El Colegio Junipero llegaba hasta sexto de primaria, por lo que unos meses antes de terminar sexto, hice examen de admisión en dos secundarias: al Alexander Bain y al Colegio Americano. No es por presumir -ok, lo es- pero siempre fui bueno en los exámenes, y me admitieron en ambas escuelas sin problemas. Ahora en día, gracias al cementerio de neuronas que cohabitan en mi cerebro a un lado de miles de datos inútiles que exasperan a AnaP, de tomar esos mismos exámenes, me retacharían a primero de primaria porque eso de colocar acentos, de andar encontrándole el valor a la maldita x, o de saberme el nombre de tlatoanis y virreyes, ya no se me da como antes. Pero en aquel entonces me admitieron a ambas. Al Alexander Bain ya no regresé, pero al Colegio Americano, una vez admitido, fui con una consejera a escoger cursos y entre otros elegí fotografía ante los incrédulos ojos de mis papás que en silencio me recriminaban, hay hijo, me decían, como que esperábamos más de ti para que ahora nos salgas que vas a tomar una clase para andarle haciendo click a una camarita. Nunca llegue a tomar el curso de fotografía porque mis papás, cansados de manejarnos de un lado al otro de la ciudad para llegar a clase de no-se-que-hora de la mañana, optaron por inscribirme al Edron, donde ya estudiaba Carolina, mi hermana mayor, y que en aquel entonces estaba dentro de un caserón enorme que quedaba en la calle de Campestre, en pleno San Angel, a siete minutos caminando, sin prisa, de la casa de mis papás.
La chicharra de comienzo de clases sonaba a las 8:30, y Carolina y yo salíamos cinco minutos antes, justo después de desayunar y de haber terminado nuestras labores matutinas. A mi hermana le tocaba pasar la aspiradora en el tapete color aqua del piso de arriba de la casa, y a mi me tocaba barrer los patios, incluyendo el garage donde vivía Zeus nuestro pastor alemán, y del cual siempre había que recoger sus desgracias y echar un manguerazo. Eran tres patios en casa de mis papás, pero en realidad, solo el del Zeus era tedioso; los otros dos solo era cosa de barrer y recoger las hojas y las flores caídas de los truenos y las azaleas.
El Edron no es lo que es ahora, ni en fama ni en tamaño. En total éramos como doscientos alumnos desde kinder hasta tercero de prepa, guiados por Mr. David quien llegaba a la escuela en un Renault 4 rojo bastante dado al traste. La puerta de entrada de la escuela, un portón desvencijado de madera pintado en gris clarito y con una mirilla bastante inútil dado que todo se podía ver a través de la enredadera que crecía golpeada y pelona por los balonazos del futbol a su lado, era custodiada por Germán, quien en la escuela la hacía de lo que se fuera ofreciendo, incluyendo, años más tarde, manejar la camioneta de la escuela para llevarnos a los partidos de fútbol en el Greengates, y de andarnos previniendo en pleno Periférico: jóvenes, no creo que andar fumando antes del partido sea tan buena idea. Y claro que no lo era, pero esos cigarros previos al partido y fumados a medio tiempo, ayudaban a la concentración, al rápido deterioro pulmonar, y a que invariablemente perdiéramos todos los partidos. Pero nadie experimenta en pulmón ajeno, que ni qué.
A pesar de que vivíamos a siete minutos caminando del Edron, siempre llegábamos lo suficientemente tarde a la escuela como para tener que negociar con Germán el que nos dejara entrar, aunque la negociación se limitaba a, ¿qué ondas mi Germán?, y él nos abría la puerta sin peros. El hombre era toda sonrisa y como carcelero se hubiera muerto de hambre porque siempre era: pásenle muchachos, otra vez tarde con ustedes, qué barbaridad.
