo propósito principal es el intentar liberar a los prisioneros de conciencia, o prisioneros políticos, de la cárcel. El ya llevaba tiempo siendo miembro activo y ha de haber visto en mí, un posible recluta. Pero siendo quién soy, vi que había mucho trabajo que hacer, y aquella primera reunión fue a la última a la que asistí. Sin que mi falta de asistencia le disminuyera su entusiasmo, David llegaba y nos platicaba de sus aventuras con el grupo, como cuando, vestidos de druidas cargando velas y cruces, fueron a protestar el monumento que develó la universidad con gran fanfarria, un monumento a las guerras en las que combatió los Estados Unidos en el siglo veinte y que colocaron en medio del campus durante mi último año de la universidad. Los druidas encapuchados alegaban, con justa razón, que se debería construir un monumento a la paz y no a la guerra. Creo que David se incorporó a las filas de Amnesty International porque Peter Gabriel era miembro activo del mismo, incluyendo por supuesto, el que había organizado y tocado en el concierto para liberar a los presos políticos chilenos, en la época de Pinochet.

Del álbum So, salieron varias canciones para el Top Ten: Sledgehammer - obviamente, Red Rain (la discusión en cuanto al significado de la letra ésta canción también fue motivo de múltiples Old Milwaukee’s), Big Time, In Your Eyes, Mercy Street, y por supuesto Don’t Give Up.

En 1986, Margaret Thatcher, la llamada Atila inglesa, estaba en la cúspide de su poder en Gran Bretaña. Aunque ya habían pasado aquellos veranos violentos en Inglaterra en los cuales los trabajadores de los sindicatos, mineros, acereros, y aquellos hombres y mujeres que trabajaban extirpando el carbón de debajo de las montañas de la isla Británica habían salido a las calles a protestar en contra de las políticas neoliberales de la Dama de Hierro, la violencia de los Hooligans ingleses aun era algo que se temía en los estadios europeos de futbol. En ese tiempo era complicado, si no es que imposible, el vislumbrar un futuro en donde los hijos de aquellos mineros tuvieran empleos como banqueros y financieros en la Londres actual, y que ahora acuden pacíficos, y más o menos sobrios a ver los partidos del Manchester United en contra del Arsenal. Los grupos de música punk que se habían formado a principios de la época de la Thatcher, ya habían iniciado su declive. Solo unos cuantos, The Clash o The Pretenders, habían subsistido, aguantando el embate de una vida repleta de drogas, sexo, rocanrol y las enormes cantidades de mousse que se aplicaban al pelo para mantenerlo detenido en violentos picos. Pero el porcentaje de desempleo entre los hombres de la clase trabajadora en Inglaterra todavía era muy elevado. Resultaba muy complicado el contratar para trabajos en oficinas, a los antiguos miembros de sindicatos cuyo único oficio en la vida había sido el ser minero y que su trabajo era cien por ciento manual.

La canción Don’t Give Up, del álbum So, le habla a esas miles de personas quienes, por la necesidad de desmantelar todos esos sindicatos que estaban ahorcando la productividad inglesa, de la noche a la mañana se quedaron sin empleo, trabajadores aventados a la calle sin piedad y sin manera de proteger a sus familias. Se dirigía, la canción, a aquellos hombres que deambulaban cuál cascarones, de un lado al otro de las ciudades, buscando empleo, urgidos de algo que les diera un significado para poder seguir viviendo, de un empleo con el cual alimentar a los suyos. La canción es a dos voces, la masculina que la canta Peter Gabriel, es el hombre desesperado buscando hueso del cual aferrarse, y la de la mujer que lo consiente, lo encamina y lo tranquiliza, es la voz de Kate Bush, en la versión del álbum. Para cuando vi a Peter Gabriel en el tour de OVO muchos años después, la voz de la mujer en la canción era interpretada por la hija de Peter Gabriel, Melanie.

