Mentiría si dijera que me acuerdo a detalle de la casa en El Pedregal. Según yo, era de esas casas que seguro se construyeron apenas se empezó a desarrollar la colonia porque el terreno era inmenso, empezando por el jardín el cual había que cruzar para llegar a la casa principal. De la casa en sí, no me queda ni una imagen, excepto que flotaba encima del garage, que a su vez, no era mas que un espacio con tres paredes forradas de piedra volcánica.
Fue en ese garage, frío y húmedo, donde fue la fiesta.
Del garage me acuerdo bien, del resto, como digo, puede que traiga la casa enredada con alguna otra, de las tantas otras a las que más tarde llegue a ir a fiestas en El Pedregal. Pero esa fue la primera fiesta, y la única a la que me tocó ir en esa casa.
Desde antes, las niñas nos habían amenazado de qué sería una fiesta “de baile” o sea que entre los niños, los nervios estaban de punta. Teníamos catorce años, eso lo ubico bien, porque unos cuantos meses antes habíamos ido al Club Casablanca, el que quedaba en la lateral del Periférico Sur, a la fiesta de quince años de Lucía -quien era mayor que nosotros- que lo celebró en un salón de fiestas del mismo Club y en la cual, gracias a que Lucía había invitado a sus amigos del Club, nosotros, los cuates de la escuela, habíamos podido evitar el tener que bailar.
Pero en esta fiesta en El Pedregal no iba a haber nadie que no fuera compañero de la escuela, y las niñas tenían todo planeado y dispuesto a que allí sucediera, en ese garage. Desde que llegamos vimos la mesa donde colocaron el tocadiscos, y vimos como el maldito se mofaba de nosotros, sabiendo que era la raison d’etre de la fiesta. Las bocinas las había colocado Todd (él era quien siempre se encargaba de eso, siempre) en un par de esquinas, y había colgado una de esas bolas de espejos de las de discoteca (diseñada, elaborada y colocada por Todd) en el centro del garage, misma que reflejaba la luz de un foco pelón, el único que alumbraba el lugar.
La niña de la casa tenía dos hermanos mayores que a mis ojos, pero más importante, ante los de mis papás, eran un par de chamacos perdidos y reventados. Carolina, mi hermana mayor, se encargaba de alimentar la imaginación de mis papás con respecto a las aventuras adolescentes de este legendario par, así que desde que hubo rumores de en casa de quién iba a ser la fiesta, mis jefes estaban, por decirlo de alguna manera, consternados. “Paso por ti a las once cuarenta y cinco” me indicó mi papá, usando la excusa de que que al día siguiente yo jugaría beis en la Liga Olmeca y lo último que quería yo hacer era el desvelarme. No sé si mis papás asumían que a las doce de la noche era la hora en donde, cual Cenicientas, los hermanos mayores sacarían sus hongos mágicos para engatusarnos a todos a descender en una vida de perdición.
Llegamos cuando todavía había luz de día, un craso error táctico de las niñas, porque el jardín era grande, lo suficiente para que pudiéramos jugar varias cáscaras con un balón que alguno de los nuestros infiltró de contrabando a la fiesta. Ellas, derrotadas por el momento, fueron directo al garage donde, rechazadas por nuestro balón, la hicieron de DJ, quitando y poniendo discos, escogiendo canciones tratando de incitar nuestro interés en el baile. Pero nosotros hicimos un valeroso esfuerzo al ignorarlas, así como de no matar la cama de helechos que la hacía de portería.
Ya para cuando era evidente que el uso de desodorante no había sido lo nuestro, y que el sudor marcaba surcos negros en nuestras caras, alguna de las niñas, o quizá el papá de la niña de la fiesta, nos rugió para que termináramos con un gol gana y nos integráramos a la fiesta en el garage. Tampoco es que hubiera muchas opciones, nuestro juego ya llevaba rato muriendo en la penumbra del jardín y había degenerado a estarnos tacleando entre las azaleas.
