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  • Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

Instrucciones para llorar - Joe

Indica el maestro Cortázar en sus “Instrucciones para llorar” que la duración media del llanto es de tres minutos.



Lo que quiere decir que en lo personal, para pegarle a la media, tendría que contabilizar todos esos llantos resultado de un simple sollozo, una sacudida, una lágrima, quizá el motivo de una memoria y san se acabo. De esos llantos que duran nada, de los que prefiero se confundan con un estornudo.


A pesar de eso, mucho me temo que no estoy de acuerdo con el maestro, con su cálculo sacado de la manga. Su ignorancia del proceso científico y evidente falta de investigación le hubieran garantizado una reprobada por parte de cualquier profesor de estadística. Para empezar, soy de la opinión que el maestro debió haber separado esta estadística por genero, por edad, e inclusive, incluir un estudio separando con respecto a la duración del llanto, por nacionalidad. Porque y, como bien me repetía mi tío Walter cuando veía que empezaba a flaquear - porque vaya que de niño era yo bueno para llorar - «Mickey» me sentenciaba con esa voz de adulto conocedor mezclada con ene mil cigarros y una poco saludable dosis de cubas bien cargadas, «los hombres… los hombres no lloramos» sin querer darse cuenta de que yo no tenía más de ocho años. Ahora sé que a los hombres solo se nos permite llorar hasta que llegamos a cierta edad, como me lo admitió el papá de Martín a quien me encontré llorando a moco tendido en el atrio de la iglesia de Santo Tomás después del bautizo de Luz, su nieta, «es que Miguel», me dijo mientras trataba de secarse las lágrimas sin lograrlo, «los viejos ya nos podemos dar el lujo de llorar por cualquier cosa, así que mejor aprovechamos todo lo que no pudimos llorar mientras éramos jóvenes». Igual me queda claro que los italianos y los argentinos rompen cualquier tipo de medias y estándares masculinos, que solo hace falta que su selección de futbol gane (o pierda) un partido en camino al siguiente mundial que el país entero llora cual si no hubiera un partido de repechaje. También debió, el maestro Cortazar, haber excluido a los mexicanos en su estudio, ya que nuestro himno —el que nadie se atreve a estampar como el oficial pero que todos queremos a muerte— nos ordena a cantar y a no llorar. Quizá por eso creemos que es mejor reír de la muerte. Por último, el maestro hubo de haber excluido a los países escandinavos de éste estudio, ya que las últimas lágrimas derramadas por un hombre en esas latitudes fueron en 1584, y no contaron porque fueron de un gallego perdido entre los fiordos.


Total, vamos, démosle chance, Cortazar - matemático, no era, era solo un escritor más y solo por eso se le perdona.


Pero bueno, para que digo más, si ya no lloro. No lloro porque soy hombre y aun no soy tan viejo.


Y menos lloro por ella, mucho menos.


La conocí a través de Joe.


No. Miento. Lo de siempre. Apenas empiezo a recordar algo relacionado con esa memoria, que empiezo mintiendo: defendiendo a mis recuerdos, supongo.


A ver, va de nuevo.


No, no la conocí a través de Joe: la conocí porque Joe quería andar con ella. La conocí porque él la trajo al cuarto que compartíamos en la universidad, la trajo porque quería andar con ella, porque moría por ella, porque me la quería presentar, presumir. Así de sencillo.


Y a mí… a mí me valió reverendo sorbete lo que él quería.