Creo que no hay canción en el disco que no me guste. Todas las puedo escuchar una y otra vez y me traen diferentes recuerdos. Pero de todas, Don’t Give Up, creo que es de las que menos discutimos en el dormitorio con mis amigos. Quizá fue porque no hablaba de sexo o de política, o porque no era tan pegajosa. Quizá. Pero creo que más bien era porque ninguno de los seis veníamos de allí, de ese lugar del que habla el señor Gabriel en su álbum, de sentirnos desplazados, de dejar de tener tierra firme debajo de nuestros pies, de encontrarnos en un lugar desconocido, rodeados de un mundo que se mueve sin nosotros, de el enterarnos de repente de lo frágiles que somos, en nuestro trabajo, en nuestras vidas, en nuestras relaciones. No voy a decir que ninguno de los seis veníamos de vidas resueltas: el papá de Chris sufría de Alzheimer’s y escuchar a mi amigo hablando por teléfono con su papá tratando de recordarle quien era, bastaba como para resquebrajar cualquier corazón; el papá de Steve había sido alcohólico y él era huérfano gracias a eso; y tanto Rob como Chris batallaban con su sexualidad en una universidad católica a mediados de los ochenta, cuando salir del closet era todo un tema. Pero en nuestro cuarto de ese décimo piso, discutiendo música o el tema que fuera, los seis éramos dioses. En ese cuarto, nadie nos tocaba, nadie nos movía el piso, nada nos detenía, ni a nosotros, ni a nuestras opiniones. Don’t Give Up, no era para nosotros, y en nuestras mentes solo veíamos a los mineros ingleses, sucios, desamparados y solitarios, vagando por entre las fábricas inglesas, muy alejados de nosotros y de nuestra realidad. Don’t Give Up no era para nosotros porque nuestras vidas apenas empezaban, estaban limpias, no estaban manchadas con los años de trabajar en las minas de carbón, ni resquebrajadas con relaciones que estaban rotas. Nuestras amistades, nuestras relaciones, nuestras novias, tenían esa misma frescura, eran igual de alegres y rozagantes que nosotros. Don’t Give Up, a nosotros, no nos hablaba.

Pero, como bien dicen acá, la vida sucede.

Quizá… no, no quizá, sin lugar a dudas quien lo tenía más resuelto era yo. Todos los demás tendrían que trabajar para conseguir su puesto en la vida laboral. Yo, esa parte, ya la tenía resuelta.

Pero, la vida sucede.

Yo empecé la universidad estudiando ingeniería eléctrica. Duré en la carrera dos años y medio, es decir, cinco semestres. Me atrasé desde que me senté en la clase de Cálculo 101, y de allí para el real. Nunca hice el trabajo, nunca metí las horas de estudio. Me tropecé en una clase de química que era una clase filtro y que la daba el profesor más temido de la universidad, el famoso doctor Emil T. Hofman, y de allí, nunca me levanté. Era mucho más entretenido el estar discutiendo las vértices sexuales de Sledgehammer, que él irme a la biblioteca a tratar de descifrar los Ohms, los Voltios y los Amperes. Cualquier cosa antes de pasarme las horas programando algoritmos para alguna de mis clases de ingeniería. Mis calificaciones rondaban por los suelos, pero yo decidí, cuál avestruz, esconderme detrás de R.E.M., U2, The Clash y Peter Gabriel. El ir a clases se convirtió en un pasatiempo, tomar exámenes una opción de vida.

Cuando, al concluir los primeros cinco semestres recibí una llamada del rector de la Facultad de Ingeniería para que me presentara en sus oficinas, yo sabía perfecto a lo que iba. No me leyeron la cartilla, me la enseñaron, me la subrayaron y me mostraron la puerta. Quizá porque vieron el color de mi rostro se apiadaron de mí, no sé, pero me mostraron el camino y me dijeron, aquí, en ingeniería ya no te queremos ni ver. Así de sencillo. Búscate otra carrera en la que quieras estar, me repitieron, pero aquí, ya no nos molestes, has hueco para el que sigue.

El mundo entero se me desmoronó. Como en esas películas en donde las escenas se difuminan, caminé por los corredores, por los pasillos, por las aceras entrecruzadas de los quads sin saber dónde pisar, dónde dirigirme. Tenía ganas de vomitar, de salir corriendo, de aventarme dentro de uno de los dos lagos que hay en la universidad con un par de piedras atadas a mis pies, de que el mundo se acabara allí mismo.

Pero no se acabo, no encontré dos piedras para atarme los pies, ni las ganas suficientes para hacerlo.

En el fondo de mi mente tenía atorada una melodía sin poder ubicarla.

No que el resto de mi carrera universitaria hubiera sido meritoria de condecoraciones. Mi título cuelga en la pared del cuarto de la tele de la casa, porque sí, porque terminé, aunque con muy pocas ganas de estudiar. A mi mero cuate de ingeniería eléctrica, a Ricardo, lo veía con cierta envidia cuando tenía que ir a trabajar en las computadoras en el laboratorio para programar el Fortran-77 con aquel profesor que olía a sudor y a viejo, y que reptaba en completo silencio por el salón con piso de mosaico blanco, para criticar lo que estuvieras haciendo y que solo te llegaba el aliento húmedo y rancio de su boca cuando lo sentías justo detrás tuyo y escuchabas su ronca voz indicándote de que pensarás mejor tus algoritmos, apuntando con su dedo artrítico, lleno de manchas y de pelos, algún error que habías cometido en la pantalla.

