Déjenme a solas con una dona, y la cosa no termina bien.
Para ni una de las dos partes.
Ayer lo hicieron, me dejaron solo con una dona de azúcar, porque la neta o son de azúcar o son glaseadas, si no, nomás ni me las presenten.
Pero bueno, allí estaba. La dona. De azúcar. Se estaba haciendo la muy inocente, retándome, guardadita. Inclusive desde donde yo estaba, sentía su sonrisa tentadora. Ya saben, ella creyéndose la muy santa, intocable, polvoreándose dentro de su caja de cartón, como si la vida fuera solo quedarse allí, como si encerrada y solitaria guardara el secreto de la vida eterna, como si quedándose allí adentro toda quieta y sin moverse aspirara entrar al Nirvana de donas, empacada, envuelta en su papel de estraza. Escondida en la caja, sentía yo su reto. Estaba encerrada, creyéndose protegida, sagrada, invulnerable. La última dona de una caja de una docena. Por eso se creía invencible, incomible, porque solo ella quedaba, sus hermanas de horneada habiéndose enfrentado ya a sus distintos destinos. Y ella, ella… como las peores: pretendiendo estar ofendida porque estaba siendo ignorada, sabiendo muy bien que era muy deseada.
Tampoco era que esas donas estuvieran tan buenas. De sabor, digo. Eran de un lugar nuevo para nosotros, de una compañía que tiene muchas franquicias desperdigadas por la ciudad, de esos sitios en donde siempre hay una cola enorme de coches, gente enorme detrás del volante, esperando, saboreándose su dosis de azúcar y de harina y de aceite mientras avanzan en la cola del Drive-Thru. Pero para nosotros, para la familia, era un lugar nuevo. Nunca las habíamos probado, vamos, ni siquiera habíamos comprado donas de este lugar. Bueno, chance una vez. Pero no más de una. Y había sido ya hace mucho.
Pero estaba yo solo en la casa. Trabajando. Los niños en la escuela, AnaP con mi suegro en el banco del otro lado de la cuidad, porque por alguna razón hasta allá está el banco. Pero la dona aquí. En la caja. Tres, quizá dos metros de donde yo estaba sentado.
Traté de ser fuerte, de cubrirme los oídos, concentrarme en algo más, en las palabras que leía, las que escribía. Casi doblegado, le hablé por teléfono a AnaP. Me voy a comer la dona, le dije resuelto. No, no lo hagas, me contestó, aguántate, no te la comas, te llevo una de las buenas, de las que nos gustan, estoy por acá, te compro una, deja esa. Ella estaba por allá, por el otro lado de la ciudad, cerca del lugar donde compramos las donas que nos gustan. Tampoco es como si comprásemos muchas donas, digamos una caja de una docena cada muchos meses, pero las de allá, esas sí que son buenas. Estas no. Estas rondan en lo mediocre. Calorías, azúcar y colesterol innecesario.
Colgué. Apachurrar el botón rojo del iPhone me hizo sentir más solo que antes, más a la merced de la maldita dona. La pantalla de mi computadora cada vez se hacía mas redonda, un hoyo negro, redondo, obscuro creciendo en su interior. Una dona gigante.
Y allí estaba la desgraciada, desprendiendo granulitos de azúcar dentro de su caja, sonando como suspiros cuando caían en el cartón. Llevaba día y medio en la caja, el cartón humedecido con la grasa de las demás donas, las que entre todos ya nos habíamos comido. Cada grano de azúcar que rebotaba dentro de la caja era una invitación, una tentación. Ven, me suplicaba, yo también estoy sola, ya vamos a terminar esto. Te necesito.
El sonido de las teclas me distrajo, pero no lo suficiente. Cada golpe se hacía más lento, más pesado, más tedioso, como de escena en cámara lenta en las películas de Jason, las de Friday The Thirteenth.
Los ronquidos de Chorizo, nuestro menso perro bóxer, quien dormía a mi lado, no ayudan. Sus exhalaciones y ronquidos haciéndome imaginar a los panaderos, abriendo y cerrando los hornos. Sigue dormido, ajeno al llamado que me hacen las donas, como con cera en las orejas.
Hice cuentas. Para ese momento, ya ando muy alejado de poder concentrarme en lo que escribía. A ver, razono, ya fui al gimnasio en la mañana, ayer en la tarde salí a patear el balón con mi hijo menor, saque a pasear a Chorizo. Vamos, concluí, ejercicio ya hice, ya queme la grasa, ya me la merezco. Aparte, es solo una dona, no la docena.
La batalla que se desenvuelve en silencio en mi cocina, parece perdida. No parece, lo esta. Soy Napoleón, es mi Waterloo.
Son como las diez de la mañana. Bueno, nueve treinta y tantos para ser exactos. Si me preguntan, mi desayuno ya terminó su recorrido por el sistema tracto-digestivo. Hora del postre.
Me tapo los oídos, cierro los ojos, pero no puedo. Solo visualizo la dona, su grasa, su azúcar, su atenta invitación, su maldito canto.
Las donas es uno de mis cantos, de esos que atraen, atrapan, engullen. Tengo muchas cosas que me cantan y que me apresan, cuál sirenas pescando a los marineros de Odiseo. Cada quien tenemos nuestros cantos, supongo. Es la única razón que me queda para explicar el porque alguien pudo haber votado por el acomodaticio de Ted Cruz, o alguien quien todavía crea en las buenas intenciones de nuestro presidente electo. Cantos que no podemos evitar.
A la dona, me la terminé empacando. Sin remordimiento. Bueno. Un poco quizá. Al final es lo que uno hace con una dona ¿no? Se la come. O sea, gané. Creo.
Ya mucho más tarde, para cuando mi gula está satisfecha, la caja de cartón aventado en el bote de los reciclables, la ira de mi hijo menor -a quien, luego me entere, en pleno derecho pertenecía esa última dona- se había tranquilizado, fue cuando pensé: no me la debí haber comido.
O sí.