Carolina ya se había ido a la universidad, mi primer permiso chueco para manejar ya había caducado, para cuando mi papá me empezó a prestar el Mercedes 190 (1963) para manejar a la escuela, no fuera a que nos fuéramos a cansar con lo de andar caminando. La Meche la estacionaba sobre la calle de Reyna para evitar el congestionamiento de tránsito que se generaba a la salida de clases con los catorce papás que llegaban en coche a recoger a sus hijos.
La única bronca de llevarme La Meche era regresar por la calle de Corregidora, porque pasábamos justo a la hora del intercambio de alumnos de los turnos matutinos a vespertinos en la Secundaria Pública No. 68, y el área justo enfrente de la escuela y de la iglesia de Tlacopac pululaba con chavos de mi misma edad, uniformados con sweater verde, camisa blanca, y pantalones o faldas de cuadritos grises, quienes compraban sus Lunetas, sus Frutsis, y sus Sabritas en los puestos hechizos tendidos sobre las banquetas, mientras esperaban treparse a las peseras o terminaban sus conversaciones para regresar caminando a sus casas.
En el coche igual podíamos regresar por la calle de atrás, Hidalgo, una ruta menos congestionada a esa hora. A mi no me encantaba ese trayecto por la vez que Carolina y yo fuimos testigos de una pelea entre albañiles que nos dejó ciscados durante mucho tiempo, ya que al andarse empujando y midiendo antes de los trancazos, uno de los albañiles tropezó en la banqueta y su cabeza chocó contra la pared de cemento de la casa que estaban construyendo. El cráneo se le floreó, abriéndose cuál sandía desparramada, dejando una rosa de sangre salpicada en la pared. Al ver el muro ensangrentado, al hombre tendido, sin mediar palabra entre nosotros, Carolina y yo nos dimos la media vuelta y durante meses enteros nuestra ruta a la casa fue la de la Secundaria Pública No. 68, teniendo yo que aguantar las multiples invitaciones de, orales güerito, ándale, a ver cuando la presentas cuñado. Hubiera sido más sencillo el haber hecho introducciones a algún potencial galán para que él se encargara de defender el honor de mi hermana, pero nunca se me ocurrió.
Supongo que por eso mi papá luego me prestó el Mercedes, para que pudiera yo regresar con mis dos hermanas menores todos encerrados en el coche, las ventanas subidas a pesar del calor, pretendiendo el que no escuchábamos todo lo que les insinuaban, ni los insultos que me lanzaban mientras aceleraba La Meche a cachitos para poder avanzar por en medio de esa marabunta de estudiantes.
En ese Mercedes 190 (1963) luego cruce medio Estados Unidos, cuando me lo lleve a la universidad.
Como ven, ni como negarlo, soy totalmente fifi.
Venga, lo soy. Catalóguenme, etiquétenme, ‘ta bien, si los hace felices.
Pero tanto así como que se me eche la culpa de la decena trágica, de la muerte de Francisco I. Madero (o peor, la de ambos, la de Francisco y la de Madero, como argumentaría EPN) y de tanto derramamiento de sangre durante la Revolución, sí que se me hace nomás tantito excesivo. Así nomás, tantito. Luego también me culparán de que las tortillas están medio rancias o de la falta de claridad al hablar del futuro Secretario de Comunicaciones y Transporte y bueno, como que tampoco.
Y siendo, como soy, totalmente fifí, me quede pensando en porque se había sentido un día tan negro el pasado lunes cuando sobre esa mesa de Coca-Cola cubierta con el mantel de fieltro negro que tijereteó la Tía Yolis, sentados como Tres -ya cascadones- Reyes Magos con cara de que, pues como ya no encontramos al niño Jesús mejor nos quedamos con los regalitos estos que le traíamos, nos avisaron lo democrático que están convirtiendo a México al “decidir todos” con respecto al futuro aeropuerto de la Ciudad de México. Me canso ganso de que con este voto, México es ya una democracia, nos avisaron, y si no les gusta, pues ni modo. El soponcio que sentí el lunes no lo había sentido sino desde aquel martes de hace dos años cuando nos fuimos entrando de los resultados del Colegio Electoral de este lado del río.
