Decir que estaba yo aterrado mientras el profesor Almazán pasaba lista ese primer día de clases sería minimizarlo. La mayoría de los compañeros (éramos no más de 23 en total) se conocían desde primaria, dejándonos a Lucía, Mihai, David, a mi, y algún otro de los recién matriculados, el honor de poder sentarnos en la primera hilera de aquel salón, abandonándonos. Carne de cañón.
First Form (primero de secundaria) estaba en el segundo piso de la casa en Campestre 3, San Angel Inn, donde estaba ubicado el viejo Edron. El piso de madera del salón crujía cada vez que alguien acomodaba su silla, o con los pasos de Almazán quien intentaba, con su bigote y su voz, dejar en claro quien era el macho alfa en ese salón. Yo ciertamente me acoplaría a sus órdenes, pero los gorilas detrás mío no estaban dispuestos a ser domados.
El cambio de escuelas, del Junipero, primaria de monjas californianas, al Edron, fue, por decirlo de alguna manera, violento. Pero mi mamá ya estaba «cansada» de tener que manejar el Periférico de la casa hasta la colonia Bondojito todos los días, y el Edron quedaba a siete minutos a pie de la casa. «Así que allí se quedan» nos comunicó a mi y a mi hermana mayor, «para que se vayan caminando» dejando bien claro de que allí terminaba cualquier discusión. Esto a pesar de que yo ya había pasado los exámenes de admisión, y haber sido admitido tanto al Alexander Bain como al Colegio Americano. Pero supongo que después de un día de tráfico intenso (tráfico pesado de los años setenta), la decisión de mi mamá fue tajante y final. No la culpo, pero en lo que prefirió no fijarse es que con tres hermanas menores y mi hermano aun por nacer, su suplicio de transitar a diario por el Periférico, continuó por no sé cuantos años.
Mi hermana mayor ya llevaba dos años en el Edron, y ya me había hecho una reseña completa de los profesores, del director, y de las costumbres de esta escuela fundada por dos compañeros de parranda (según contaba la leyenda) británicos. Lo que me destanteo esos primeros días, fue compartir pasillos, baños y experiencias, en tanta cercanía con estudiantes mucho mayores que yo. Escurrirme por detrás de una pareja que se manoseaba en el pasillo, u oler el humo de cigarro que se escapaba del cuarto designado para los chavos de los dos últimos años (Lower and Upper Sixth Forms) no era algo a lo que a mis doce años estuviera yo acostumbrado.
La vieja casona en San Angel Inn albergaba cerca de doscientos alumnos, desde los de primero de primaría hasta los de tercero de prepa, así que no había mucho lugar en donde esconderse ni en el cual refugiarse de aquellos gorilas.
Con tanta proximidad, conocíamos vida y milagro de prácticamente toda la escuela y ese primer año, los “más grandes” se convirtieron en leyendas a mis vírginales ojos. Aun, a estas etapas de mi vida, me los imagino: a ellos enormes y a las mujeres inaccesibles.
Pero aquel primer día —después de haber pasado siete años de primaria en la misma escuela con los mismos compañeros, y en donde nos cuadrábamos ante la maestra si no queríamos enfrentarnos a la raqueta de pin-pon de la (obviamente) sadista y reprimida monja que fungía como directora (no miento, a mi amigo Freddy le tocó pamba por nomás tropezar a Alejandra en las escaleras) — estaba yo que no podía creer la falta de atención de los alumnos hacia con el profesor Almazán, y no fue sino hasta que el hombre rugió amenazante, que los de las hileras de atrás fueron silenciándose. Cuando concluyó su clase de historia, salió Almazán dando paso a otros maestros, algunos con mayor éxito y otros como Burns, el de español, que durante todo el año escolar nunca logró amaestrar a las fieras. Otros daban su clase, y se retiraban incrédulos de haber sobrevivido intactos los cuarenta minutos.
No fue sino hasta que nos tocó ir a clase de arte, en un patio externo que estaba separado de la calle empedrada por una barda de ladrillo como de dos metros y cubierta por una enredadera, que la atención de la clase entera fue captada por el profesor de arte, un hombre güero, delgado y apenas un poco más alto que nosotros.