Pero aun allí, cuando me perdí en la universidad, yo sabia que la canción Don’t Give Up no aplicaba para mi persona. Aun allí, en el cuarto con mis cuates, seguiamos discutiendo, analizando y descomponiendo cada palabra de cada canción que nos llamaba la atención. Seguíamos, sin mucho éxito, tratando de conquistar a las mujeres imposibles de nuestra vida, porque en eso consistía él no darse por vencido. En nada más.

Cuando terminé mis cuatro años en la universidad, regresé a México. Desde el primer día, trabajé en el despacho. Allí pagué los años que no sufrí en la carrera. Cada plazo, cada vencimiento, cada problema que se suscitaba, me dejaba sin sueño durante el tiempo que fuera necesario. No había manera de evitarlos, de meter la cabeza en el archivero y gritarles fuerte a los problemas para que se fueran y me dejaran en paz. El control del despacho, el funcionamiento administrativo, me lo dejó mi papá casi desde el principio, y supongo que lo acepté. En los veintitantos años que estuve al frente, hubo problemas, pero bueno, al final, todo o casi todo, se resolvía. La cosa es que, como me dice AnaP, me acostumbré a eso de ser jefe. Si había algo que conseguir, que hacer, que arreglar, yo me apoyaba en alguien dentro del despacho: delegaba, y supervisaba que lo que se necesitara hacer, se hiciera. No es por nada, pero me convertí en muy bueno en la delegación de la chamba, en saber repartir, en el que yo hiciera solo un trabajo de revisión y que las cosas sucedieran. Sin haberlo planeado, me rodee de gente que era muy buena en lo que hacía, en ayudar a cubrir mis múltiples deficiencias. Lo único que hice por mi mismo, fue el desarrollar un programa de computo que utilizamos para llevar el control de los casos y de los vencimientos y de la facturación y de los cobros a los clientes y que a la fecha se sigue usando. Supongo que al final del día, regresó mi amor por las matemáticas y por los algoritmos y de todo de lo que me había alejado al dejar los estudios de ingeniería. Me encantaba el sentarme ya noche en la casa, cuando ya todos se habían dormido, y ver cómo, escribiendo líneas de programación, resolvía yo un problema. El despacho funcionaba, mi vida funcionaba, mi familia funcionaba.

Pero, la vida sucede.

El concierto de OVO de Peter Gabriel fue en el Auditorio Nacional. Ya para ese álbum, él ya era un artista consolidado con muchos éxitos de Top Ten a nivel mundial. Fueron varias noches seguidas de conciertos atiborrados de fanáticos en el DeFe, la camiseta que compré de ese concierto aquí la tengo, sobreviviente de muchos Fab Limón y de purgas a mi closet. Para ese entonces, la cara de hombre joven, bien parecido, que había plasmado en la portada de su álbum So, se había transformado en la cara de un hombre mayor, piocha con barbas canosas, pelo rapado al ras para que lo pelón y las canas no se le notaran tanto. A ese concierto fui con AnaP. Recién habíamos sido papás, y la canción con la que abrió fue Father Son, que habla de la relación con su papá, canción cuya letra invariablemente me menea los ductos lacrimógenos. La canción platica de esa relación que tenemos con nuestros papás, los que tuvimos suerte de haber tenido un buen papá, de haber encontrado un amigo en él, una columna en la cual apoyarse. Habla de esos momentos que sin palabras, son mucho más fuertes que cualquier definición que uno encuentre en el diccionario. Habla de la vejez, de la infancia, de la dependencia, de la interdependencia. De los momentos. De la vida, pues. Para empezar el concierto salió Peter Gabriel, él solito, caminando con paso pausado, a pararse frente al teclado, a tocar y a cantar. Ya luego, cuando terminó la canción, salió su banda con la que lleva tocando años enteros, y nos mantuvo cantando todo el tiempo. Pero Father Son, como siempre, me creó un nudote en la garganta que a la fecha, cada vez que la escucho, me lo vuelve a formar.

Don’t Give Up la cantó junto con su hija. La canción me retachó a la universidad, a acordarme de aquellos hombres para quienes la había escrito, esos mineros, esos trabajadores de fábricas. Yo ya era mayor, pero aun así, esa canción no me hablaba a mí. A mí, en ese concierto, me habló con Father Son. Todo lo demás fue relleno.