Cuando bajamos al área de la fiesta, es decir al garage, las niñas nos voltearon a ver con lo que asumo era una buena dosis de asco, todos sudados y enlodados, y han de haber esperado un buen rato entre que el sudor se secaba en gajos salados en nuestros rostros y pasábamos al baño a tallarnos la cara y de paso, limpiarnos el sobaco.
El número de invitados a la fiesta correspondía al tamaño de la escuela, es decir, hemos de haber sido no más de veinte en total, comprendiendo nuestra generación y la de un año abajo. De hecho, la niña de la fiesta era de la generación de abajo, pero era bastante mejor que la mayoría para el fútbol (incluyéndome, por supuesto) o sea que siempre terminaba jugando con nosotros a la hora del recreo y por eso supongo que nos invitó.
Contrario a lo que mis padres imaginaban de que yo estaría flotando en un bacanal entre montones de drogas ilegales y pastillas multicolores, sobre la mesa que estaba en el garage habían unos Sprites y unas Coca-Colas abiertas (aun no se inventaba el agua embotellada), y en vez de platos enteros de hongos halucinógenos, tenían un spread de Doritos, Fritos, zanahorias y jícamas con un dip, alrededor del cual los niños nos arremolinamos antes de tener que enfrentarnos a nuestra obligación contractual de tener que sacar a bailar a las niñas, quienes, ante la expectativa de tener que bailar con el menos sudado de todos nosotros, se mecían nerviosas del otro lado del garage.
Ahora ya todos somos hombres maduros, casados, divorciados, arrejuntados o lo que sea, y algunos negarán el jamás haber sido así, pero en aquel entonces veíamos a las niñas de trece y catorce años como un mal necesario en nuestras existencias a las cuales solo nos acercaríamos por mera curiosidad científica, pero eso sí, con mucha cautela.
Nuestra vestimenta diaria no eran las fachas en las que se visten los niños de acá, es decir, shorts y t-shirts o t-shirts y shorts, y cuando bien, unos jeans. Yo no tuve un par de jeans sino hasta la universidad, siempre fueron pantalones de pana, pero a esa fiesta todos fuimos con nuestro mejor atuendo. Yo llevaba un sweater café, con rombos en el pecho, y no es que me acuerde de mi guardarropa ni nada, pero durante años ese fue mi único sweater “presentable”. Calzábamos zapatos de vestir que antes del fútbol estaban boleados, aun emanaban el olor a betún pero que seguro para cuando bajamos al garage, su brillo ya estaba escondido debajo del lodo. Aunque igual no lo juro, espero haya yo tenido la delicadeza de quitarme el sweater mientras jugábamos, así como el ponérmelo de regreso una vez que estábamos allí debajo de la bola de espejos, parados cual lemmings ante el precipicio, esperando a ver quien era el primero que se atrevía a cruzar el garage y pedirle a una de esas niñas a bailar.
Ese fue el año que salió el álbum de Glass Houses de Billy Joel. Yo había escuchado el Lado A del LP millares de veces porque a Carolina, mis papás le habían regalado su Telefunken y escuchó ese disco hasta que los riffs, y la letra de las canciones empezaron a tatuarse en el psique de todos en la familia. En aquella fiesta, las canciones de Glass Houses las conocíamos todos. Estábamos en esa etapa donde descubríamos nuestra música, y en donde aun no sabíamos hacía donde se perfilarían nuestros gustos musicales y Billy Joel marcaba una línea entre la música disco y lo heavy, una transición perfecta para nosotros en esos días.
Así que por todas partes y en todo momento, escuchábamos a Billy Joel, sobretodo aquel lado A, el que empieza con la ventana rompiéndose como si fuera una minúscula pero obvia señal de nuestra incipiente rebeldía de adolescentes, seguida por la guitarra de “You May be Right” y Billy cantándole a su potencial conquista de que pueda que tenga razón, de que él está loco pero que aun así, él es lo que ella esta buscando. Las primeras líneas hablan de una fiesta en un viernes, y quizá fueron justo esas palabras las que nos hicieron darnos cuenta de que allí estábamos, de que si no tomábamos el toro por los cuernos en ese momento, la vida y las oportunidades se nos escaparían allí. Ya para cuando mister Joel explica que solo se estaba divirtiendo sin intención de causar daño, ya todos bailábamos, nuestros miedos y prejuicios olvidados en las paredes de piedra volcánica de ese garage.
