Si fuera marzo, otro gallo cantaría, pero siendo que es octubre, a quince días de Muertos, los del súper te engatusan con el aroma de azahar, mantequilla y azúcar, todo mezclado en el pan de muerto que, aunque ahora lo venden todo el año, en estas fechas los producen en cantidades industriales y que en el súper los apilan sobre una isla patrocinada por cardiólogos quienes te atienden con gusto en dónde antes era el area de frutas y verduras.
Aquella isla de glucosa estaba decorada con papel crepe naranja y negro, y con montones de calaveras de azúcar. Un altar a la diabetes.
Los panes de muerto los venden dentro de cajitas de plástico transparentes, ofrecidas en distintos tamaños. Cuál mosca, estuve bailoteando un buen rato alrededor de aquella isla, debatiendo si me tenía que (pasé de “querer” a “tener” sin dudar) llevar una cajita con seis panes de muerto chiquitos, o una con dos medianos. Si querías llevarte un solo pan, la opción era tamaño jumbo, cajita que incluía un panfleto titulado, “Bienvenido a tu coma diabético”. Aquel pan jumbo intentó convencerme de que me lo llevara, susurrándome en ese hablar azucarado y dulce que tienen los astutos panes de muerto.
Hay quienes osan comparar el pan de muerto con la rosca de Reyes. Eso se me hace como comparar peras con coliflor hervida. Pocas cosas tan desagradables como la coliflor hervida. Hace poco tiempo, alguien le dijo a AnaP que vendían una base para pizzas elaborada a base de harina de coliflor y que le daba el quienvive a la harina de trigo tradicional. Solo tuvimos que darle una mordida para comprobar que las papilas gustativas de quien nos recomendó esta aberración estaban atrapadas en la mazmorra de algún castillo medieval. Aquel experimento nos arruinó nuestro sagrado viernes de pizza, que en nuestra casa es un asunto que no se toma a la ligera.
Terminé comprando la cajita con dos panes de muerto medianos y anoche me comí el primero. Según yo, no estaban muy grandes, digamos del tamaño de una concha que lleva un par de años levantando barras de mantequilla para inflarse y ponerse fuerte.
No sé si fue el azahar, el azúcar o la mantequilla, pero a las 2:54am estaba yo lo suficientemente despierto como para encender la luz y ponerme a leer otro rato, pudiendo avanzar un buen número de páginas antes de que los dioses del sueño me concedieron el regalo de leer la misma línea varias veces. Aun así, no me pude dormir sino hasta por lo menos las cuatro y media, la última vez que cheque la pantalla del iPhone.
Uno piensa muchas cosas a esas horas en plena obscuridad, la mayoría negativas. Me puse a pensar en como me arrincono yo solito, y hasta parece que disfruto cavarme dentro de un agujero cada vez más profundo, cosa que por supuesto, y como si los pensamientos nocturnos siguieran una lógica irrefutable, me recordó a la rata que atrapé detrás de la puerta abatible que teníamos entre la cocina y el hall de entrada en nuestra casa en la Colonia Florida. Rata de jardín, hubieran afirmado mis papás, con esas aseveraciones que luego sacan de quién sabe dónde y que no existe manera de refutar. El jardín de nuestra casa atraía tranquilidad - excepto los lunes en la mañana, cuando la directora de la secundaria cuyo patio daba a nuestro jardín, vociferaba por el altoparlante: jóvenes, marchando en silencio a sus clases… paso redoblado, ya. Pero los fines de semana, lo primero que me recibía cuando bajaba a prepararme el café en la cafetera que me regaló AnaP, eran las bugambilias que caían encima del tragaluz del comedor. Supongo que sin Pedro, el jardinero, mi relación con las bugas hubiera sido combativa, pero sin tener que mover un dedo para que lucieran, solo quedaba el admirarlas. El jardín era como de telenovela de los setentas, las bugambilias, el cedro, la hiedra, el ficus, la jacaranda y la yuca con sus flores amarillas, mismas con las que, mi tío Enrique nos aseguró, se podían preparar unos huevos revueltos de maravilla, pero que nunca nos atrevimos a prepararlo. Las paredes que daban a la casa de los vecinos estaban cubiertas con una hiedra que Pedro se encargaba de podar y limpiar cada quincena, y donde vivían centenares de lagartijas. AnaP, quien es la de las ideas y proyectos en la casa, un día decidió comprar un bote donde tiraríamos nuestra basura orgánica. Yo por mi, las cosas se hubieran quedado tal como estaban, los deshechos orgánicos mezclados con la basura del diario, pero ella fue y consiguió un enorme bote de plástico verde obscuro de alguien quien los fabricaba y vendía en Torreón, Tabasco o Tampico, uno de esos lugares que empieza con “T”. El tambo de basura orgánica lo colocó detrás de la jacaranda para bloquear el que se viera desde la cocina. Al principio, allí echábamos todo lo que fuera orgánico, incluyendo los huesos de pollo que al poco rato atrajeron unos ratones no más grandes que mi pulgar, los cuales, por tiernos, hubiéramos adoptado, pero Pedro el jardinero sugirió que mejor eliminaremos porque atraerían ratas. Para cuando entró la rata “de jardín” a la cocina, llevábamos ya mucho tiempo de no echar más que los deshechos de frutas y verduras dentro de aquel tambo. Teníamos tres perros en aquel entonces, por lo que la rata tenía que haber estado, cuál inmigrante, muy necesitada para incursionar dentro de la casa. Era enorme y gris, y resultó bastante mensa la pobre, pensando en que no la vería escondida detrás de la puerta abatible.
En eso me quedé pensando intentando conciliar el sueño, mientras el azahar, el azúcar y la mantequilla del pan de muerto terminaban de recorrer mis sistemas gastrointestinal y cardiovascular.
Claro, como dice mi papá, una cosa no quita la otra, y hoy en el desayuno me zampé el otro pan de muerto. Total, pensé, faltan horas para que sea de noche.
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