No puedo jurarlo, pero creo que EL Santa Claus, y no, no hablo del de Juguetirama sino del mero mero, debe andar con una depre marca diablo. A ver: un frío de quiubole todos los días; la chamba, sin promociones ni oportunidades para “re-branding”; pesadillas recurrentes con el «jo jo jo, todos los años, el maldito jo jo jo»; casado con -y vamos, no me malinterpreten que él tiene el sex-appeal de un comal- la señora Claus que debe de ser exasperante, todo el día, todos los días horneando galletitas para los elfos; y, finalmente, que, si el señor Claus es igual para “esto de la tecnología” que mi papá, los juguetes “tecno” lo deben de sacar de quicio. Aparte de todo, de fiarnos de los anuncios, el hombre bebe Coca-Cola todo el tiempo, al ratito nos van a salir con que la diabetes y clarito veo los encabezados de “Santa bienvenido al ISSTE”. Aunado a todo esto, cuando empezó con ‘el gig’ de repartir regalos a cuanto niño le escribiera, digamos por ahí de principios del siglo pasado, la población mundial era de 1,650,000,000, de los cuales se podría asumir la mayor parte ni enterados de la existencia de Santa, aunque estaban, por su condición de infantes, en “la lista”. La población actual es casi cinco veces mayor, y con eso de que en las zonas más remotas hay cobertura, escribirle al Santa es tan fácil como un Snap o un Whats’.
Pero más que nada debe de andar en la depre porque con el calentamiento global, seguro que van a empezar a abrir AirBnB’s por todo el Polo Norte, habrá vuelos directos de la líneas aéreas de descuento al Ártico, y la paz y tranquilidad que le daba el estar alejado de la modernidad se verá interrumpida por la llegada de hordas de turistas que demandaran WiFi 24/7 y con ello, el apacible mundo de renos, elfos y galletitas horneadas de la señora Claus, desaparecerá, forzando a la pareja a tener que aceptar las realidades del mundo actual y a tener presencia en las redes sociales, con los obligados selfies de la señora Claus haciendo labios de puchero y colocándose unas atractivas orejas de gatito en las fotos. De todo habrán opiniones encontradas y tendremos por un lado, a veganos y defensores de los derechos animales que insistirán que los renos son especie en extinción y que no vale como los explotan, y por el otro, al Chef Ramsey que en un video del YouTube nos guiará a través de una receta para un sabroso caldo de cola de reno.
A mí, en lo particular, me deprimirá el que acabemos con la inocencia de la vida en el Polo Norte, y más temprano que tarde, habrá seminarios para los elfos de cómo capotear al primo adicto a los opioides, o tendrán que lidiar con las del #metoo porque Rodolfo el Reno le dijo a una rena que le tocara su roja nariz.
La cosa es que, protegiendo la fuente de ingresos, los elfos, ya sindicalizados, le dibujaran un mapa de zonas vedadas, países enteros donde no permitirán volar al Jefe, ni hacer entregas el 24 en la noche.
México, por supuesto, será uno de esos países, y le darán ejemplos de porque debe sobrevolar la zona sin aterrizar.
Le pondrán, como ejemplo, el caso de Jerzy Ortiz, 16 años, un niño pues, quien salió una noche con doce de sus cuates a bailar. A bailar. A pasar la noche en la discoteca Heavens. Tiempo después, ya para cuando ya se sabía de que era la mayor matanza del narco en la Ciudad de México y que no había ni un pizco de esperanza de encontrar vivo a Jerzy, llamaron a su mamá a identificar el cuerpo. Le enseñaron unos huesos. Pedazos. Esto es su hijo, le dijeron.
Le prohibirán el ir a Acapulco, por supuesto, porque saben que en el 2017, 953 personas fueron asesinadas, la tercera ciudad más violenta del mundo, una de las cinco ciudades mexicanas metidas en el top ten del 2017. Así por mero contexto, le dirán los elfos cuando traten de evitar el que vaya al puerto guerrerense, en plena Segunda Guerra Mundial cuando los renos esquivaban a la Luftwaffe, acuérdese nomás Jefe, le dirán, acuérdese de Lídice. En lo que era Checoslovaquia, Hitler, en represalia al asesinato de Reinhard Heydrich, mandó ejecutar sin un quiubo a los 184 hombres que allí vivían. Les fue bien. Las 203 mujeres y 105 niños fueron enviados a Chelmno, a las cámaras de gas. Perros, gatos, vacas y chivos, exterminados, de a balazo por piocha. A los muertos, a los que ya llevaban años enterrados, los exhumaron, les quitaron las dentaduras para sacarles el oro, les robaron sus joyas. Las casas del pueblo las quemaron, a lo que quedaba en pie lo cubrieron con cal, para que nada floreciera, para que nada viviera. El mundo entero reaccionó ante la noticia de esta masacre: películas fueron filmadas, sinfónicas compuestas, libros escritos, calles y pueblos rebautizados, todo en honor a Lídice. En la Ciudad de México, el pueblo de San Jerónimo adoptó Lídice como apellido con el cual ahora lo conocemos. A esas 953 personas asesinadas en Acapulco solo en el 2017, ni quién las recuerde, ni quién se preocupe por ellas, ni quien investigue, ni quien componga sinfónicas. Y nosotros, los que solo compartimos el hecho de ser mexicanos con los muertos acapulqueños, lo vemos como dato. Para nosotros, Acapulco sigue siendo el Baby’O, la resaca, las fiestas, la playa. No, Don Santa, le dirán los elfos, allí ni se acerque.
Igual le ordenarán que se aleje de Veracruz. De las fosas. De que si termina en una de esas fosas, ni quién lo vaya a reconocer ni siquiera por el traje rojo, que vamos, ni al caso en el calor tropical. Y a nadie le importará demasiado si junto a sus botas negras haya ropita de bebé. Será solo un cuerpo más. Serán unos cuerpos más. Apilados, olvidados. Nadie va a decir, allí murió Santa, como tampoco nadie se acuerda del nombre de ese bebito.
Y le recalcarán de que ni se le ocurra llevar a la señora Claus a Tabasco, que las posibilidades de que la violen en caso de ser arrestada andan por el 30 por ciento, y que el porcentaje es peor en Coahuila. Le dirán de que asesinan a 80 mexicanos cada 24 horas; de que las posibilidades de que un crimen sea denunciado y se esclarezca en la Ciudad de México es del 1%. De que no se le ocurra terminar en Jalisco, que porque será un cuerpo adicional, de los que ya no caben en la morgue, de los que terminan apilando dentro de un trailer. Cuerpos descomponiéndose, putrefactos, vagando dentro de un trailer por las calles.
Escribo esto cuando se cumplen cuatro años de Ayotzinapa. De los 43 que vivos los quisiéramos. De los miles que igual, como los quisiéramos vivos.
Los de la generación de mi papá insistían que lo que hace falta es un Secretario de Gobernación de esos con mano dura, implacables, un Elliott Ness mexicano pero con acceso a los Gulags, de esos que no dudan en usar la guillotina, de los que solucionaban los problemas mandando “colgar a los maleantes en los postes de la Alameda y ya verás como se calman las aguas”.
No sé, no creo. Ya hemos visto demasiados colgados y las aguas siguen igual de turbias, o peor. Yo digo legalicen la droga, que los narcos paguen impuestos y que ese dinero se use para educación, comprar libros, pagarle a los maestros. Y quizá, con un poco de paz, Santa regresará a México, y quizá, con un poco de suerte, compre un tiempo compartido en Acapulco.