Para cuando la aguja saltó a la segunda canción, “Sometimes a Fantasy” que se arranca con la marcación de un número de teléfono en un aparato digital, de esos que no existieron en casa de mis papás sino hasta muchos años más tarde y a mi se me hacían como el último grito de la tecnología, las niñas sudaban y cantaban junto con nosotros sobre la fantasia onanista del señor Joel, sin que ninguno supiera, bien a bien, de lo que estábamos cantando.
Las hormonas aprovecharon “Don’t Ask Me Why”, la tercera rola, para tranquilizarse con la proximidad peligrosa de las niñas que bailaban con nosotros, pero la cuarta canción del disco, quizá la más popular del álbum, hizo que todo explotara. Para cuando Billy Joel deja que el bajo se arranque solo y parece predominar en la canción y él lo interrumpe para levantar la voz y enfrentarse a quien ose cuestionar su vestimenta en la primera línea de “It’s Still Rock and Roll to Me", ya todos estábamos de regreso brincando cual llantas de bici sobreinfladas, cantando en contra del establishment al cual, estábamos seguros, no pertenecíamos y jamás íbamos a pertenecer.
Quizá ya cansados de estar brincoteando, cuando Billy Joel concluye “It’s Still Rock and Roll to Me” con que todo es rock and roll para él, así de repente me encontré solo en aquel garage, rodeado por las húmedas piedras volcánicas de las que estaban compuestas las paredes de ese garage, únicamente acompañado por una niña que se llamaba Gaby, que según yo, solo estuvo un par de años en la escuela y que iba en la generación de abajo. No sé si compartíamos alguna clase, seguro que a los salones nos juntaron en la clase de “apreciación musical”, pero por supuesto, a pesar de que en el auditorio no éramos más de treinta niños, yo apenas me había enterado de su existencia porque ella era de las que se sentaban “hasta atrás”, es decir no era una nerd completa como yo de esos que acaparan las hileras justo delante de la maestra no fuera a ser que se nos escapara una coma en los apuntes. Aparte, ella no era del grupo de niñas a las que “los niños” ya les habíamos echado un ojo, supongo porque habrá estado igual de subdesarrollada que un servidor.
“All for Leyna” empieza con un solo de piano que impone la cadencia de la canción. A mi parecer es la mejor canción de todo el disco a pesar de que no fue tan repetida en la radio como las otras. Todas las canciones de ese lado A tienen la capacidad de regresarme a esa noche, a ese garage, a esa fiesta, a esa época, pero “All for Leyna” concentra todo ese poder que tiene Glass Houses, y me remonta a estar en aquel garage, frío y húmedo, solo con esa niña, Gaby.
Estoy seguro de que ella fue quien cruzó el garage y me preguntó si quería yo bailar, porque yo, con esa capacidad de ser quién soy, me hubiera quedado comiéndome las zanahorias que sobraban en el plato hasta que regresaran el resto de los compañeros. A pesar de que me conozco capaz de haberle contestado que no, tuve la presencia de mente de contestarle, ok orales, no sin antes titubear, así como si mi agenda social hubiera estado copada en la soledad de ese garage.
El baile no pasó a mayores. No creo ni siquiera que hayamos durado a que la aguja saltara y hubiera empezado el lado A de nueva cuenta para irnos cada quien a nuestra esquina, no fuera a ver el que alguien nos viera bailando y lo fuera a malinterpretar. De hecho, no creo que nadie nos haya visto, solo ella y yo bailando (o bueno, yo moviéndome como robot artrítico) y cuando nos separamos (porque eso si, bailamos mucho más pegados de lo que ameritaba el ritmo de la canción) el lunes siguiente volvimos a ser los mismos, yo sentado en el frente del salón tomando notas, y ella en las hileras de hasta atrás, haciendo lo que hacían los de atrás, probablemente pasándola mucho mejor que nosotros. Viéndolo desde acá, encuentro triste el que no me acuerde ni de ella, ni de su apellido, ni de su cara, ni de nada de ella y que solo me acuerdo de aquel momento cuando escucho el riff de piano inicial de “All for Leyna”.
