Cinco años después de haber salido de la universidad, durante una reunión de ex alumnos, y después de no haberlo visto por un par de años, le pregunté a mi amigo Rob si andaba con alguien “en serio”, porque todo indicaba que después de los romances libres y desinteresados de nuestros años universitarios, las relaciones post universitarias habían adquirido una gravedad innecesaria, la palabra matrimonio colgada encima de nuestros amores cual Robespierre salivando sobre del cuello de Luis XVI. Rob me respondió que sí, pero que no pensaba casarse, no por que no quisiera, sino porque la ley no se lo permitía. Siendo, como soy, bastante lento captando sutilezas, no entendí lo que me decía, y no fue sino que hasta me especificó que era un hombre con quien estaba saliendo, que me cayó el veinte. No me acuerdo exactamente que le contesté, pero seguro fue algo profundo y comprensivo como «ajá güey». Esto sucedió a principios de los años noventa, en la prehistoria, y admito que me costó un buen rato (y la mitad del otro) el asimilar su confesión. De hecho, mi cara ha de haber sido tal que Rob me tuvo que asegurar que nada entre nosotros cambiaría. Tuvo razón, nada entre nosotros cambio: seguimos compartiendo los mismos chistes y memorias, y a la fecha nos reímos de las mismas tonteras.
Rob y yo fuimos compañeros de cuarto durante tres de mis cuatro años en la universidad, y jamás me cruzó por la mente el que tuviera preferencias sexuales distintas a las mías. Supongo que habrá sido que en esa época él empujaba con todas sus fuerzas para mantener las puertas de su closet cerradas. O quizá más bien nunca lo noté porque cuando andábamos ambos de solteros e íbamos, según yo, “de cacería” al bar, resultaba deprimente el que él siempre terminaba ligando, acompañado de alguna mujer de esas que no se dignaban aparecer ni en mis sueños, mientras que yo permanecía sentado en la barra, admirándolo, boca abierta, babeando, meciendo y cuidando la segunda o tercera cerveza de la noche porque sabía que en esa velada, sería mi única compañía.
En el último año de la carrera, Rob tuvo una novia de la cual era inseparable. Para evitar situaciones comprometidas, la contraseña para cuando él requería privacidad era un listón colgado en la puerta de nuestra recámara, avisándome que tenía otro rato para estudiar, mismo que yo cual nerd agradecía. Fueron muchos viernes y sábados de ese último año que yo buscaba asilo en otro sitio advertido por aquel listón rojo.
Así las cosas, tengo que admitir que nunca lo vi venir cuando me dijo, cinco años después de habernos graduado, el que era gay. Ahora en día, lleva con su pareja más tiempo del que yo llevo casado, y si las fotos en el facebook sirven de referencia, se ve que se la pasan bomba, viajando de un país a otro, corriendo maratones juntos y cuidando de su mascota (un conejo) que les hace compañía. He cenado varias veces con ellos, y la pareja de Rob es un hombre muy tranquilo. Es obvio que se cuidan y se protegen, se complementan, confabulan, planean su futuro, discuten nimiedades, recuerdan su pasado.
Cuando en junio del 2015 la Suprema Corte de los Estados Unidos declaró la legalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo, le pregunté a Rob si planeaban casarse. Nomás se rió y me admitió que ya lo habían platicado pero que no figuraba dentro de sus planes el contraer matrimonio, y que, después de tanto tiempo de estar juntos, ninguno de los dos creía en que una palabra y unos papeles firmados ante un juez significaría mucho.
Supongo que como la mayoría de nosotros, permanecemos juntos no porque firmamos un papel, sino por amor, que según dicen los entendidos, es todo lo que se necesita.
El problema es que al momento en que uno de los dos muera, de no estar legalmente casados, la ley no beneficiara a quien sobreviva y dará preferencia sobre sus bienes a los parientes sanguíneos. No le he vuelto a preguntar si considerando esto, han vuelto a pensar en contraer matrimonio, pero conociéndolo, estoy seguro que me contestará en su muy particular estilo cáustico el que no está dentro de sus planes el morirse.
Cuando la candidata Margarita Zavala dijo que “por motivos religiosos ella buscaría otra figura jurídica” para diferenciar el matrimonio entre las parejas homosexuales de las heterosexuales, pareció no darse cuenta de que su aseveración discriminaba en contra de un grupo de humanos exclusivamente por sus gustos. Como para lavarse las manos aseguró que “tiene amigos homosexuales” pero sus palabras sonaron huecas y francamente tontas, como si estuviera diciendo que usa desodorante. No sé da cuenta de que de haber nacido en una familia con otra religión, una religión quizá menos excluyente, digamos la bluejeanchurch.org cuya santa sede vi hoy mientras transitaba por la ciudad, de seguro no tendría estos prejuicios.
Conociendo el punto de vista de la religión de la candidata en cuanto al suicidio, habría que señalarle que la American Medical Association llevo a cabo un estudio https://goo.gl/8NG8Mc en donde se detectó un importante decremento en el número de suicidios entre adolescentes a partir de la fecha en que el matrimonio entre personas del mismo sexo fue legalizado.
Yo sé muy bien que mi amigo Rob no necesita el que yo lo defienda, pero hay que levantar la voz en contra de la discriminación venga de quien venga y sea por lo que sea. Usar como escudo tal o cual creencia para discriminar me parece que es solo una manera de reflejar nuestros miedos.
Aparte como bien dice otro amigo «que se casen, no tienen derecho a ser más felices que nosotros».