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  • Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

Que sea siempre, no cada 32 años


Seamos realistas, las probabilidades de que México gane un Mundial de Fútbol son directamente proporcionales con las de que los alemanes no ganen otro. Estamos a trece años de que se cumpla el centenario del primer Mundial (Uruguay 1930) y nuestra meta para el siguiente torneo sigue siendo el llegar al quinto partido: no llegar a la final, no ganar el campeonato. No. Llegar al quinto partido. Mi cuñado, más pesimista (realista, me corregiría) dice que los hechos son los hechos y que hay que aceptar que jugar fútbol, aunque nos duela, nomás no es lo nuestro. Que si contra los holandeses. Que si nos toca Argentina. Que si no fue penal. Es irrelevante: nuestra realidad es que la selección regresa a casa después del cuarto partido. Futbolisticamente hablando, eso somos, allí estamos. Atascados.

Así me siento, atascado.

Igual que hace 32 años tiembla, mi ciudad se derrumba y yo no estoy allá, estoy del otro lado. Quizá por eso mi visión es mas cínica, mas fría. Viviendo acá, siento una mezcla extraña entre angustia, tristeza, celos (sí, celos) y un no-sé-que de no estar cargando cubetas llenas de cascajo, repartiendo tortas y sandwiches, sintiéndome fatigado hombro a hombro junto con Chilangos tan cansados como yo. Siento remordimiento de estar acá, cuando mi familia, mis amigos y mis vecinos sintieron el pánico que se siente cuando no sabes si la tierra te va a tragar o si el edificio se te va a desplomar encima, ese terror de saber que no hay lugar donde esconderse, y después del temblor, no saber si los tuyos salieron ilesos, si tus hijos, tus papás, tus hermanos siguen vivos porque aunque contestan por el Whats quieres confirmar el que sigan allí. Escuchar su voz, verlos. Me entra esa culpa de ser la rata, la primera en abandonar el barco que se hunde, y cada vez que veo las fotos de las cadenas de vida, o el video en donde cantan de manera espontánea el Cielito Lindo, me entra un dolor de no poder ayudar, de no poder poner mi granito, de sólo poder seguirlo a través de la pantalla, y de no poder hacer nada excepto enviar dinero.

Leo todos esos mensajes que postean en el face de quienes van y forman parte de esa ayuda y mi corazón Chilango se parte en dos de estar acá, en la aparente seguridad en la que vivimos acá con nuestros problemas, que en estos momentos son tan minúsculos que no parecen ni existir a comparación, y hay algo que me grita que regrese, que me arrastra a retacharme a mi ciudad, a ese lugar que el planeta se enterca en tratar de dejarla hecha añicos. Y a pesar de todo, allí seguimos. Siguen.

Luego me llegan esos videos, y fotos y memes que ya nada tienen que ver con la tragedia, ni con la compasión, ni con la caridad que estamos viendo todos los días, pero que izan una bandera de que esa solidaridad es México; que México somos un pueblo unido; de que los mexicanos somos nobles y bondadosos. Vamos, soy mexicano, he vivido en el DeFe casi toda mi vida, y no creo que seamos ni mejores ni peores que nadie; que la condición de ser mexicano, de haber nacido en México pues, no te hace ni más noble ni más bueno ni hace que tu corazón sea más grande que el de nadie más. Lo que me queda claro, es que esta solidaridad, esta unión, este corazón, parece sólo resurgir cuando sucede una tragedia de esta magnitud sin darnos cuenta de que día a día vivimos tragedia iguales en nuestro país. Sí, quizá no se caigan edificios, no se abran carreteras, no se colapsen paredes, no busquemos niñas inventadas, pero la realidad es que 43% de nuestros co-ciudadanos viven en situación de pobreza y que 9.3 millones viven en la pobreza extrema (CONEVAL agosto 30, 2017), de que el 2016 terminó como el año más violento en los últimos cuatro y que en la última década hayan muerto asesinados más de noventa y un mil personas (Milenio feb 1 2017), de que hay un 5.5% de analfabetismo en México (2015 INEGI). Esto es una tragedia que la mayoría de los mexicanos preferimos ignorar (y vaya que me incluyo) porque me siento incapaz, o prefiero sentirme incapaz de poder hacer algo. «Que lo hagan ellos» pienso, culpo a los gobernantes sin darme cuenta de que yo no levanto la voz cuando los asesinan, de que mi inactividad los tiene atrapados en esa pobreza extrema, de que yo no hago nada para enseñarles a leer y a escribir. Y me doy cuenta de que yo soy parte del problema, de que soy mexicano, de que no tengo nada de noble ni de increíble ni de diferente porque estos, estos asesinados, estos pobres, estos analfabetas, están atrapados debajo de una lápida y nosotros, los mexicanos de gran corazón y de enorme bondad y de tremenda solidaridad, hemos hecho demasiado poco por ayudarlos y que esos grupos y esa gente que sí trabaja día con día para auxiliar a los olvidados que están atrapados dentro de esa vorágine, necesitan la ayuda de todos nosotros, así como ahora apoyamos a aquellos cuyas vidas han sido destrozadas por este temblor.

Lo único que me gusta creer es que si estuviera atrapado debajo de una loza alguien me viniera a rescatar.


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