A pesar de que no consumí ninguno de los legendarios y probablemente inexistentes (en esa fiesta) hongos alucinógenos de los míticos hermanos mayores de la niña de la fiesta, y de que mi consumo de bebidas se había limitado a Sidral Mundet porque la Coca-Cola me iba a espantar el sueño y tenía partido a la mañana siguiente, mi recuerdo de ese momento, de ese baile es muy difuso. Solo me acuerdo de que bailamos muy pegados y de que me sorprendió lo delgada que era, y a pesar de que suena muy cursi, de lo sedoso de su blusa (sobretodo a comparación de mi sweater, de lana virgen de esos que pican el cuello y que sacan ámpulas nomás de verlos) cuando ella tomo mis brazos, me los colocó alrededor de su cintura y me hizo abrazarla para que bailáramos juntitos. No sé si platicamos mientras nos mecíamos al ritmo semi acelerado de la canción, aunque asumo que no, porque muy probablemente yo estaba demasiado apanicado para sostener una conversación, ni me acuerdo de como terminamos el baile, ni si me despedí de ella al momento en que dieron las once cuarenta y cinco de la noche y corrí cual Cenicienta a buscar a mi papá, que estaba estacionado afuera de la casa en El Pedregal, semi-dormido dentro de su Dodge Dart.
La memoria tiene esa cosa de que nos engaña, confunde eventos y los mezcla. Es casi imposible estar seguro de lo que creemos estar seguros. Lo que es una memoria definitiva para uno, no lo es para el siguiente.
Por eso, cuando el presidente Trump se empezó a burlar de la doctora Ford por no acordarse de detalles en la fiesta en la que ella alega haber sido atacada sexualmente por el juez Brett Kavanaugh, el juez a quien el gobierno de Trump postuló para ser miembro de por vida de la Suprema Corte de Justicia de los EUA, de que si la doctora Ford no se acordaba de la casa, de su ubicación, de que si el cuarto estaba arriba o abajo, vuelve de nueva cuenta a mostrarnos su nula capacidad de introspección, de tacto, y su total falta de empatía.
Yo me veo clarito jugando fútbol en aquel jardín de El Pedregal, del momento en que alguien puso el LP de Glass Houses, de cómo Gaby tomo mis manos y me jaló a la pista, como me acercó para que bailáramos pegados a pesar de que el ritmo de la música nos incitaba a brincotear. Más, no me acuerdo.
Veo claro a la doctora Ford, a sus quince años, de como muchos de los detalles externos se le han extraviado y que solo se acuerda cuando un par de bestias alcoholizadas la aventaron sobre la cama, forcejearon encima de ella, de como le taparon la boca con las manos salpicadas de cerveza, aliento de borrachos, respiración acelerada, libidinosa, risa imbécil, y de como la intentaron forzar a hacer algo que ella no quería hacer.
Sin duda hay miles de cosas que se nos olvidan. Miles. Pero hay otras que las tenemos grabadas, presentes, como si hubieran ocurrido hace unas horas. Y aun de esos eventos de los que nos acordamos perfecto, perdemos detalles que fueron importantes en ese momento, olores, ubicaciones, ruidos. Pero de lo que nos acordamos porque de alguna manera nos marcó de por vida, nos acordamos perfecto. Por eso no dudo de la memoria de la doctora Ford.
Si es que es nombrado como juez a la Suprema Corte, solo nos queda el consuelo de las palabras de Christopher Hitchens, “que lástima que no haya un infierno para que allí se pueda ir”.
Y podrir, agregaría yo.