Porque cuando nos confirmaron de que AMLO había ganado en julio, no lo sentí tan negro. Todos dijimos, bueno pues… ganó, o sea, era previsto, pero bueno, peor no nos puede ir ¿o sí? Y hay que darle chance ¿no? Así dijimos. Resignados. Los totalmente fifí somos minoría.
Pero el pasado lunes se sintió de plomo el trancazo, y no nomás porque con las nuevas obras en Santa Lucía afectaremos la vida rupestre de otro set de patitos en los que nadie ha ni pensado, ni porque eso que proponen hacer, que si unos vuelos aquí, otros allá y otros en Toluca (¿en Tolucá?), parecen un parche como los que les cosía mi mamá a mis pantalones de uniforme del Junipero y que me decía cuando me regresaba los pantalones, así para que te aguanten de aquí hasta que termine el año. Nunca aguantaban.
Y es que pegó fuerte porque el pasado lunes nos dimos cuenta de que elegimos otra vez, a nuestro nuevo dictador.
Ok, más bien, ya sabíamos lo que habíamos elegido, solo que ahora nos cayó el veinte al cien por ciento.
La cosa con este nuevo dictador, es que cada vez que se le canse su ganso, vamos a tener que lidiar con sus desgastantes encuestas esas que dirán: vote aquí si quiere usted que me quede otros seis años; vote usted acá si usted quiere que me quede otros seis años; y, vote usted allá si usted quiere que me quede otros seis años, y que siempre van a ganar o los de acá, o los de aquí o los de allá, porque este cuento de las elecciones y plebiscitos y consultas ya lo vimos con el señor Chavez, y el hombre en Venezuela, nunca perdió una. Así de tan bueno para gobernar era, supongo.
El Mercedes 190 (1963) lo vendió mi papá hace ya como quince años. El alma se me rompió un cachito cuando se lo llevaron, pero el guardarlo ya no era sustentable en términos del tiempo que había que invertirle para mantenerlo al centavo. Fue como si todo un baúl lleno de memorias se iban prensadas de esas vestiduras de tela, de ese enorme volante de tres anillos, de la palanca de velocidades, del sonido masculino del claxon, del radio Blaupunkt que nunca funcionó, del indicador de velocidad en el velocímetro que cambiaba de colores conforme uno aceleraba. Como a todo, nos acostumbramos a vivir sin él, a ya no verlo en el garaje, y ahora cada vez que veo uno anunciado, o uno andando en la calle, se me antoja comprar uno solo para que mis hijos puedan apreciarlo. Pero claro, nunca será lo mismo, uno nuevo ya no contiene esos mismos recuerdos, esos olores.
Así, de ahora en adelante nos acostumbraremos a ver la X distorsionada y el cascarón de las torres de lo que iba a ser el NAICM, todo abandonado a medio construir. Otro proyecto inconcluso. Lo que sí tendremos, si es que terminan en este sexenio, serán tres terminales aéreas, en vez de una: el triple de gastos, el triple de mantenimiento, el triple de control. ¡Yeii! Pero no se preocupen, también de seguro tendremos al cineasta lambiscón que filme una comedia romántica de viajeros que perdieron sus vuelos por equivocarse de aeropuerto; tendremos documentales de las novelas que se escribirán mientras la gente viaja en el “carril confinado” entre aeropuerto y aeropuerto; inclusive tendremos una canción sobre el aeropuerto de Santa Lucía escrita por nuestra futura primera dama, que de seguro la nominan como la mejor canción sobre aeropuertos; pero más que nada, tendremos otro líder iluminado, otro de esos hombres cuyas palabras serán la ley, cuyos motivos siempre permanecerán escondidos detrás de encuestas y de plebiscitos. Un dictador más, con ansias de salvar a los patos y de cansar a los gansos.