Nuestro perro, Chorizo, no entiende lo que le está pasando. Por más que se lo repita y le diga, “Chou, te me estás poniendo viejo, perro menso,” nomás levanta la mirada y me observa con ojos de, no mames maestro, déjame dormir. En la casa lo adoramos, pero hay que admitir que Chorizo es bastante menso, entiende a lo mucho como cinco palabras, dos de las cuales son variantes de su nombre. Será por eso que cuando le digo que se anda poniendo viejo, se levanta estirándose cual yogui artrítico, se me queda viendo con sus grandes ojos negros de canica y vuelve a acurrucarse, como si mis palabras no fueran de su mínima incumbencia. Ahora en día duerme todo el tiempo, da unos pasos, se acuesta en donde encuentra un sitio cómodo, y allí se acurruca. Solo se emociona cuando en las tardes le pregunto que quien quiere ir a “caminar”, una de sus cinco palabras, y brinca cual quinceañera escogiendo vestido. Aunque el calor veraniego tampoco ayuda, caminamos menos que antes: regresa jadeando cansado de solo haberle dado una vuelta a la cuadra. Cuando entramos a la casa, va directo a tomar agua, husmea su plato con flojera, y busca un espacio para dormirse. Duerme profundo. El otro día, se quedó dormido mientras yo veía el tenis en el cuarto de la tele, y me costó mucho trabajo el despertarlo. Para cuando lo hizo se arrastró con mucha dificultad a dormir a su cuarto. Lo que sí, es que cuando ve un perro durante nuestra caminata, se siente como si estuviera en plenitud de sus fuerzas, su instinto asesino entra en “full-drive”, jala la correa, se le encrespan los pelos dorsales, y pela su boca mostrándole a su enemigo lo que le queda de sus colmillos. Se lo he tratado de explicar, esto de que ya está muy viejo para buscar peleas, que no es sano tener tanta furia encerrada, que debería de ser de esos ancianos sabios, pero solo se voltea a verme y se irgue, buscando otro perro o de perdida un árbol para que sepan quien es quien en la colonia. Jamás se ha peleado, pero estoy seguro de que él se visualiza con el hocico hincado en el cuello de su enemigo.
Ha sucedido todo muy rápido, esto que se ponga viejo, de que su cara y sus patitas se plaguen de canas, de que lo único que quiere es dormir, de que nuestras caminatas sean cada vez más cortas.
Esto de ponerse viejo complica la existencia.
El otro día, mi hijo mayor me preguntó que cual era la necedad de tratar de “ser bueno”, cuando el mundo alrededor no lo es. La pregunta, y mi falta de una respuesta concreta, me han tenido crucificado durante días. Ya tiene dieciocho, y por tanto, sus preguntas ya no son tan sencillas como cuando preguntaba el porqué tenía que comerse el melón.
Ojalá todo fuera tan obvio como lo fue para Frodo: destruir el anillo antes de que el anillo destruya todo. En este mundo en donde todos estamos tan informados, todos tenemos un punto de vista sobre todo, y que para cada evento hay opiniones coherentes y bien fundamentadas desde cualquier ángulo (véase Serena en la final del US Open), las respuestas fáciles no existen. Nuestras figuras de autoridad divagan entre decidir actuar por el bien que ellos perciben como común, o por tomar decisiones para mantenerse al frente de sus instituciones sin importar a quien o a quienes pisan, sin preocuparse de proteger al desprotegido.
Nuestros hijos confían en nosotros, los padres, para irlos educando: somos la autoridad, tenemos las respuestas, conocemos el camino, guiamos (o por lo menos eso les hacemos creer a los pobre inocentes…). Somos parte de un ecosistema en el cual se recargan para aprender a transitar, confiar, querer. Nosotros, como papás, a su vez, nos apoyamos en instituciones para que sean una extensión de lo que tratamos de enseñar: lo hacemos con los maestros en la escuela, con los entrenadores en la cancha, y por supuesto, hay quienes confían en los líderes espirituales para guiarlos en temas religiosos. Por eso, el daño es incalculable cuando alguno de esos guías comete un acto que va en contra de nuestros hijos, es un acto de traición.
Lo digo por supuesto, por los casos de pederastia descubiertos y encubiertos por la Iglesia Católica en Pensilvania y que gracias al ciclo interminable de noticias, estos actos se han ido escurriendo hacia abajo en términos de estar en la primer plana. Pero el daño ya está hecho.
Uno de mis mejores amigos, católico él, creció justamente de esa área en Pensilvania en donde surgió esta recién descubierta traición. Aparte del ir a sus clases catequismo, en su niñez, fue monaguillo. Pasaba sus tardes en la iglesia. En realidad, no sé si alguien abuso de él en su infancia, no sé, nunca ha dicho nada. Lo que sí sé es que desde chavo, siempre ha estado un poco a la deriva. Habrá quienes lo condenen por ser quien es, pero siempre ha sido una persona muy inquisitiva, y sus creencias religiosas no lo detuvieron de tener todo tipo de relaciones sexuales, ni tampoco lo frenaron al momento de experimentar con diferentes fármacos, la cerveza siendo su químico de preferencia.
De todos sus problemas de dependencia, mi amigo nunca jamás le ha echado la culpa a algo ocurrido en su infancia, pero eso no quita el que, dado el lugar y la época en la que creció, que él o alguno de sus conocidos haya sido traicionado y que carguen con esa pesadilla en su vida adulta.
¿Para qué tratar de ser bueno? No sé. Hay muchas respuestas que sé que no convencerán del todo a mi hijo, pero ciertamente, una de las principales es para no echarle a perder la vida al prójimo. Razón suficiente, creo yo. Ojalá la Iglesia Católica tome nota.
Mientras escribo, Chorizo duerme a mis espaldas. Escucho sus respiros, sus ronquidos, sus ruidos estomacales (borborigmos). De vez en cuando, entre sueños, emite una especie de ladrido que no llega a serlo, una combinación extraña entre un ladrido y una risa, como si estuviera soñando en todas esas peleas de perros en las que nunca participó. Creo que al soñar con ellas, es más que feliz.