Mi argumento claro, el que aun después de todos estos años he utilizado para justificar el perseguirla cual rata de caño rastreando un pedazo de salami, era el repetirme que no andaban, decirme a mi mismo que cuando la conocí, que él, Joe, solo quería andar con ella, ser su amigo. Solo eso. Y en estos argumentos, esos que aun cargo, lo culpo a él, a Joe por supuesto, con esa sonrisa tan honesta que solo pudo haber surgido de un pueblo en los Estados Unidos; esa honradez tan inocente que había dejado de existir en mí desde mucho tiempo atrás; de esa integridad que hasta parece ofensiva, y que es imposible para sobrevivir cuando uno es Chilango. Por supuesto fue de aquella sonrisa de la que me aproveche. «Fue su culpa» eso me dije por quién sabe cuánto tiempo. Su culpa, porque cuando ya estábamos solos esa noche, cuando ella ya había regresado a su cuarto, él me dijo que le gustaba. Así me dijo cuando le pregunté, sabiendo perfecto que jamás admitiría sus sentimientos conmigo, «bueno» me dijo, «me gusta… mucho… como amiga, es mi amiga, ¿sabes?». Así me dijo, y por supuesto, me burlé de él, de esa expresión: me burlé hasta cansarme, tratando de evitar el acordarme de esa mirada de sonso que puso cuando me lo dijo, de esos ojos que ya estaban perdidos por ella. Todo eso, lo ignoré. Preferí centrarme en sus palabras, en esas nueve palabras detrás de las cuales él se escudó como cualquiera de nosotros lo hubiera hecho. Sobretodo a esa edad. Pero vaya que yo me cansé de usar ese argumento cuando empece a perseguirla, el que a Joe solo le gustaba como amiga, si hasta él me lo dijo, argüía yo, sin dejar que mi interior se corroyera con mi propia ceguera. Si yo bien sabía que no era cierto, que era claro que él estaba enamorado de ella. Desde esa primera noche era obvio. Pero ni esa certeza me detuvo. Nada lo hizo.


Ni siquiera cuando lo destroce. Cuando por ella me valió bolillo nuestra amistad.


Con Joe me llevé desde el primer día en que nos conocimos. Conectamos de inmediato, nos hicimos amigos, hermanos mas bien, sin la engorrosa necesidad de tener que entablar una conversación. No recuerdo bien quién nos presentó, o si simplemente nos encontramos en el pasillo, o saliendo del baño comunitario de nuestro dormitorio en la universidad. Es un amigo de esos que uno se encuentra en ciertas épocas de su vida y que no hay mal que uno haga que el otro no perdone, o por lo menos eso pensaba yo. Chance quizá, era porque justo teníamos la edad perfecta para olvidar rencores. Yo tenía diecinueve años, el uno menos, y por alguna razón, quizá por esa diferencia mínima de edad o porque yo le sacaba un par de centímetros de altura, o por que él entró a la universidad un año después de mi, siempre sentí una necesidad paternal hacía con él. Ridículo, lo sé, pero así fue, aunque nos llevábamos cuál hermanos, lo protegí y él se acogió a todos los sabios consejos que mi ser de diecinueve años podía brindarle.


Hoy lo asimilo y lo acepto, pero en esa época no nos veíamos cómo lo que éramos, un par de nerds con gustos afines. Ni cómo negarlo. Como si supiéramos algo, discutíamos de todo. Todas las noches, con cerveza en mano —o sin ella porque la lana para conseguir la bebida era escaso— arreglábamos el mundo. Si no sabíamos de nada más, sabíamos perfecto todo sobre como arreglar el planeta y todos sus problemas: teníamos todas las soluciones, todas las respuestas. Éramos expertos en lo que fuera: política, religión, filosofía, deportes. No había tema que abordásemos del que no fuéramos conocedores. No había tema al que temiéramos entrarle por falta de conocimientos. Si de estrategia de fútbol se trataba, le podíamos dar clases al Flaco Menotti. Si de literatura, Hemingway, Rulfo y Tolstoy nos hacían los mandados, y a todos les podíamos dar sus clasesitas de como mejor abordar un personaje, una trama, un pensamiento. No se diga de política, era solo cuestión de que Gorbachov y Reagan se echaran un par de chelas con nosotros en el cuarto de nuestro dormitorio, para que la Guerra Fría terminara esa misma noche, y no nada más eso, sino que dábamos por sentado el que una de esas tardes llegaría el Dalai Lama al cuarto para pedirnos consejos de como encontrar su paz interna. Y lo mejor era que todo lo resolvíamos mientras jugábamos cartas, veíamos la tele o mientras estudiábamos para algún examen del día siguiente.

Vivíamos en el décimo piso de Flanner Hall, nuestro dormitorio. Ahora que me acuerdo, así fue como nos conocimos: su cuarto estaba a tres puertas del mío en ese edificio de once pisos que emanaba testosterona y que de seguro olía mucho peor, pero que mi memoria ya lo limpió con ese amoniaco que usa para borrar cualquier mal recuerdo. Por más que fuera una universidad católica y que la mayoría de los habitantes de ese edificio bajaremos a la última misa los domingos en la noche, quinientos y pico de hombres viviendo bajo un mismo techo dejaba un aroma que distaba mucho de ser siempre cordial. Pero Joe siempre fue mi amigo.


