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  • Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

La realidad


Unas cuantas semanas después, y la siempre cochina realidad se asienta como polvo. Para cuando nos resignamos a que ya es imposible que haya vida debajo de los escombros de los edificios derrumbados, la realidad de la vida diaria nos alcanzó. Nos rebasó, de hecho. Lo hizo desde que nos dimos cuenta de que los víveres de los centros de acopio, que con tanto cariño y amor se recopilaron, no llegaban a su destino; de que los que siempre se aprovechan, estaban cual aves carroñeras. Eso, y por supuesto que la vida diaria sigue su ritmo, no perdona. Todas esas cadenas humanas formadas por cuerpos de distintas clases socio-económicas ya volvieron a sus vidas separadas, unos a la uni, otros a la chamba, sin que sea culpa de nadie, sin que nadie tenga control con respecto a la reincorporación a la rutina: es lo que es. La solidaridad olvidada cuando vamos manejando sin permitir el paso al de enfrente, porque ya se me hizo tarde y tengo que llegar; porque si no el jefe me la va a mentar. Olvidada. La memoria de pasar las cubetas, vacías o repletas de cascajo y de recuerdos, se esfuma mientras le mentamos la madre al que maneja la micro o a la ñora’ que, mientras conduce sobre el Segundo Piso, se aplica los últimos detalles del maquillaje.

Por acá, del otro lado del río, la realidad nos golpea con cada Tweet del Innombrable. Como si fueran balas, cada mensaje de 144 caracteres parece deshidratar más la democracia, cada plumazo de sus órdenes ejecutivas, esos dedazos unilaterales, cementan a paso firme a la tiranía de lo que hasta ahora había sido la democracia más longeva en el planeta. «Sólo yo decido». «Sólo yo hago». «Sólo yo juzgo». Son las frases que parecen acercarnos a esas dictaduras, que eran tan latinoamericanas y que ahora parece están siendo adoptadas como un mal hábito por este régimen. Ya no importa todo lo que se escriba al respecto, todo lo que diga el NY Times, lo que los reporteros pregonen en CNN o en MSNBC, lo que los comediantes nocturnos nos adviertan. Todas esas palabras de resistencia rebotan sin efecto alguno, caen a oídos sordos, porque: «yo soy quien decido que es verdadero o falso». «Si yo digo que un país está dentro del eje del mal, está dentro del eje del mal hasta que yo lo destruya». «Yo soy quien decido si un tratado es bueno, malo o regular». Los tambores de guerra baten con alarmante cercanía y sólo la mitad de la población los escucha y los resiste.

En lo personal, el más triste resultado de estas elecciones -aparte del miedo con el que se vive ante la inminente posibilidad de un evento bélico- es que perdí la amistad con mi amigo Pedro. Quizá era una amistad frágil, una relación forjada a través de muchos años de trabajar juntos, y nada más. Pero nunca pensé el que se fuera a desgajar tan de repente. Ya habíamos aguantado las presidencias de los Bush, la de Obama, la de Clinton. Él había aguantado mis quejas sobre la invasión a Irak para encontrar las inexistentes armas de destrucción masiva, yo había aguantado las suyas con respecto al Obamacare y de como un servicio social globalizado traería la decadencia de la sociedad Norteamericana. Nos escribíamos avalanchas de furiosos correos que iban y venían en horarios laborales y en los cuales ventilábamos nuestras angustias y que luego, cuando nos veíamos, continuábamos entres cervezas y bromas.

Pero nuestra amistad no aguantó casi ni la primera declaración del Innombrable, cuando anunció que se postulaba y nos juzgó a los mexicanos sólo por serlo: «son violadores, asesinos y lo peor de lo peor». Pedro me dijo que no lo tomará literal, que el Innombrable no quería decir eso. Me gustaría jactarme de que desde ese momento se me ocurrió que sus seguidores lo defenderían de esta manera, que no debíamos tomar sus palabras, sus Tweets y sus ocurrencias de un modo literal, que su racismo no es literal, que su belicosidad no es literal, que su delirio no es literal, que a pesar de lo que dice, hace y tweetea, en el fondo es una persona bella y con buenas intenciones. Pero desde ese momento sentí que algo se resquebrajo en nuestra relación. ¿Cómo puede ser que defiendas a un bully? le preguntaba y él me contestaba con datos de la deuda adquirida durante la administración de Obama o de los correos electrónicos de Hillary Clinton. Y quienes no conozcan a Pedro, pensarán que es un campesino sin educación, perdido en las llanuras de las planicies en Indiana y no, como lo es, un abogado en Nueva York. Nunca pude, y quizá nunca podré entender cómo, un emigrado de segunda generación (cuando era niño, sus papás se mudaron de uno de esos países latinoamericanos gobernado por uno de esos dictadores ilustrados) puede defender a un déspota que define a un grupo de Nazis como “buenas personas”. Lo más incongruente es el pensar que Pedro salió por patas de un despacho en donde su jefe era justamente eso: un tirano cuyas palabras eran la ley, cuya verdad era la única verdad, cuyas decisiones eran inapelables y cuyo respeto hacia las mujeres, y en general hacia quienes dependían de él, era inexistente.

Ya lo he asimilado: en mis cinco décadas de vida entiendo de que amigos van, amigos vienen y que hay que respetar los caminos que cada quien toma. Así es la vida. Ojalá salgamos de ésta para poder restablecer con Pedro esa amistad, que aunque seguramente no será lo mismo, por lo menos sea algún dejo de lo que alguna vez tuvimos.

Pero la realidad es que es poco probable, las grietas se sienten demasiado profundas, y que con cada Tweet que manda el Innombrable, parece que Pedro y yo nos separamos cada vez más.


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