Soy el guitarrista de The Cranberries, hasta que se escucha la voz de Dolores O’Riordan. Soy ella, ¿quien más? Es una interpretación acústica de Zombie en un concierto unplugged. Como ésta versión tiene distinto tempo a la “original”, me cuesta un poco de trabajo encontrarle el ángulo, aun así, suena perfecta, como sí la canción hubiera sido escrita para tener un fondo de violines acompañando mi voz angelical. Mi guitarrista, Noel Hogan, me sigue perfecto en su instrumento, no usa amplificadores, pedales, contactos, nada. Solo raspa sus cuerdas, me acompaña. Pero yo soy la voz, el corazón de esta canción. Estoy parada en un anfiteatro pequeño, dueña del escenario. Para ciertas notas cierro los ojos, pero en general los abro. Me gusta conectar con mis fans.
Ahora soy Michael Hutchence. Suicide Blonde. Canto, bailo, toco la armónica a un ritmo acelerado. Mi canto es furioso. Nadie sabe, pero cuando escribí está canción estaba lívido de que a mí, a Michael Hutchence de INXS, una rubia oxigenada me hubiera bateado. Escribí porque esto no se podía quedar así, mis palabras son mi venganza. Aun me hierve la sangre nomás de visualizar a la rubia, una de esas modelos que solo existen en revistas, en sueños. —Hoy no — me dijo, me descartó, me bateó. Tu pelo es el color de la mentira, le respondo.
Soy Santana. Toco Smooth. No canto. Solo toco guitarra. Lo mío, lo de Carlos Santana es tocar la guitarra, mi mano izquierda se desliza como magia negra, la derecha recoge el sonido de las cuerdas. La voz es de Rob Thomas, pero yo soy la música, yo tocó la guitarra, yo hago que el instrumento siga mis deseos, que la melodía suba y baje conforme le dicto. Mi existencia es impensable sin mi guitarra Paul Reed Smith: es mi brazo derecho, el agua que bebo, lo único que hay en mi vida que me hace olvidar todo lo demás. Me agacho mientras toco, trato de escuchar la música que quiere salir… no, no que quiere, que necesita salir de mi Paul Reed Smith. Es mi guitarra, mi guitarra soy yo. Toco hasta la última nota. Luego lloro por la tristeza que le arranco a mis cuerdas.
Soy el Conjunto Infantil Música de Rosario… no, no. Skip. Tengo que quitar de mi playlist toda esta música infantil que escuchaba con mis hijos cuando pequeños. Tengo que limpiar mi playlist.
Still the Same, la voz de Rod Stewart es la mía. Por supuesto que es la mía, ¿de quien más? También soy su vida, las modelos con las que me he casado, mis islas bañadas con el eterno sol caribeño. Mientras canto, reconozco que mi versión es mucho más dramática, mucho mejor que la versión original de Bob Seger. Tiene que ser ¿no? Hasta la duda ofende, después de todo solo hay un Rod Stewart. Yo. Canto rodeado de unas beldades que me devoran con ojos de hambre, de que yo sea el postre y el menu principal de sus sueños. Después de todo, soy Rod Stewart.
Me desmonto de mi bici, la coloco en el rack junto a las otras. La encadeno más que nada porque han habido una serie de robos y no quiero que la siguiente sea la mía, aunque la pobre está tan oxidada que seguro solo se la llevarían por lástima. Me desdoblo los pantalones y me quito los auriculares para saludar a mi jefe quien baja de su coche. El chofer le abre la puerta. Él camina absorto, lee algo en su iPhone.
— Buenos días, señor Prieto— lo saludo.
Me ve, pero no me responde.
Ascendemos juntos al despacho, la música del elevador me es incomprensible, pero claro, es eso, música de elevador.
Él se va a su junta, se despide, —a seguirle pedaleando, ¿eh Godínez?
Percibo su envidia.