Todas la tardes después de clases, inclusive aquellas en donde hacía demasiado frío para salir, conversábamos durante horas hasta que alguno de nosotros sugería el ir a jugar un partido de basquet. Salíamos Joe, Pete y yo. Pete era quien completaba nuestro trío de tres tristes nerds. Hemos de haber presentado una imagen risible para los contrincantes que nos retaban en la cancha de basket. Ninguno de los tres éramos atletas naturales, por llamarlo de alguna manera: yo con un cuerpo que más bien debió haber estado colgado como muestra ósea en el departamento de anatomía; Joe, más chaparro pero más compacto que yo, y Pete, quien aunque alto y fuerte, en realidad pertenecía más en una cancha de fútbol americano empujando y tacleando, que driblando en una de basquet. Supongo por eso siempre nos aceptaban en las retas nuestros potenciales rivales, creyendo que se llevarían un triunfo fácil. Pero una vez en la cancha, brotaba la fluidez que era un fiel reflejo de nuestra amistad. Sin verlo, yo sabía que Joe estaba por quebrar a la derecha y que Pete estaría utilizando su cuerpo para que yo tuviera acceso directo a la canasta o para pasarle la pelota a Joe. De ninguna manera digo el que hubiéramos estado parejos en un partido en contra del Dream Team, eso no, pero dábamos pelea, siempre luchábamos con esa fiereza con la que luego yo me emperré, por querer andar con ella, en destruir nuestra amistad.


Así nos pasábamos las tardes, entre leyendo, discutiendo, jugando basquetbol y yendo a cenar a la cafetería de la escuela que nos quedaba cruzando un camino que se enlodaba apenas llovían tres gotas. Aun guardo en mi cartera la credencial, con fotografía, mediante la cual nos permitían el acceso a desayunar, comer y cenar. Obvio que ya no me reconozco en esa fotografía, ese chavo de diecisiete quien ahora me ve a través de ojos miopes en esa imagen que ya no soy yo. Pero, bueno. El acceso a la cafetería era controlado por unas mujeres que parecían recién extraídas de detrás de la cortina de hierro, quienes revisaban las credenciales a detalle, y luego las insertaban en una máquina que detectaba el que si alguien se estaba tratando de colar más de una vez por comida. No que nadie tuviera muchas ganas él entrar a comer más de una vez, no a ese comedor, no con esa comida. Todavía recuerdo con asco aquellos guisos de colores artificiales que nos ofrecían en la barra, alimentos irreconocibles que parecían arrinconarse dentro de sus bateas metálicas, como que con miedo. Quienes servían la comida, hincaban el cucharón para desenraizar los alimentos y aventarlos, con mala cara y de peor humor, encima de nuestros platos fríos de plástico duro. Bastaba el que alguien se atreviera a preguntar el nombre del platillo para que quién estuviera sirviendo el plato, nos escupiera en un idioma inteligible, un nombre de algo recién descabezado, algún platillo hervido y sacado de alguna mazmorra medieval. Imagino que nuestros niveles de colesterol han de haber subido de manera considerable en aquellas épocas por la cantidad de sal que había que echarle a lo que se deslizaba y escurría por nuestros platos.


