De que me acuerde, mi única experiencia con militares fue a los diecisiete años, cuando fui con “El Secre” y Tommy al sorteo de la cartilla militar para ver si era que nos sacábamos la bola blanca para marchar, o la bola negra que significaba el no tener que presentarse los sábados a una hora infra humana al Campo Militar Número Uno. Era noviembre y hacía frío cuando llegamos al atiborrado gimnasio de una secundaria pública ubicada en la cima de Las Águilas, al sur de la ciudad de México, en el GTI blanco de Tommy, mismo que estacionó, y dejó con todo y su bendición, a varias cuadras de distancia.
A principios de ese año me habían aconsejado el presentar el papeleo en la delegación “lo antes posible” para evitar “la bola blanca”, por lo que a mediados de enero presenté mis documentos ante la Secretaría de la Defensa, incluyendo una fotografía, en blanco y negro, de mi cara dejando visibles cuando menos, “cuatro milímetros de la frente”. En mi cada vez más dilapidada cartilla militar, aun veo el esfuerzo por jalar mi pelo hacía atrás evitando la visita con “El Chaparro” a la Peluqueria Le Mans.
El sorteo en aquel gimnasio fue un desmadre. Nos citaron a las siete de la mañana, y los militares llegaron, sin pena y en medio de una rechifla generalizada, una hora más tarde. Los gritones de la lotería, encargados de sacar las bolitas de una tómbola, eran abucheados cada que salía una bolita blanca condenando al nombrado a su marcha sabatina, sin que los militares pudieran hacer algo para mantener la calma entre el respetable. Entendí el porque se me había recomendado el presentar mis papeles en enero: la tómbola tenía un número limitado de bolas blancas y se leía la lista en orden inverso, empezando por quienes habían presentado sus papeles hasta el final.
El griterío llegaba a su apogeo cuando dentro de los destinados a marchar, salía alguien cuya piel o cuyo pelo no tuviera el pantone correcto. En medio del frenesí de adolescentes, yo sufrí en silencio aunque sabía que las bolitas blancas se acabarían mucho antes de que llegaran a quienes, como yo, habían presentado sus papeles en enero. El problema era para Tommy: alto, rubio, de tez blanca, y quien presentó papeles en septiembre. Como era de esperarse, llegado el momento, apenas y escuchamos su nombre entre la algarabía que había dentro de ese gimnasio, pero claramente vimos como el gritón sacaba una bolita blanca de la tómbola, condenando a mi amigo, no solo a perder la mitad de sus sábados durante un año para ir a marchar, sino también a la rechifla, burlas y consignas de los cientos de adolescentes que abarrotaban el gimnasio. Los alaridos llegaron al máximo cuando Tommy, apanicado y sudoroso, se paró junto con los demás reclutas, resaltando cual foco encendido en tienda de veladoras.
Días después, el papá de Tommy se arregló con algún comandante, y Tommy no tuvo que ir a marchar. Creo que ni siquiera se presentó el primer día en el Campo Militar Número Uno. Todo ese sufrimiento para nada. De haberlo sabido, hubiéramos dado la mordida desde antes, y nos hubiéramos ido por unos molletes al Sanborns.
Hablo de los días cuando el narco en México consistía en el hermano del primo del amigo quien vendía tachas individuales en el callejón de atrás del Vips del Teatro de los Insurgentes, y quien, cuando no rolaba mota, trabajaba en la tiendita de su papá hasta que se recibió de contador, y ahora es el contable de una transnacional con oficinas en Santa Fe, casado, tres hijos, maneja un Sentra plateado y le horroriza la imagen de encontrarse a colgados en los bajo puentes cada vez que va a pasar el fin de semana a su casa rentada en Cocoyoc.
Pero aquel día, cuando salimos del gimnasio oliendo a sudor y a testosterona, solo nos silenció el ver la hilera de soldados, chavos de nuestra misma edad, morenos, rapados, resignados, y vigilándonos con una pesada (quiero decir AK47 pero no sé nada de metralletas y probablemente era una bayoneta de las que quedaron abandonadas en alguna bodega, sobrantes de la Guerra de los Pasteles) arma de fuego cargada al hombro.
Para nosotros, el ’68 era tan distante como la Segunda Guerra Mundial. Lucio Cabañas se mezclaba con Emiliano Zapata en los libros de historia. Nuestra resguardada existencia había transcurrido sin contacto con militares: ellos existían para el desfile del dieciséis, para las ocasionales caravanas en el Periférico y para cuando había salto hípico en el Campo Marte.
Nadie en nuestro medio estaba preparado para cuando llegaron los años violentos, para cuando el DeFe se convirtió en Dunquerque y nos traían cual los músicos en Titanic, sin saber donde escondernos ni como salvarnos: nos dejaron tocando el violín mientras el barco se hundía. Nuestras conversaciones ahora eran de como era que nos había ido la última vez que nos habían asaltado, de los secuestros exprés, de las extorsiones telefónicas, de los sitios por los cuales era mejor no transitar. La gente de provincia se burlaba nerviosa de nuestra circunstancia, hasta que la violencia pareció saltarse la ciudad, se desparramo y se alejo, dejando muertos en Cuernavaca, Acapulco, Tepic, Nuevo Laredo, Monterrey. Cada mañana el periódico nos traía nuevas muertes, más cuerpos colgando, mas cabezas sin cuerpos. Todos tuvimos opiniones encontradas cuando Calderón le declaró la guerra al narco y la muerte descendió sobre el país entero, dejando un manto espeso, cual smog matutino sobre la ciudad. Veíamos imágenes de los marinos capturando narcos, trofeos presumidos en el hangar presidencial. Aprendimos los apodos de los narcos, observábamos como acaparaban las noticias, cada vez más famosos, estrellas de su sangriento reality show, leyendas cuyos nombres eran venerados en corridos, empapando nuestras vidas de sangre que considerábamos ajena.
Pero el ejército y los marinos estaban controlados por Las Leyes.
Eran los Jedi luchando por el bien.
Y ahora, nuestro Palpatine tropicalizado y su Senado, andan con la necia de querer darle un casco negro a las Fuerzas Armadas, a los ya poderosos Jedi. Bien sabemos todos que la cosa no termina bien cuando un Jedi se pone un casco negro: que el lado obscuro jala; que es corrompible; que hay problemas con la paternidad; que les gusta destruir planetas.
La Resistencia hoy se llama #SeguridadSinGuerra y tenemos que formar todos parte de ella, antes de que llegue Gil Zuarth (hmmm.. rima con ¿?) y nos diga, en medio de ese bronco espasmo que caracteriza a Darth Vader, esas palabras que de pensarlas nomás causan nauseas: “Yo soy tu padre” y nos moche el brazo derecho.
Solo pido que Margarita no resulte ser la Princesa Leia porque, así de tajo, destruiría cualquier cantidad de las fantasias de mi adolescencia.