Por supuesto que jamás se lo voy a admitir a mi coach en el box de crossfit, ya que él, sin lugar a dudas, es de esas personas que se alimentan sanamente comiendo frutas y verduras, pero la razón principal por la cual me escurro todas las madrugadas de mi cama a sufrir durante una hora a levantar pesas, saltar cuerda, hacer lagartijas, abdominales y demás ejercicios con aroma a tortura medieval, es para regresar a casa a poder desayunarme unos hotcakes plagados con miel, y no sentirme cual ateo durante la Inquisición al devorarlos.
En realidad, este lujo de desayunarme hotcakes me lo doy solo una vez por semana: los jueves - ok, ok, los viernes también, pero solo si es que sobró masa. La receta es una que heredé de mi mamá, que a su vez ella heredó de su hermana mayor. Es una receta muy sencilla, que, con el paso del tiempo la puedo hacer con los ojos cerrados e inclusive sin la necesidad de haber tomado siquiera, mi primera taza de café. Hay quienes le ponen ingredientes adicionales a la masa para hacerla más “emocionante”: chispas de chocolate, moras, lo que sea. Pero eso, a mi, me vale. A mi me gustan así, sin nada. Soy un aburrido de porra en cuanto a mis gustos matutinos.
A mis hijos ya los tengo acostumbrados a que los jueves desayunamos hotcakes o, en su caso waffles ya que mi esposa tuvo a bien el alterar el orden preestablecido comprando una waflera. Pero es la misma masa, o sea que no perturba mi psique el hacer wafles en vez de hotcakes, pero para nosotros quienes somos puristas (anales, diría Freud) no hay nada como comer lo mismo, semana tras semana.
Una de las costumbres que perdí cuando nos mudamos a San Antonio, fue la que todos los viernes después del trabajo, me daba un banquete cual señor feudal: pollo rostizado, aceitunas rellenas con anchoas, y cerveza. Estoy seguro de que médico que lea esto, estará temblando de emoción pensando en como utilizará mi cadáver en alguna clase de anatomía para demostrar la acumulación de grasas en el cuerpo humano.
Pero bueno, esa es la razón para la cual voy a sufrir al gimnasio, esa promesa que me hago de que si sudo lo suficiente, puedo por lo menos darme mi lujo de atasques alimenticios. Esta promesa se acrecentó en semanas pasadas, con la cosa de que mi mujer y yo nos vendríamos a celebrar nuestro aniversario a la Ciudad de México.
Creo que todos nos hacemos este tipo de promesas, ya saben, las clásicas: si dejo el cigarro, me compro un pony; si saco el perro a pasear, desperdicio media hora en la compu. Cosas así, pequeños regalos hacia nosotros mismos que nos hacen sentirnos bien, aunque sea de manera temporal.
Claro, los que nos podemos dar esos lujos, pues.
Llevo tres días en la Ciudad de México.
Hoy fuimos a comer a uno de esos restaurantes japoneses, donde, aparte de sushi, hay una parrilla en la mesa para el teppanyaki. Este lugar en particular esta dentro de un hotel en Polanco, por lo que los precios son para turista desprendido de su lana. La comida es deliciosa: el atún que viene encima del nigiri aletea de lo fresco, la masa del tempura se desprende como pétalos de lo ligera. Los meseros te hacen sentir como si estuvieras flotando en el Nirvana, todo es “si señor”, “claro señor”, “lo que usted diga y mande”. Las dos hora y pico que nos pasamos sentados, comiendo y charlando, pasan de volada, como uno de esos sueños justo antes de que suene la alarma. Después de comer, fuimos por el coche que dejamos estacionado afuera del hotel, caminando a un lado de una mujer que vendía flores de mimbre que ella misma confeccionaba, y de una mamá con su hija que pedía limosnas levantando una taza vacía de Starbucks.
Hace dos días, fuimos con unos amigos a un lugar de mariscos en la Condesa. El lugar estaba a reventar y es uno de los sitios donde mi mujer y yo íbamos cuando vivíamos en el DF. Nos ofrecieron una mesa en la banqueta en la que nos sentamos nomás para no esperar una hora por una mesa en el interior del establecimiento. Igual que en el japonés, la comida es un deleite: Herradura reposado, tostadas de atún, tacos de pescado, huachinango a la talla. Nomás de acordarme, se me abre el apetito a pesar de que mi panza esta que reclama tregua. Los meseros traen la comida con una sonrisa, confabulan con nosotros, usan la palabra correcta, traen la sugerencia ideal. Apenas y notamos la presencia de un vendedor de billetes de lotería, de un bolero de zapatos y de unos niños que piden limosna, y quienes aparecen y desaparecen en la banqueta sin alterar nuestra felicidad.
Esa misma noche, terminamos con otros amigos en un lugar de comida china en donde abrimos con unos tacos de lechuga rellenos de un menjurje de pollo cuyo sabor me produce felices epilepsias bucales; una jaiba frita bañándose dentro de un caldillo de quien sabe que ricuras; y para coronar la noche, unos tacos de un pato laqueado que me harán salivar durante meses enteros. Todo está a pedir de boca e igual que en los otros sitios, entre la comida y la conversación, el tiempo parece detenerse esos instantes, para luego traspasarnos como si fuera una brisa. Fuimos la última mesa, la que cerró el restaurante. Era ya muy de noche, quizá ya de madrugada, cuando el mesero quien nos había atendido cual reyes, nos vio con cara de sueño, sin atreverse a recordarnos que él también tenía una vida a la cual regresar. Dentro del calor del coche, no me preocupa en demasía el malabarista que trabaja por sus centavos en la esquina de Insurgentes. Ya era muy noche para que yo bajara mi ventana y le soltara unas monedas. Aparte, la cena todavía se mecía lujuriosa dentro de mi barriga.
Es como siempre, demasiado tarde para darme cuenta de que tan egoísta es mi promesa del hotcake aun a pesar de que sé, de antemano, que la seguiré haciendo todos los jueves en la mañana.