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Odio Halloween

Writer's picture: Miguel Esteva WurtsMiguel Esteva Wurts

Acá en San Antonio, llegado Halloween, la gente decora sus casas cual si fueran pasteles de Sanborns. Cuando de chico íbamos al Sanborns de La Carreta, (era el que había antes de que brotaran sucursales cual granos en puberto) parte del encanto era el ver los pasteles que tenían detrás de las vitrinas, decorados como campos de fútbol con todo y jugadores, y con un balón de azúcar que les llegaba a la cintura y que hubiera arrollado a cualquiera de los diminutos futbolistas. Los pasteles que más me gustaban eran los que según los pasteleros eran coches, con todo y llantas rectangulares. La base del pastel era una carretera pintada por la cual apenas hubiera podido transitar solo uno de esos enormes automóviles (de haber tenido llantas circulares). Asumo que el pastelero tenía severos problemas de perspectiva.

Ahora, por supuesto, los pasteles ya son mas complejos, y se hornean para satisfacer a un público mas exigente: ningún niño quiere sólo un coche, quiere al Rayo McQueen; los futbolistas ya no pueden ser cualquiera, tiene que ser o Messi o Ronaldo o de perdida el Cuau, para un público menos exigente.

Lo mismo ha pasado con Halloween. Antes, con ponerte una sábana blanca con dos orificios para los ojos, era más que suficiente como para cumplir el requisito del disfraz. El tener una calabaza de cartulina, mal cortada y rayoneada porque era un proyecto del Kinder, satisfacía el requerimiento de “decoración casera de Halloween” y daba lo mismo si el adorno era una calavera de las que te daban cuando comprabas el Pan de Muerto. Dichos adornos eran colgados con un Durex en la cocina y uno decía, satisfecho, “allí está, casa adornada”. Al salir a pedir la calavera con los vecinos, el disfraz era secundario. Mucho más trascendental era saber cual de los vecinos tenía de los dulces gringos, de los que no se conseguían en México. Un adulto, si quería seguir siendo considerado como tal, jamás se hubiera vestido en un traje de super héroe, quizá una máscara (igual, cartón con dos hoyos cortados) puesta por un ratito como para cumplir con el requisito de ser “papá participativo y no tan amargado” pero hasta allí. Nada de andar de Batman panzón, a nadie le interesa el ver eso.

Pero ahora ya no es así. Y admito, soy un grinch de Halloween, lo detesto.

Afuera de nuestra casa en el DeFe no se ponía nada: no alumbrábamos nada en naranja, no adornábamos la casa con arañas colgadas en telarañas, así como tampoco poníamos brujas, gatos, calaveras, y demás inflables de plástico en la entrada. Los vecinos de enfrente sí que los ponían, pero claro, eran “los vecinos de enfrente” ya saben, de esos. En México antes muerto que poner esas faux tumbas de plástico con esqueletos (de plástico) reptando fuera de ellas, ni esas luces con efectos especiales alumbrando las paredes. Era Halloween. Comprabas unos caramelos para repartir y así evitar el que te pintaran un codo en la puerta. Era todo.

Esa paz ya no sucede, y menos aquí que allá. Acá, apenas terminan de vender los útiles escolares en agosto, las tiendas se plagan de plástico importado de China (no por nada lo del deficit comercial), y se dedican a vender de todo: esqueletos de perros, dinosaurios, enormes inflables de quiensabe que bicho sacado directo de las pesadillas de Dr. Seuss, patas de brujas con zapatos rojos, gatos negros con los pelos erizados, calaveras, calacas. Me queda claro que para cuando tanto plástico se termine de biodegradar, el sol ya habrá explotado y nos habrá devorado por completo y yo seré feliz porque habrá terminado el suplicio de Halloween.

Pero lo del plástico biodegradable o no, no nos importa demasiado en estas épocas. Si ya el Innombrable Tweeteo que lo del calentamiento global es pura farsa, es pura farsa y no se discute más. Lo importante es que el “espíritu de Halloween” (al rato van a sacar que hay que tener un “espíritu de Navidad”) quede debidamente plasmado con las miles de porquerías que uno puede colgar en la casa. Igual resulta esencial el pensar en un disfraz desde meses antes, de esos disfraces que fueron mandados a hacer a una de esas fábricas sin ventilación y sin baños en algún país centroamericano o del suroeste asiático confeccionados por algún niño que podría igual fungir de esqueleto en tu jardín, para poder uno disfrazarse de R2D2 o como Pennywise o lo que sea.

Y claro, acá el Innombrable ya declaró la crisis del opioide para poder echarle la culpa a los agricultores morelenses de las adicciones de la gente en Nueva Hampshire, pero nadie se detiene a pensar en la diabetes que provoca la ingesta continua de ene mil dulces y chocolates que se reparten de puerta en puerta, todo en el nombre del verdadero espíritu de Halloween. Sólo el poderoso Lobby de los Dentistas en Washington DC se regocija con la repartición de esos caramelos, celebrando las caries que habrá que tapar y visualizando el intercambio monetario que resultara de la visita del escuincle chillón al consultorio dental.

Acá a mi casa (que también es la suya), hoy en la tarde llegaran miles de chamacos pedinches a pedir azúcar empacada en forma de dulces, todos con cuerpos de diabéticos en potencia y sonrisas repletas de futuras caries. Ya compramos una bola de esas enormes bolsas de dulces, de las que sólo en los EUA se venden, para repartir para luego recoger miles de envoltorios del jardín, porque las mamás, disfrazadas de Gatubela pero sin el atractivo felino, no le dicen a sus mocosos que recojan su tiradero porque creen que hace magia con solo mover la cola de hule esponja negro que les cuelga del trasero.

Odio Halloween.

Seguiría aquí platicando, pero mi mujer quiere que ponga unas telarañas de plástico y alumbre la casa de naranja para poder celebrar en el verdadero espíritu de Halloween.


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