Las cenas hubieran sido insoportables sin la chica basquetbolista que llegaba puntual a cenar a las 5:45 de la tarde, y por lo cual, nuestra propio cáscara basquetbolera tenía que terminar unos minutos antes. Obvio, nunca supimos ni cómo se llamaba ni nunca nos atrevimos a hablar con ella, solo nos dedicábamos a soñar y a adorarla desde nuestra mesa. Ella cenaba sola, acompañada por un libro del cual no despegaba la vista, que si la hubiera levantado, hubiera visto a los tres pares de ojos admirando desde como se llevaba la cuchara a la boca, hasta cómo espolvoreaba la sal sobre sus alimentos. De haber tenido opción, creo que cualquiera de nosotros tres hubiéramos dado lo que fuera por ser aquel trozo de carne innombrable que hacía el recorrido desde su plato hasta esa boca perfecta. De manera invariable y sin importar el clima afuera del comedor, ella iba vestida con unos shorts y una camiseta de basquet, aunque solamente una vez la vimos jugando sola, en silencio, encestando la pelota en los aros. No era como las demás, nuestras compañeras universitarias, no se alineaba para servirse más helado, ni tampoco se levantaba para ir a la barra de ensaladas, donde desde tiempos remotos, habitaban las lechugas mas tristes y cafés del planeta. Una vez que se sentaba, nuestro ángel —porque vaya, era lo que era a nuestros ojos— se dedicaba a comer y a leer, y lo que nosotros interpretábamos cómo ignorar nuestras miradas que suplicaban el que nos volteara a ver aunque fuera por solo un instante. No que lo tuviéramos medido, por supuesto, pero entre que se sentaba a comer y se levantaba para dejar la charola ya sin alimentos a los carritos que usaban para llevarse los trastes sucios, se tardaba nunca más de veintitrés minutos. Una vez que salía de la cafetería, en donde las puertas cerraban como que con un suspiro celestial detrás de ella, respirábamos de nueva cuenta, exhalando en unísono para poder regresar a nuestra discusión de antes de salir a pelotear. De no haber sido por aquel ángel que entraba a las 5:45 a cenar solitaria todas las tardes, estoy seguro de que los alimentos que nos daban en aquella cafetería hubieran sido incomibles. Por supuesto nunca supimos ni su nombre, ni dónde vivía, ni ninguno de nosotros jamás entabló conversación alguna con ella, pero en nuestras discusiones, siempre peleábamos por ella.


Pero, aparte de nuestra chica basquetbolista, no había muchas más mujeres en nuestra existencia. Claro, teníamos amigas, pero a nuestros ojos cegados por nuestra chica basquetbolista, no eran nada más que amigas y así tenían que permanecer. No era, por supuesto, el que no quisiéramos que hubieran “mujeres en nuestra existencia” pero el hecho era que no teníamos mas que amigas, y ni siquiera de esas que luego se convierten en aminobias. Eran amigas que no nos pelaban ni nos querían para nada más si no para tan solo reírse y pasarla bien con nosotros.


Por eso fue una sorpresa cuando, regresando de las vacaciones de Navidad en el tercer año, me encontré a Joe platicando con ella en el cuarto. Los dos habían manejado desde Rochester en Nueva York, donde las familias de ambos vivían y donde ellos habían ido a pasar las vacaciones. El trayecto de regreso a la universidad lo habían compartido en el coche de ella, un Chrysler Le Baron guinda, de cuatro puertas, con techo corrugado y el metal oxidado en varias partes del chasis. Habían manejado juntos durante doce horas, tratando de mantenerse despiertos en esas autopistas norteamericanas diseñadas por Morfeo para atraer clientela y estoy seguro de que mientras transcurrían los minutos sobre la carretera, Joe, mi siempre honesto amigo Joe, visualizaba ya su futuro con ella. Vamos, sí se lo pude leer perfecto en su cara cuando abrí la puerta del cuarto aquella noche en la que los vi juntos y la conocí a ella por primera vez.


Esa noche, yo llegaba después de haber volado todo el día. Como de costumbre, tomé un vuelo de Continental que salía de madrugada del Benito Juárez de la Ciudad de México, para conectar con otro en Houston que luego me depositaba en Chicago. De allí transbordaba y tomaba un autobús de pasajeros con el poco pretensioso nombre de “United Limo”, y que solo era un autobús guajolotero venido a más, y que se iba deteniendo en todos los pueblos de más de cien gentes entre el aeropuerto de O’Hare y la universidad. Cuando finalmente llegaba a la universidad, el autobús me dejaba en el otro lado del campus, y yo tenía que cargar mi maleta —era cuando todavía a nadie se le ocurría el que las maletas pudieran llevar rueditas— por los caminos que me llevaban a Flanner Hall. Recuerdo que esa noche estaba no nada más congelado, sino que caía una nevada de esas que te hacen creer que estás en un sueño que esta a punto de convertirse en pesadilla. También fue esa navidad que mi mamá, en un intento tropical de proteger a su hijo en contra del frío, me regaló una gorra de esas que usaban los cazadores canadienses de castores en el siglo diecinueve y que tenían un par de orejeras cubiertas de pelusa y un listón de cuero que se ataba debajo del mentón para que la gorra o la capucha o lo que fuera, no se la llevara el viento, gorra que decidí, —¿porque no?— usar en aquel trayecto hasta mi dormitorio.