Su fama le precedía. Parados en el congelado salón de arte, todos escuchamos cautivados y en silencio la voz ronca y profunda del profesor que, como después me enteré, nos explicaba lo que esperaba de nosotros. Observé mientras mis compañeros sacaban lápices, plumones, y demás utensilios para dibujar. Yo, en cambio, permanecí petrificado, sin entender una sola palabra de lo que nos decía aquel hombre de voz hosca, usando un inglés escocés, que para mi, en esa primera clase, era como si me hubieran estado hablando en eslovaco medieval. El profesor ha de haber observado con exasperación mi atontada cara de “what” cuando todos mis compañeros se retiraron a las mesas de cemento en el patio asoleado para extender sus cartulinas blancas, y yo me quede parado enfrente de él, sin haberle entendido una sola palabra de su explicación.
Ahora en día ya tenemos a Mel Gibson personificando a Braveheart para captar el espíritu escocés con todo y su falda de cuadritos, pero durante mis tres años de secundaria y en realidad, hasta que salió la película, Gordon Gilchrist, el último profesor de arte que tuve en mi vida, representaba para mi lo que era Escocia y sus habitantes: rudo, cálido, sarcástico, y de mecha muy corta. Si algo hacíamos que se salía de sus lineamientos, nos lo dejaba saber, en ese momento, y sin traba alguna.
Cuento mis “talentos” con los dedos de mi manos izquierda (si es que), pero dibujar y pintar nunca figuraron como uno de ellos. Las figuras humanas de palitos me quedan perfecto, excepto que las arruino al momento en que agrego detalles tales como ojos, dedos o pelo. Mis gatos nunca dejarán de ser dos bolitas, una para el cuerpo y la otra para la cara, y dos triángulos para las orejas. Así pues, durante las clases de arte de mister Gilchrist, las brochas servían más para jugar a espadas que para trazar; los colores de acrílico servían para colorear las hojas de la hiedra que colgaban de la pared que nos separaba de la calle, y no para plasmar obras de arte en los pliegos de cartulina blanca. Creo que habría millones de hectáreas vírgenes adicionales en las Amazonas si no hubieran desperdiciado tanta cartulina en mis infantiles trazos en esa clase de arte. No obstante, en las calificaciones que llegaban cada fin de trimestre a la casa, el buen mister Gilchrist nunca dejaba de escribir que yo “mostraba” tremendo potencial como artista. Sus palabras no variaban: “muestra un potencial tremendo” mismas que ni mi madre creía. Supongo que mister Gilchrist disfrutaba de su whisky mientras escribía el reporte de las calificaciones, porque sigo esperando a que me pegue un rayo de ese potencial y me convierta en el siguiente Picasso.
De haber permanecido únicamente como el “profesor de arte”, siento que mister Gilchrist hubiera sido un profesor más, uno de esos quien a pesar de sus esfuerzos por incrementar mi acerbo cultural, se han perdido en mi memoria. Sin embargo, en tercero de secundaria, entre él y el director de la escuela, inventaron una clase de “historia del arte” que impartiría mister Gilchrist de manera exclusiva para nosotros.
En aquel entonces, el Edron no estaba “incorporado” ni a la SEP ni a la UNAM por lo que en el curricula de secundaria no había una sola materia de historia de México. Así las cosas, mis conocimientos de historia mexicana estaban limitados a la visión establecida por la Secretaría de Educación Pública (SEP) de los setentas en toda su sabiduría paternalista para los estudiantes de primaria, aderezada con pocas lecturas y los libros de fotografías de Cassasola de la Revolución que un día mi papá trajo a la casa. El arte prehispánico que conocía estaba limitado a lo visto en alguna ida grupal al Museo Nacional de Antropología, así como a la borrosa foto en el libro de Ciencias Sociales de quinto año de primaria de una cabeza Olmeca, plasmada a dos páginas de una foto del calendario Azteca y de otra de las pirámides de Teotihuacán. La información entre aquellas páginas era mala, mal redactada y se condensaba a explicar que la Cultura Olmeca habitaba lo que ahora es el estado de Veracruz y que la Cultura Maya se habían establecido en la península en Yucatán. Siguiente capítulo: El Virreinato y La Independencia.
