Como chilango hay cosas con las que nomás no conecto emocionalmente, las Olimpiadas de Invierno siendo una de esas.
Vamos, no hay manera: igual que muchos de mis coterráneos del Valle de México, la primera nieve con la que tuve contacto (aparte de la de limón en La Michoacana) fue en el Ajusco. Cuando yo tenía como ocho años, cayó una nevada nocturna en las montañas que rodean la Ciudad de México. Esto sucedió en los setentas, o sea no había tantos coches como los hay ahora, por lo que solo unos cuantos cientos de miles de familias privilegiadas pudimos subir y pisar los dos milímetros de nieve acumuladas en las laderas de la montaña. Con la poca aguanieve que todavía había cuando llegamos, pudimos hacer, mis hermanas y yo, un muñeco de nieve que al final del día resultó ser más un algo de lodo mezclado con heno y ramas caídas de los pinos. Al muñeco lo montamos en el techo de la camioneta Renault R12 de mi papá, y llegó casi totalmente derretido a la casa, dejándolo a él con el coraje de tener que lavar el coche y a nosotros con una pequeña bola de hielo que habitó años enteros en el congelador, eso si, envuelta dentro de papel aluminio. Recuerdo que vimos a dos o tres esperanzados en el Ajusco, esquíes al hombro, así como si de milagro fuera a aparecer una pista en medio de los puestos de quesadillas.
Entre otros contactos con los deportes invernales que tuve cuando niño, cuento nuestras idas familiares a la Galería en Houston en donde rentábamos unos patines de hielo cuyo olor me sacude en noches de insomnio. Yo no soy nadie para presumir ni para contarlo, pero resultó ser que fui un natural en eso de la patinada sobre hielo, a pesar de que nunca me desprendí de la pared, en la cual estoy seguro de que aun quedan marcadas las huellas donde hundí mis dedos de donde yo me aferré caminando al más puro estilo gallo-gallina. Puedo ver la cara de tristeza de mi papá, los dólares de la renta de los patines siendo pulidos por la máquina Zamboni.
Ya como adulto, hace tres años, tuvimos la ocurrencia de llevar a mis hijos a esquiar a Mont Tremblant, en Canadá. Armado de valor y con ganas de domar la montaña, tomé una lección de una hora con un instructor junto con quince otros primerizos, todos ávidos de conquistar las pistas de doble diamante, esas que libran ser una caída libre por un par de grados de inclinación. La lección duró una hora, media de la cual se fue en colocarnos las malditas botas, y quince en subir a la pista de aprendizaje en una banda denominada “tapete mágico”. Las instrucciones de como esquiar cual profesional me llegaron en un inglés afrancesado obstruido por unas orejeras, una gorra y un casco. Fueron cinco minutos de “oui digo yes”, acto seguido, el instructor nos fue empujando a que lidiáramos con el aterrador espectro de una pendiente semejante a la que hay en la explanada del Zócalo de la Ciudad de México. Fue en ese momento donde caí en cuenta de la poca prudente realidad de que los esquís no tienen ni volante ni frenos integrados. A un lado de nuestra pista de aprendizaje, en la pista “de verdad”, logre distinguir a unos bebés canadienses, obviamente paridos apenas unas horas antes a evidenciar por el cordón umbilical que aun les colgaba, quienes me pasaban a velocidades espeluznantes, así como a varios ancianos, con catéteres colgando, huyéndole a la muerte que esquiaba detrás de ellos con todo y su oz. No obstante, nuestro instructor nos obligó a echarnos un par de veces adicionales sin que un servidor jamás aprendiera ni a girar, ni a frenar, a menos de que no fuera con la cabeza enterrada en la nieve. El instructor (a quien le deseo lo peor) jamás me ayudó a levantarme: «en la montaña lo tendrás que hacer tu solito», me gritaba riéndose. La montaña ni que la montaña. Lo único agradable de la experiencia fue el que no me cobraron por los cuatro días de renta de los esquíes ni de las botas cuando se las fui a regresar. Tanto disfrutamos lo de la esquiada, que después de aquella experiencia, hemos vuelto a dos centros de esquí en donde yo he aprovechado para saborear chocolates calientes con malvaviscos flotando, y a reírme, entre sorbo y sorbo, de esos inocentes que usan mi método de enterrar su cabeza en la nieve para detenerse.
Regresando al tema de las Olimpiadas Invernales, admito que me parecen un tanto aburridas. No es que no aprecie el calibre de los atletas, más bien, no me logro emocionar por nadie, en ningún evento.
Como mexicano es difícil asimilarlo, pero es que estos deportes no son para nuestras latitudes. Los cuatro atletas que representan a México, o nacieron fuera del país, o ya no viven en él. El esquiador mexicano quien participó en cualquier cantidad de olimpiadas, aparte de ser un príncipe alemán y diseñador de los llamativos trajes para esquiar del equipo nacional en esta edición de los juegos, tiene un nombre de los que seguramente hay cientos iguales en la Sección Blanca de Telmex: Hubertus Von Hohenlohe-Langenburg.
Hay otra cosa: las Olimpiadas de Invierno parecen exclusivas para países de los llamados desarrollados. Por lo tanto, hago un llamado a los candidatos a la presidencia, de que a fin de que México pueda pasar de ser un país en vías de desarrollo a un país desarrollado, debe de ser tema prioritario el crear pistas de nieve en Milpa Alta. ¡Que meterle dinero a educación ni que ocho cuarto, pistas de nieve en Copilco! Y no es que yo este yo descubriendo el hilo negro, de esta obviedad ya se dieron cuenta nuestros perspicaces gobernantes citadinos con eso de que cada año tenemos una pista de hielo en la plancha del Zócalo.