La semana pasada pasamos el Thanksgiving en uno de los pueblos menos agraciados que conozco: Chester, California. La carretera que corta el pueblo a la mitad está dividida por hileras de tractores oxidados, gasolineras abandonadas, y restaurantes cuyos letreros caídos e iluminados de “Closed” parecen hacer su mejor esfuerzo para tratar de alumbrar la obscuridad nocturna, dando la impresión de que es mejor el no ducharse, no vaya a ser que se aparezca Norman Bates, el de Psycho, disfrazado de su mamá, cuchillo de cocina en mano, y de fondo ese sonido de violín rasguñado que nomás de pensarlo, eriza todo lo erizable. Mi hijo menor, el de doce, se tomó muy a pecho eso de no bañarse, y aprovechándose del frío que hacía, durante nuestra estancia solo se bañó a regañadientes, a toda velocidad y obviamente, muy a medias.
No obstante, nos hospedamos a la salida de Chester en un Bed and Breakfast (B&B) que resultó muy agradable, aun a pesar del host del hotel, quien tenía la misma gracia que el caminar descalzo sobre tezontle.
Claro que los bosques coníferos, las montañas y volcanes nevados del Lassen Volcanic National Park que rodean al pueblo son una maravilla, haciendo que valga la pena aguantar el frío, el pueblo, y la espesa densidad del host del B&B.
Pasamos la semana entera con mi prima y su familia, prima quien, a pesar de que sus dos apellidos (de lo cuales comparto el materno para que no crean que son de “esas” primas) son recalcitrantemente germanos, se hizo uno de esos análisis de ADN para determinar sus raíces y de los cuales resultó ser mayoritariamente italiana. Ahora bien, quien conozca a mi prima, no me dejará mentir en decir que su jovialidad, bullicio y presencia la ubican más como una de esas gritonas vendedoras de alpargatas en un antiguo mercado romano que como una fría ministra luterana en un ordenado pueblo prusiano, por lo que, a pesar de sus apellidos, tendríamos que concluir que la ciencia no se equivoca al situar su ADN como de la península itálica, descubrimiento que no debió haberle causado ni tantita gracia a mi sobrino y ahijado de diecisiete años quien, en uno de sus argumentos bizantinos del fin de semana, andaba con que en un “mano a mano” los Vikingos le hubieran ganado a los Romanos por tener mejores tácticas y armamento.
En realidad, los resultados que obtenemos a través de la ciencia no se equivocan mucho. Ahí tenemos que las manzanas siempre caen del árbol y que el lavarnos las manos con agua y jabón evita más enfermedades que el rezarle a un dios tallado en un tótem. Por eso sorprende luego el encontrarse a alguien cómo Nina, la muy sonriente y amigable mesera quien nos atendió en el restaurante del B&B, y más tarde se sentó a comer pavo a mi lado durante la cena de Thanksgiving. Ya sentados a la mesa, y con un par de tintos en circulación libre por nuestros respectivos torrentes sanguíneos, Nina nos comentó que había crecido en Chester. Su confesión, y la presencia de múltiples adolescentes a nuestro alrededor, nos condujo a preguntarle que aparte de aprovechar el estar dentro de un parque nacional, qué era lo que hacían los adolescentes para divertirse en el pueblo. Acto seguido, cómo si hubiéramos sido San Pedro en las rejas del cielo averiguando pormenores, nos hizo saber que ella había crecido educada como Testigo de Jehová, por lo que sus actividades de adolescente no eran compartidas por el resto de la población en Chester. Siendo, como soy, inculto, ignorante y un metiche de porra (combinación, según me comentan, peligrosa) indagué más detalles. Esta mujer, un poco menor que yo (que en términos de mi papá sería “entre azul y buenas noches”) fue arrastrada a los cinco años de un pueblo en Nuevo México por sus papás, quienes un buen día decidieron que la vida era más sabrosa convirtiéndose en Testigos. Cabe agregar que mi única experiencia con gente de esta creencia había sido relegada a que algunos de sus predicadores/representantes, tocaran el timbre de mi casa (que es la suya) y que yo los alejara de la misma con un lacónico «que muchas gracias pero que siempre mejor no que porqué aquí creemos en otras cosas que pero que de cualquier manera que manda decir la señora que muchas gracias».
Por lo que nos platicó Nina, sus papás pasaron de ser pastores de cabras y borregos en una ranchería perdida en Nuevo México cuando ella tenía cinco años, a ser pastores de un rebaño de feligreses en Chester, California. La de la idea de convertirse en Testigos fue la mamá, quien, aburrida de estar lavando los chones de sus tres críos y atendiendo al marido en Nuevo México, fue convencida por un par de Testigos peregrinos de que la familia de Nina seguía el camino equivocado y que mejor era lavar chones y atender al marido en Chester, California el cual era el lugar indicado para hacerlo con tal de que se diera cuenta de que el fin del mundo ya estaba a la vuelta de la esquina. El papá de Nina, quien a su vez había sido expulsado de su propia casa al rehusarse a irse como soldado a Vietnam y a su regreso convertirse en pastor luterano (ambas profesiones de tradición en su familia), dedujo que tenía más caché lo de prevenir a la gente de la proximidad del fin del mundo, que el andar cuidándole las espaldas a unos borregos despistados. Según lo que nos platicó Nina, el gran atractivo de los Testigos es atolondrar a sus fieles con historias del fin del mundo.