Por lo tanto, cuando mister Gilchrist nos acorraló en el cuarto que estaba justo afuera del salón de maestros y que por lo tanto olía a café, cigarro y a resignación, cerró las persianas, y empezó a pasar diapositivas y a ronronearnos en su inglés cerrado y duro (que a esas alturas yo ya entendía) toda esa información enciclopédica que guardaba sobre el arte prehispánico. Me encantaría poder decir que retengo esa información, que la tengo guardada y respaldada en el disco duro que esta detrás de mis ojos, y que una visita al Museo de Antropología conmigo garantiza un paseo ameno e informativo, lleno de datos y anécdotas con las maravillas allí albergadas. Pero, y maldigo a los redactores de los libros de la SEP de aquel entonces, me acuerdo más de la fotografía borrosa de la cabeza Olmeca del libro de quinto año, que de todo lo que nos explicaba mister Gilchrist. Aun así, esa clase se convirtió muy pronto en la clase a la que todos anhelábamos asistir, incluyendo el (enclenque) gorila en el que para esas épocas, yo ya me había convertido.
En cada diapositiva que pasaba, las palabras y los conocimientos de mister Gilchrist, nos obligaban a fijarnos en los detalles de las piezas. No era sólo el calendario azteca, era cada greca, cada corte en la piedra, el significado de cada glifo, la minucia del artista y su capacidad técnica. No era únicamente los arcos falsos de los mayas, si no como se relacionaba la arquitectura maya con la cultura en Teotihuacán y la influencia que tenía una cultura sobre la otra. Era una clase entera enseñándonos los alucinantes dibujos de Frederick Catherwood, reviviéndolo y deleitándonos como si hubiera sido un viejo conocido. En un año, aprendí más de la cultura prehispánica de México de un escocés exiliado, que de los sabios de la SEP. Y en todos las diapositivas que mostraba, siempre había un comentario irónico que muchas veces se perdía en nuestros cerebros adolescentes, pero que nos hacia reír en complicidad cuando lo captábamos.
Ese año, en tercero de secundaria, hicimos un viaje memorable, a Cholula -cuando todavía quedaba en las afueras de la ciudad de Puebla- en donde después de su lección y de darnos un tour completo del lugar, nos dejó perdernos en los laberintos de la pirámide, negociando con los guardias/cuidadores/guías el dejarnos jugar escondidillas en los túneles de la pirámide durante horas. Ahora causaría revuelo y sin dudas sería expulsado de por vida como pedagogo, pero en el viaje de regreso de Puebla, nos compró una sidra de manzana que repartió entre los 23 alumnos, haciéndonos sentir, después de un octavo de vaso de sidra de manzana, tan cosmopolitas como personajes de una película de Woody Allen.
Un par de años después, fue él, el primero en interceptarnos y comunicarnos como nos había ido en los “O” levels al comienzo del “Lower-Sixth Form” (tercero de prepa). En ese entonces, los resultados eran enviados en sobre cerrado a través del Correo de la Reina directo a la escuela, en teoría pudiendo ser abiertos solo por el alumno. Pero cuando nos vio a un grupo congregado, rumiando nerviosos en la calle afuera de la puerta de madera gris del colegio esperando el ruido de la chicharra para poder entrar a la escuela, se acercó a nosotros y nos guiñó a cada uno, nos aferró del brazo, y nos aseguró de que nos había ido bien. A mi me separó del grupo, me agarró, y me dijo, en un tono de complicidad de adulto a adulto el que no tenía nada de que preocuparme. Por supuesto que él, y el director de la escuela, ya habían abierto los sobres y revisado el contenido si tan solo para tranquilizar a un grupo de jóvenes ansiosos.
En una escuela con tan pocos alumnos, montar una exhibición de arte (en la biblioteca central de la casa aquella) era, sin duda, complicado, y convocar a que los padres de familia asistieran ha de haber tenido sus varios bemoles. Y sin embargo, todos los años mister Gilchrist se las arreglaba para crear este evento, aunque, por suerte y a pesar de mi tremendo potencial, no me acuerdo de que hubiera colgado alguno de mis miserables intentos artísticos.
Cuando salí de la escuela perdí contacto con Gordon Gilchrist. Los conocimientos adquiridos en su salón, en esas cientos de diapositivas que solo me puedo imaginar arreglaba con amor y dedicación previo a la clase, se fueron disipando, hasta que ahora solo me acuerdo de la maldita foto de la cabeza Olmeca del libro de la SEP. Me acuerdo de como disfrutábamos ir a esa clase, en como la convirtió en todo un evento, en algo importante para nosotros. Ahora me doy cuenta de que mientras nos transmitía todos sus conocimientos, con ese inglés difícil y cerrado, fue cuando empecé a dejar de ser un gorila. Su voz, su sarcasmo y su presencia se quedarán por siempre en ese salón.
Se te va a extrañar, Gordon Gilchrist.