Me culpo a mi mismo de no haber visto los problemas nacer en el despacho. Quizá estaba muy metido en desarrollar algoritmos, en preocuparme por mis plazos, en mantener e incrementar clientela, en tratar de que el despacho funcionara como tal. Pero no vi la fisura. No la vi. Y cuando ya estaba muy grande y nos caímos por entre sus entrañas, yo primero y luego llevándome a AnaP conmigo, no supe que hacer, hacía donde moverme, dónde pisar. Toda mi persona estaba concentrada en resolver otros problemas, así que cuando finalmente me enfrenté a esa brecha, ésta ya había tomado otras dimensiones, había reclamado vida propia. No escuché a AnaP cuando me dijo, ve, habla con ellos, porque pensé que como muchas cosas en mi vida, se resolverían por sí mismas. Pero hay muchas cosas que no se resuelven por sí mismas, lo debí haber aprendido en la universidad cuando me llamó el rector de la Facultad de Ingeniería. Pero no aprendí. Entrar en detalles de aquel problema en el despacho ahora, después de tanto tiempo, me resulta mezquino, y perder el piso no fue cómo aquella vez en la universidad, fue mucho más paulatino. Pero vaya que lo perdí.

Escribo ésto en Horseshoe Bay (HSB), a setenta y cinco millas de mi casa en San Antonio. Aquí fue dónde vinimos AnaP y yo a decidir nuestro futuro cuando nuestra terra firme se disolvió aquella vez, cuando no metí ni las manos para enderezar el rumbo cuando todavía podía. Aquí, a HSB, fue a dónde llegamos enojados a muerte, ella y yo, por mi incapacidad de salvarnos y que gracias a, literal, una tortuga que tuve que cargar para que no muriera atropellada en la carretera, regresamos a ser quien somos e intentar reconstruir lo que tenemos. HSB tuvo esa capacidad regeneradora, esa capacidad de ayudarnos a ver el camino nuevamente, que ahora espero lo vuelva a retomar.

El piso ahorita lo siento poroso. Es arena movediza. A pesar de que se como afecta el medio ambiente, quiero echarle su capa de cemento y de asfalto a mi piso, para saber dónde, cómo y porque pisar. Por quienes pisar, me queda claro que lo sé. Odio entender que lo que hago es egoísmo puro. Es difícil captar el que la mayoría de mi trabajo no se vea, que parezca que me escapo, que en diez minutos se lea lo que me tardó harto más en redactar. Pero así es esto. Más fácil parecería ser el regresar batido en negro de haber trabajado en las minas de carbón. Pero más que nada, quiero cerrar la brecha que se ha abierto ahorita, una brecha que nunca jamás pensé se abriría, pero que allí está, ni cómo negarlo.

Como todas las grandes obras de arte, Don’t Give Up habla por todos nosotros. Habla por nosotros. Porque la vida sucede. Habla de cómo se nos enseñó a pelear, a ganar, pero como nadie nos enseñó a perder. Habla de sueños perdidos, de cómo cambiamos de cara, de nombre, de maneras de pensar, de actuar. Habla de perder y de pérdidas. Habla de cómo todos le rehuimos a quienes pierden, pero que al final, todos en algún momento, perdemos. Que de nosotros mismos no tenemos escapatoria cuando nos enfrentamos en el espejo. De que perderemos no una, sino mil veces. Habla de enfrentarnos a todas las posibilidades, inclusive, como dice en la canción, la de estar parado hasta arriba del puente, el rio abajo, pensando en que ese podría ser nuestro único escape, nuestra única salida. Habla de cómo no hay que apenarse porque perdimos, o de andar perdido. Porque la vida sucede y allí todos hemos estado, y sin duda, todos allí regresaremos.

Pienso en todos los que se dieron por vencidos en el camino y en como todos estamos balanceándonos tan cerca al borde. Pienso en familiares, amigos, conocidos, que dijeron hasta aquí, quienes se dieron por vencidos de alguna u otra manera. Pienso en el papá de Steve, quien, como muchos, buscaron desesperados su refugio en el alcohol, dándose por vencidos desde que levantaron la copa.

Al final, como su título lo subraya, Don’t Give Up, es una canción de apoyo. Tu estás abajo ahora, yo lo estaré mañana. Solo juntos salimos de ésta. Y de la siguiente. Y de la siguiente.

Don’t Give Up es mi canción favorita del álbum So, de Peter Gabriel, que lanzó en 1986.


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