El irle a los Tiburones Rojos de Veracruz me ha enseñado, entre otras cosas, el valor de la paciencia. Y resignación, claro, pero la resignación no es una de las siete virtudes. Aun así, ser “fan” de los Tiburones es un ejemplo de resignación y debería de ser tomado en cuenta por San Pedro para cuando me juzgue.
Me resulta increíble el admitir que le voy a este equipo tan obstinadamente mediocre por el simple hecho de que en la década de los años cuarenta fueron campeones un par de veces. Veinte años antes de que yo naciera fue la última vez que ganaron un campeonato, y desde entonces, ni cerca han estado de llevarse otro. Los años cuarenta fueron, por supuesto, la época cuando mi papá les empezó a ir, cuando ese par de campeonatos capturaron la imaginación de aquel niño de ocho o nueve años prensándolo de por vida. A mi, esa afición me la contagio mi papá desde muy chico. Tendría yo igual, ocho o nueve años, cuando le pregunté que porque era que le íbamos a un equipo tan malo. Ni él ni yo nos acordamos de su respuesta, aunque imagino que ha de haber sido un abrazo paternal mezclado con la decepción de haberme infectado.
Lo que me queda claro es que irle a los Tiburones Rojos es esperar muy poco a cambio: media tabla cuando tenemos una buena temporada, arañar el descenso en las demás. Eso, cuando no navegan en la segunda división del futbol mexicano.
Durante el transcurso de mi vida como fanático, han habido varias temporadas en que los Tiburones flotan en la “división de ascenso” sin posibilidades de subir, y hay que sufrir la ignominia de tener que escoger entre los demás equipos a cual irle.
Admito que soy un fan villamelón: no sé ni la alineación, ni quien es el DT, y la mayor parte del tiempo no sé quienes serán los contrincantes. Los jugadores de cuyos nombres me acuerdo, jugaron hace años. Solo una vez he ido a verlos jugar al legendario bar, perdón estadio, Luis “Pirata” Fuente, y aunque estén transmitiendo sus partidos, jamás me siento a verlos jugar, encuentro más entretenido el repasar mis cautivantes apuntes sobre copretéritos de tercer año de primaria. Cuando de plano no hay nada más que hacer y pesco una transmisión, sufro. Entiendo lo ridículo, sufrir por un equipo al cual ni sigo, cuyos jugadores me son irrelevantes y de los que solo tengo una camiseta, misma que no me pongo porque me queda panza-ajustada. Pero igual, sufro.
En la vida, puedes cambiar todo: país, pareja, religión, opiniones. Pero cambiar de equipo, imposible. Así que sé que de aquí a que yo descienda a segunda división, estoy atorado con los malditos Tiburones Rojos de Veracruz.
Esa ambivalencia, esa bipolaridad, igual la sufro con México.
Por una parte, están todas mis memorias, las buenas que son muchas, pero que de manera inevitable están acompañadas por una nube obscura: las noches de antros y fiesta en el centro de la ciudad vs ver a las prostitutas de nuestra misma edad, o menores, esperando en cada esquina, paradas semi desnudas sobre Insurgentes; los tacos al pastor callejeros (con todo, por favor) vs las amoebas, porque a las autoridades les interesa su mordida y la salud pública se la pasan por entre sus manos sucias; las fiestas en las albercas en Cuernavaca vs en el fondo, los jardineros podando el pasto y las sirvientas morelenses tendiendo camas y trayendo las chelas y las charolas con las botanas; trabajar años para comprar ese coche que tanto querías y transitar con ventanas cerradas para no respirar el smog vs ver a la familia de indígenas, olvidados, sentados en la banqueta a la altura del tubo de escape; decidir lo bien que se siente uno después de un churro ignorando las muertes y la violencia detrás de ese breve momento de olvido; las bizantinas polémicas en la prepa con los cuates sobre equidad, justicia y paz social mientras babeábamos por el GTI que le regalaron sus papás al Tommy. En fin. Ejemplos son miles.
Es un juego de serpientes y escaleras merecedor de litio.
Y claro, esta bipolaridad no es exclusiva a mi persona.
Basta leer la columna de Genaro Lozano “Contra las Maromas” para palpar esa ambigüedad: dice que va a votar por AMLO a pesar de que no le “parece un hombre dispuesto a escuchar y a dialogar”. Tampoco esta de acuerdo con “la manera en la que desacredita a un sector de la opinión pública… el que lo cuestiona”. Nunca fui bueno deletreando, pero para mi, así se escribe dictador, ustedes dirán. Genaro alega que lo que lo emociona de Morena son todos esos activistas, intelectuales y críticos que se han unido al equipo, aunque admite que estos hacen “maromas mentales para llenar la ausencia de fondo en las propuestas del candidato”. Rolen el litio.
Siento que se le olvida que las propuestas, las críticas y las ideas de esos activistas y críticos, caen en oídos sordos en un hombre que no está dispuesto ni a escuchar ni a dialogar. Que esas maromas mentales terminaran siendo exactamente eso, maromas mentales, cuando el jefe ya marcó camino y rumbo, y que los críticos se convierten en burócratas sella papeles cuando nadie los escucha.
Si no me cree, que vea el ejemplo de acá, de este lado del muro, donde el jefe ni dialoga ni escucha, pero eso sí, desacredita a diestra y siniestra.
Pregunta mi amigo Andrew, “¿cómo podemos pedirles a nuestros hijos que estén orgullosos de su país a sabiendas de que los puede traicionar en cualquier momento?”
No sé.
Sí sé, sin embargo, que la idea de “México” como país, ha traicionado a la mayoría de sus habitantes y que en nuestras ansias de salir de donde estamos atorados, nos tragamos cualquier cuento de hadas, incluyendo por supuesto, la de un Mesías Salvador.
Por eso le pregunto: ¿Et tu, @genarolozano?