Esa gorra de cazador de castores fue lo primero que salió volando de mi cabeza cuando la vi sentada a un lado de Joe.


Ella, sentada a lado de Joe. Ella.


Lo leí en “To Sir With Love”, un libro que nuestra maestra de literatura, la Miss Kahn, nos dio a leer en tercero de secundaria. En resumidas cuentas, el protagonista del libro, un maestro caribeño, llega a dar clases a una escuela en Londres durante la década de los sesentas y se tiene que ganar el respeto de sus alumnos, pero que, en el transcurso de ese año escolar, se enamora de una de las profesoras, una inglesa con cara pálida, por lo que también tiene que vencer el prejuicio racial de sus futuros suegros. No que toda la trama importe para mi recuerdo, pero antes de enamorarse, el profesor caribeño argumentaba que cada hombre forma en su mente la imagen de la mujer de sus sueños. Por supuesto en ese momento cuando leí aquel libro en mi temprana adolescencia, la representación de la “mujer de mis sueños” siempre era física, jamás se me hubiera ocurrido el pensar que en esa imagen de la “mujer de mis sueños” hubiera sido el necesario que ella pudiera concatenar más de dos oraciones coherentes seguidas.


«¿Qué te pareció?» me preguntó Joe esa noche, con esa sonrisa que en ese momento me pareció una mezcla repulsiva entre miel y azúcar, cuando ella ya no estaba en el cuarto.


Entre los miles de datos inútiles e información inservible que tengo grabada en la memoria, se me quedó grabada la descripción de “la mujer perfecta” de aquel maestro caribeño, quien describía que para él, lo mas atractivo físicamente hablando de una mujer, eran las piernas largas. Supuse, cuando lo leí, que mi criterio aun no estaba bien desarrollado porque en mi propia imagen de “la mujer perfecta” no importaba el largo de las piernas e inclusive recuerdo que al día siguiente de haberlo leído le pregunté a Diego si es que él las consideraba esenciales, las piernas largas, aunque ya no recuerdo su respuesta.


«Bien, pero la verdad no me fije» le contesté a Joe. Ya no agregue palabras adicionales a esa primera mentira. Ya no le dije a Joe como me había yo fijado en la forma casi perfecta de sus labios que imagine me suplicaban desde esa primer noche por un beso; ni que tampoco me fije en lo café de sus ojos que estaba seguro no dejaban de verme; ni menos le dije como fue que me fije en como metía sus manos, sus blancas manos, con sus delgados y delicados dedos que tanto me obsesionaron, por entre los caireles de su pelo castaño obscuro, ni tampoco me fije en como su peinado enmarcaba su cara, en esa boca que no dejaba de sonreírme. Sonreírme. A mí, no a Joe. No, tampoco le comenté a Joe que sin que yo lo hubiera querido, tenía grabado en mi mente lo suave de la piel de sus brazos ni le dije de mi obsesión por el largo de su cuello ni de tantos otros detalles que se fijaron cual lapas en la memoria, y menos le dije que me había fijado en lo bien que navegaban sus jeans por esas, sus muy largas piernas.


Y es que en realidad ya no lloro por ella: anduvimos y me rompió el corazón y luego volvimos y en venganza le rompí el suyo. Nos dejamos de ver y luego regresamos y me volvió a quebrar en dos y quedamos que mejor era separarnos, pero no pudimos, nos odiábamos, nos queríamos, nos peleábamos y volvimos a estar juntos hasta que luego acabamos nuestros respectivos estudios en la universidad y ella se fue por un lado, yo regrese a la Ciudad de México y ya nunca nos volvimos a ver ni a hablar jamás.


Había más vida que tiempo en aquel entonces.


No, por ella ya no lloro.


Lo sigo haciendo porque ya nunca salimos a jugar basket, nunca volvimos a poner en el pedestal a aquella chica basquetbolista; porque ya nunca le expusimos ni a Reagan ni a Gorbachov nuestros planes para salvar al mundo; porque ya nunca más confabulamos.


Por eso creo que el maestro Cortazar se equivocó cuando dijo que la duración media del llanto es de tres minutos.


Por lo menos conmigo, se equivocó.


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