Cargo mis cincuenta años sin pretensiones: desvencijado, pelón, desempleado. Además, cómo me lo recuerda mi ex, soy un padre desobligado. Cinco años divorciado, cinco años de no ver a quienes, en lo que me parece fue otra existencia, eran mi vida entera. A estas alturas, no creo poder lidiar con los dramas de hijas adolescentes. Menos aun, con los de su madre.
Mejor transito por mi rutina diaria. Me desprendo tarde de la cama, me alimento de galletas saladas, atún de lata, pan de caja, cervezas tibias. Con esto llego hasta que dan las siete. A esa hora enciendo la televisión. Veo las novelas. Recuerdo como me cansaba de criticar a quienes las veían, a quienes las transmitían. Ahora espero la llegada de las siete. Cuando el noticiero de las diez me arrulla, me arrastro a la cama.
Ya no sueño. Dormir parece un acto de valentía.
El teléfono me despierta. Son las once de un sábado. Mi primer pensamiento es que me busca el abogado de mi ex, reclamando manutención. Dejo que siga sonando, pero cada timbrazo me sacude, me fuerza a abrir los párpados, intentando romperlos a la luz del día. Cuando deja de timbrar, hago un esfuerzo por recuperar el sueño. «No son horas para hablar» maldigo.
No pasan mas de cinco minutos cuando vuelve a timbrar. Ya despierto, contesto.
—Por ser tan buen cliente de nuestro banco por quince años, usted ha sido elegido para asistir a la premier de la película Árbol Invernal hoy en la noche en el cine Caleidoscopio—. La mujer que esta del otro lado de la línea tose. Se disculpa. —Es el frío en el call center. Me hace toser—dice.
Recito excusas. No conozco la película. Estoy muy ocupado. La función es muy tarde.
—Ande señor, no sea malo, si usted acepta el boleto, ya me puedo ir a casa.
Su tono me hace reconsiderar.
El traje gris, el que usaba para trabajar, me cuelga muy holgado. Me siento como el espantapájaros de Dorothy, la del Mago de Oz. Con todo y polvo en las solapas. Salgo del departamento. Me hacen falta ganas, bañarme, rasurarme, confianza, y como veinte kilos.
Me formo en la línea. Huele a ropa que lleva tiempo sin usarse. Quizá sea mi traje. Esperamos bajo un letrero que se mece: “Invitados Banco Confianza”. Hace años abrí una cuenta. La sucursal estaba a media cuadra de donde trabajaba.
Siento una palmada en mi hombro.
—Disculpe caballero, ¿esta es la cola para los boletos que dieron los del banco?
Es un hombre como de mi edad, cara gris, chupada, triste. Noto su mal corte de pelo y me acuerdo de la jeta con el que me lo corta la aprendiz de peluquera con quien voy. Pero queda cerca y no cobran. El hombre viste un saco gris moteado que le queda varias tallas muy grande. De su camisa blanca, mal planchada, percudida, sobresale su cuello nervioso y estirado. Su voz es carraspeada, como si llevara tiempo callado.
Cuatro o cinco de quienes están formados enfrente mío voltean. Sin hablar, todos asentimos.
—¿Sabe de lo que se trata la película?—insiste.
No, nadie sabe. No hemos escuchado hablar de esta película.
A quienes tenemos entradas del Banco Confianza nos sientan en una sección acordonada de la sala. Mientras el resto de los asistentes cuchichean en anticipación, nuestra sección permanece en la penumbra, en silencio.
Como a la antigua usanza, la enorme cortina de terciopelo rojo del cine Caleidoscopio se abre dando lugar al rugido del león que nos alerta el comienzo del filme. La sala entera calla hasta el momento en que ella aparece. No la reconozco. Supongo, por los aplausos, que es una actriz de abolengo. Usa un vestido negro que se unta al contorno espectacular de su esbelto cuerpo, unos guantes negros de seda que la cubren hasta los codos, y una gargantilla de perlas que da cinco vueltas a su espigado cuello. Al collar lo une un broche de oro en la garganta. Nuestra sección acordonada es la única que no aplaude. Pero escucho un suspiro colectivo a mi alrededor.
Desde esa primera escena, siento sus ojos. Me ven con hambre. Dije bien, hambre. Le respondo con los míos. Sentado en mi butaca, admito que ya no me acuerdo de esa necesidad. Seguro que se perdió entre las recriminaciones de mi ex, las exigencias de mis hijas, los caprichos de los clientes y cinco años en mi departamento. La película entera ella me habla, me dirige sus miradas hambrientas. Cuando sus últimas palabras en la cinta son «nos vemos en tu departamento» estoy convencido de que es a mi, solo a mi, a quien se las dice.
Vuelvo a mi departamento donde me la encuentro. Esta parada en el pasillo. Esperándome. Viste como en la película. Me recrimino de no haberme bañado, de no comer sano, de no hacer ejercicio. Mi piel cuelga en pliegos sobre mis flácidos huesos. Ella me abraza, me asegura que así me quiere.
Me susurra al oido, me aplasta con besos, recorre mi piel con sus caricias. Muy pronto, me hace jurarle amor eterno. Mis ojos se nublan. Se lo doy sin chistar: amor eterno e incondicional.
Se muda conmigo. «Es un sueño» pienso. Pero no lo es: la veo cuando me despierto, cuando me acuesto, cuando desayunamos, cuando nos acurrucamos a ver las novelas.
También la veo cuando salimos del departamento. La veo en los brazos de hombres demacrados, con trajes que les quedan tallas muy grandes, barbas sin rasurar, cabello mal cortado. Caminan con una sonrisa idiota, mirada incrédula, brazos entrelazados con los de ella. Ella esta vestida con un vestido negro que se unta al contorno espectacular de su esbelto cuerpo, unos guantes negros de seda que la cubren hasta los codos, y una gargantilla de perlas que da cinco vueltas a su espigado cuello. Al collar lo une un broche de oro en la garganta.