Estaba yo escribiendo sobre Cleopatra, la última reina egipcia, y de como me parece que ya no hay líderes que despierten nuestra imaginación colectiva como ella y sus romances lo hicieron. Dudo mucho que de los actuales se construirán mitos y leyendas, y menos estarán hablando de ellos dentro de dos mil años a menos de que a uno se le ocurra oprimir el mentado botón rojo. Así, visualicé a La Gaviota envolviéndose dentro de unos tapetes de Teotitlán del Valle para irse con AMLO a Morena, imitando lo que hizo Cleopatra para presentarse ante Julio César, y cambiando así de partido como lo están haciendo todos los dinosaurios. Luego borré ese pensamiento de lo que escribía porque pensé que iba a dar el gatazo de que equiparaba al general romano con el Mesías Tropical y a nuestra seño’ Televisa con Cleopatra, que obviamente ni al caso.
Pensando en Cleopatra, me acordé de cuando mi prima, quien en aquel entonces tendía como diecisiete años y yo como ocho, me llevó a ver la película de Cleopatra con Elizabeth Taylor. La película no era pero para nada apta para niños, pero yo de lo que me acuerdo, es el que nos chocaron el Ford Capri de mi prima a la salida del cine. De la película en sí, solo me acuerdo de un par de escenas: la de Cleopatra suicidándose al meterse dentro de una tina que rebosaba con cobras, y de como Marco Antonio se auto enterró su propia espada. Lo que si me acuerdo perfecto, es de lo poco que dormí varias noches seguidas con esas dos imágenes, y de como, mi mamá y mi tía pegaron el grito en el cielo cuando se enteraron de que mi prima me había llevado a ver esa película, y no la de La Noche de las Narices Frías como había prometido. Claro que hay que ver que mi prima tenía diecisiete años, o sea que esa falta de criterio en realidad no fue su culpa, sino la de su edad.
Lo de Cleopatra lo estaba yo relacionando con el obsceno bombardeo de noticias diarias y de como es que toda esta información nos afecta hasta el punto de ya no querer saber de más muertos del otro lado del planeta, y menos aun, con los que tenemos en México. No porque no nos importe, sino porque siempre son demasiados. También lo estaba relacionando, y supongo que por eso llegue a Cleopatra originalmente, en la necedad de mudar la embajada norteamericana a Jerusalem y de como a la hora que escribo esto, esa necia mudanza ya causó por lo menos cincuenta y tantas muertes en Gaza. No entiendo como pueden intercambiar un gesto simbólico, como es el mudar de ciudad una embajada, porque asumo era perfectamente funcional la de Tel Aviv, por la vida de una sola persona. Igual lo relacionaba de como me entra el telele cada vez que AMLO dice que promete “la cuarta transformación” porque eso de numerar eventos históricos antes de que sucedan me recuerda mucho a lo del Tercer Reich, esa macabra y loca idea de otro populista que también hablaba de que si el pueblo esto, por el pueblo lo otro, y los del pueblo saben y son sabios, y al final, solo hacía lo que él quería. Este discurso, de “la cuarta transformación” me resulta más escalofriante que el que nos repite de que no va a vivir en Los Pinos, sino que va a rentar un depa cerca de Palacio Nacional, donde solo me lo imagino sentado, gritando, que se acabo el papel. Creo que mi ciclo mental inició porque leía los pleitos en los que se enfrasca mi amigo, “El Buca” atacando a “los imbéciles” que defienden al AMLO en el Facebook y de que su manera tan rotunda y tajante con la que responde, me recuerda al vocabulario y contundencia que usaba hace más de treinta años cuando discutíamos nimiedades en la prepa. Clarito lo veo tecleando en su teléfono con la misma pasión con la que defendía el que los mastines españoles eran los mejores perros del mundo y de como los Ferrari eran, sin discusión, mejor que los Porsche. A pesar de la distancia entre nosotros, El Buca me sigue cayendo bien porque no tiene un maldito pelo en la lengua.
Y estaba yo concluyendo, en lo que escribía, de que ya estoy harto con tanta noticia que parece no tener ni orden ni fin: tweets, elecciones, narcos, periodistas asesinados, que parece relegamos lo importante de nuestro día a día sin darle su debido lugar. Por ejemplo, el que mi hijo menor me dijo que tenía que escribir un breve relato sobre la definición de “amigo” y que su idea era el escribir sobre bullying y contar como un par de amigos se sobreponen a ese acoso. Le contesté que me sonaba complicado el escribir un cuento así en menos de doscientas cincuenta palabras pero que bueno, pues que le intentara porque imaginación, le sobra.
Pero.
“Murió Gustavo”.
Así leía el WhatsApp de mi mamá.
Y todo se freno.
Mi papá siempre ha sido de muchas amistades: es muy fácil llevarse con él. Pero amigos, de esos en los que confías a ciegas y te recargas, de esos que conocen tus secretos, como hacerte reír, escucharte, consolarte; de esos con los que compartes memorias, anécdotas, tonterías y alegrías, de esos que tienes siempre a un lado sin importar la distancia, así, de esos, contados.
Gustavo era uno de ellos.
Tendrían doce, trece años cuando los Jesuitas del Instituto Patria, los juntaron y les dijeron, «miren que curioso, ambos le van a los Cardenales de San Luis». Quizá habrá a quien le parecerá poca cosa, el irle a los Cardenales de San Luis. Chance lo sea, poca cosa, no sé. Pero de allí se engancharon y su amistad les duró setenta años.
No le voy a insinuar a mi hijo el que cuando escriba su ensayo piense en la amistad de su abuelo con Gustavo, pero igual le dire que lo haga, porque define amigo. Que más me gustaría el que mi papá le contara que cuando se conocieron, tenían más o menos su edad, que quizá se conocieron mientras pateaban una pelota, y que de allí pasaron a reírse de tonterías, a discutir de todo: coches, sueños, niñas. Me encantaría el que le dijera que a pesar de que caminaron por distintos rumbos, siempre estuvieron juntos; que le platique de lo complicado y frágil y laborioso que es mantener un amigo cuando ya no te ves diario, cuando ya no compartes las mismas anécdotas o cuando entran otras personas en una relación que era uña y mugre. Pero que igual lo abrace y le diga que no hay tiempo ni distancia, ni horas que se pasen sin hablar, que una sola palabra, una sola mirada, una referencia, un golpe al hombro, un pensamiento, que no tenga el poder de regresarte a ese patio en la escuela, donde allí, por siempre, seguirán pateando la pelota, jugando futbol, discutiendo de coches, hablando de niñas, riendo de nada, y de que no hay nada en este mundo que sustituya, ni palabra que exista, que sea sinónimo de amigo.