Cuando yo tenía como nuevo o diez años, mi papá, preocupado por los eventuales retos físicos contra los que asumía me enfrentaría durante la secundaria, y en viendo mis brazos de fideo, decidió inscribirme a la academia de Karate-Do, esa que estuvo un tiempo sobre Miguel Angel de Quevedo, justo enfrente del Rincón de la Lechuza, en uno de esos locales comerciales que los dioses urbanos predestinaron a estar cambiando de giro a cada rato. Años más tarde, justo en esa ubicación, y para ese entonces ya convertido en un restaurante de crepas, fue a donde mi amigo Mihai invitó a Carolina, mi hermana mayor, a cenar. La invitación fue culpa de ella: nos daba clases de química en las tardes después de la escuela, cosa que Mihai malinterpretó, precipitando sus pretensiones románticas. Mi hermana, sin interés a los diecisiete años de salir con mi cuate de quince, me suplicó el acompañarla en aquella velada, donde, deshechos los avances de Mihai, no nos quedó de otra más que escuchar al cantante/animador más apático del planeta que cantaba canciones desalmadas con su desvencijada guitarra. Así de desalmado asistí a esas clases, ataviado con esa pijama blanca con la que se practica el karate, y que, con eso de que en ese entonces no había secadora de ropa en la casa, me hacía moverme como el hermano tieso del hombre Michelin.
El semestre en el Karate-Do ya había arrancado para cuando me inscribieron, y cuando asistí a mi primera clase ya me había perdido una buena parte del adiestramiento inicial, esas primeras clases en las cuales los profesores repasan los nombres de los movimientos básicos de la disciplina, donde habían enseñado sobre el shizentai-dachi y todo eso que sin Google, no sabría de su existencia. Uno de mis primeros/últimos eventos en el Karate-Do, fue el presentarme un sábado (las clases eran entre semana, las exhibiciones los sábados) para demostrar lo aprendido a la fecha, y, en caso dado de impresionar a los jueces, ser meritorio de un cinturón más avanzado que en mi caso hubiera sido el amarillo. Cual mentada zanahoria, tenían los cinturones de todos los colores colgados en la pared. Yo me conformé: mi cinturón blanco que se quedó guardado en el cajón de mis calcetines hasta que me fui a la universidad. Aquel sábado, mi abnegado padre observó mi actuación sobre el tapete azul en donde los instructores ladraban los nombres de los movimientos y donde yo veía a los demás aspirantes al preciado cinturón amarillo haciendo lo respectivo, y yo copiándolos, torpe y mal, con un “delay” de dos segundos, cual traductor en los Oscares. Estoy seguro de que en viendo el desastre que resulté yo ser para esa arte marcial, mi papá concluyó que: 1. yo no sería el siguiente discípulo estrella de Miyagi-san, y 2. era más lógico el asesorarme de que mi mejor defensa en la secundaria sería advertir a mis contrincantes “te madrearía, pero, mira… uso lentes.”
Aun así, mis papás no se dieron por vencidos con mi educación en defensa personal. Una mañana, sin que fuera navidad ni mi cumpleaños, aparecieron cuatro guantes de box, de tamaño infantil, en mi recámara, y ellos, mis papás, con cara de “wow, ¿y esos?” Para complacer me los probé, pero apenas me quedé solo los guardé en un cajón y allí se quedaron escondidos debajo de mi adorado guante Palomares de beisbol. Los guantes de box se fueron olvidando, desvaneciéndose junto con los sueños de mi papá de que me convirtiera en el siguiente “Mantequilla” Nápoles. Cabe admitir que el box a mi sí me gustaba… verlo en la tele, pues. Junto con Carolina, me quedaba hasta tarde viendo las peleas del Mohammed Ali, y años después las de Sugar Ray Leonard contra el Manos de Piedra.
Un fin de semana, cuando ya mis guantes de box tenían suficiente polvo acumulado como para pertenecer al pasado, mis papás invitaron a unos amigos españoles a comer a la casa, mismos que llegaron con sus cuatro o cinco hijos que nosotros no conocíamos, pero que a mi me aventaron la custodia de un par de ellos por ser como de mi edad. A pesar de que mi mamá nos pidió/advirtió el quedarnos en el jardín, subieron a mi cuarto donde, sabuesos del mal que eran, escarbaron los guantes de box. Con gran algarabía, bajaron corriendo las escaleras de madera, guantes de box colgando, dispuestos a echarse un round conmigo en el patio de losetas rojas, como si yo no hubiera escondido los guantes a propósito. Antes del round, mi mamá tuvo la delicadeza de quitarme los lentes, supongo para irme acostumbrarme a ver todo borroso. Al primer golpe pedi esquina, y de allí todo empeoró hasta que desde algún lugar lejano escuché a mi papá diciendo que ya era suficiente.
Por suerte, el evento ya no se volvió a repetir gracias a que el papá de estos amigos entró en una crisis andropáusica, y pasó de ser el meromero de una transnacional, a dedicarse a cantar el Kumbaya en alguna comuna en alguna sierra. La amistad con aquella familia de salvajes se perdió y los guantes de box regresaron al cajón de donde nunca debieron haber salido.
A lo que voy es que nunca hubiera sido lo que soy sin la guía, algunas veces buena, otras meh, pero siempre bien intencionada de mis papás. Aunque como hijos no lo vemos, todos los papás somos novatos en esto de abrir brecha. Lo digo porque los papás de David, amigo de mis tres hijos, se mataron hace diez días en un horrible accidente de coche camino a sus vacaciones familiares en Yosemite. David fue el único sobreviviente. Ahora tendrá que defenderse solo. No hay guantes de box, ni cinturón de karateka ni nada que pueda substituirlos, y no importa que tanto lo podamos apoyar, ni repetirle que estamos para lo que se necesite, que ahora todo será sin ellos. Aun así, para eso estamos, para apoyarlo en lo que se pueda.