Al final del día, cada quien cree en lo que quiera creer, eso me queda claro. El problema, sobre todo cuando se toman estas creencias tan a pecho, es que en vez de unir, terminan por separar. Resulta que cuando adolescente, la hermana mayor de Nina decidió el entretenerse con marihuana y con la ayuda de un amigo se lanzó a “descubrir los placeres de la carne” y no me refiero a comerse un buen corte (o chance sí, no llegamos a tanto detalle). Sin sala del cine al cual acudir, la hermana de Nina fue descubierta in fraganti por sus padres. Sus acciones estaban en contra de todos los dogmas de su religión por lo que fue excomulgada de su congregación y peor, expulsada de su casa. A los diecisiete años, con la mundana experiencia de haber crecido, primero en una ranchería en un lugar perdido en Nuevo México y luego en la bulliciosa metrópoli conocida como “las afueras de Chester, California”, y educada bajo el resguardo de una comunidad ya de por si cerrada, fue lanzada a que se valiera por si misma en los Estados Unidos de la época de los noventa, en donde el mundo alrededor explotaba con Extasis, fiestas Rave, y con el fondo musical de las canciones de Madonna. Los papás le dieron la espalda a la hermana mayor de Nina, cortándole acceso a la única vida que ella conocía.
La voz de Nina bajó de volumen cuando nos platicó sobre el estado actual de su hermana, quien sentía que treinta años después del evento seguía extraviada: divorciada, madre soltera, sin casa, carrera, ni rumbo fijo. Al ver el trato recibido por su hermana mayor, Nina nos explicó que llegada la edad, ella misma decidió apartarse de la religión. A pesar de sus deseos, salirse de manera voluntaria tampoco es opción, ya que una vez que te confirmas como Testigo a la juiciosa edad de los doce años (la de mi hijo menor, a quien, padres déspotas que somos, no le damos opción de no bañarse) ya eres Testigo de por vida y la única manera de escaparse es por medio de un juicio al que te somete un Consejo de los Mayores, tal como con el que sentenciaron a la hermana de Nina. Según lo que ésta nos platicó, la única manera de salvarse de ser expulsado en un juicio de esta naturaleza, es el mostrar un “arrepentimiento profundo”. No conozco a la hermana de Nina, pero tengo hijos adolescentes y admito que en mi adolescencia también fui adolescente, y dudo mucho el encontrar alguno de estos bichos extraños que muestre un “arrepentimiento profundo” en alguna de sus transgresiones.
Nina nos dijo que su propia actual relación con sus padres es muy forzada: supongo que es un problema el tener un buen lazo con tu hija cuando sabes que no va a pasar la eternidad en el mismo círculo celeste que el tuyo por haber dejado de ser miembro activo de tu religión. Agregó que odia lo que hacen sus papás de irse temporadas enteras a México, a tratar de convertir gente a que compartan sus ideas fatalistas, enfocándose en familias de escasos recursos con quienes resuena el argumento poco basado en la realidad científica de que el mundo esta próximo a explotar, y de que el cielo tiene, según lo que nos explicó Nina, cupo limitado, reservado para aquellos quienes están en el camino correcto.
Vamos, nuevamente, no tengo problema en que cada quien masque su comida como mejor pueda (con tal de que lo haga con la boca cerrada, por favor), el problema es cuando los que creen en caballos con alas sienten la imperiosa necesidad de convencer a quienes saben que son camellos, no caballos, los que tienen alas.
Finalmente, con voz de tristeza y cansancio, Nina nos comentó que de plano no se habla con su hermano menor, también Pastor y de la plana mayor, no porque no quiera, si no porque sus creencias (las del hermano) no le permiten hablar con una hermana extraviada. De igual manera, la hermana mayor ya le retiró a su hijo de catorce años el permiso de estar con sus abuelos, por miedo a que lo infecten con sus ideas.
Dicen que en la mesa no se debe de hablar ni de religión ni de política, por eso es una ventaja el sólo escuchar a alguien quien quiso compartir sus sentimientos. Me acongojó la tristeza que sentí por esta mujer que creció tan segura de sus creencias heredadas y que en su vida adulta solo le han servido para destajar su existencia. En la otra mesa observe a mis hijos y a mis sobrinos que crecen en un mundo tan distante del que nos platicó Nina, riendo despreocupados, especulando sobre si serían los Vikingos o los Romanos quienes saldrían victoriosos en una confrontación bélica, sin tener que preocuparse del “juicio final” cuando después de la cena se fueron los seis (edades de once a diecisiete) a jugar una partida de póquer. Ya tendrán tiempo y vida para preocuparse por otras cosas, momentos en los que habrán de tomar decisiones difíciles, situaciones en las que tendrán que elegir un camino que algunas veces tiene baches y (ahora) socavones. Lo que me gustaría pensar, también, es que estas elecciones que hagan, no afecten mi relación con ellos, y que no las tomen convencidos de que el mundo se acabará mañana (o pasado).
Percibí lo frágil del cuerpo de Nina cuando nos despedimos de abrazo dos días después. Chamacos bañados, nos trepamos al coche y la dejamos sola en el desalmado pueblo de Chester, California a tener que lidiar con esa Ley del Hielo impuesta por su familia por osar tener una creencia distinta y tratar de llevar su vida conforme a sus propias necesidades. De salida de Chester, manejamos a un lado del Templo de los Testigos y lo único que pude pensar, mientras dejábamos atrás las hileras de tractores oxidados, era que cada loco con su tema pero que qué bueno que yo allí, no vivo.
Por cierto, mi querido ahijado, con Julio César dirigiendo las estrategias y una mujer muy parecida a tu madre repartiendo alpargatazos al güero nórdico que osara invadir la Ciudad Eterna, dudo mucho que los Vikingos, con todo y su camino directo al Valhalla, hubieran hecho mucha mella a los Legionarios Romanos. Y hasta que lo podamos comprobar de manera científica, este argumento será mera especulación, que espero, no nos separe.