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constitución

Writer's picture: Miguel Esteva WurtsMiguel Esteva Wurts

constitución


En los ochentas, estudiar y Edron, sinónimos nomás no eran. En esos dos últimos años, lo que sí abundaban eran periodos libres para quienes cursábamos los dos últimos años, que usábamos para debatir. Lo que fuera. Con conocimiento de causa -o sin ella-, de temas actuales, bizantinos, etéreos, eternos. Lo que fuera. Nada estaba fuera de nuestro alcance. Eutanasia, la Union Sovietíca, los Juegos Paralímpicos, mujeres, capitalismo, estéreos, futbolistas, Las Malvinas. Los debates empezaban en alguna clase matutina y se escurrían hasta el ‘common room’, espacio donde, sin interferencia de profesores y en medio de una nube de Faros, resolvíamos lo que había que resolverse. Discutíamos durante ese par de periodos, y si el tema lo ameritaba, lo extendíamos a los días siguientes. A veces regresábamos a clase donde los profesores nos veían con cara de que ellos también habían estado allí, resolviendo los problemas del mundo entero. Debatíamos, pues.



Entendíamos que la nuestra era una escuela distinta. Había instituciones amigas, pero no hermanas. Otros colegios habían sucumbido ante la presión de los padres de familia, incorporándose a la SEP o a la UNAM para que sus hijos fueran aceptados por las universidades. El Edron era una isla, rehusándose a seguir un sistema educativo. La nuestra era una escuela que a duras penas se basaba en el sistema inglés, ignorando con orgullo británico al sistema educativo mexicano de los ochentas. El no estar incorporados era un arma de doble filo: a mucha honra admito que nunca asistí a clases de civismo ni de ética, pero eso sí, todos corrimos a hacer la secundaria abierta para que revalidaran nuestros estudios. Era una isla en el DF rodeada por terrenos baldíos, una calle empedrada, y una banqueta reventada por las raíces de un enorme fresno.


No todo era miel sobre hojuelas, había conflictos existenciales con, por ejemplo, los días de asueto. El 12 de diciembre, así como el 5 y el 24 de febrero nos lo pasábamos por el Arco del Triunfo, ignorando su existencia a menos de que fuera un martes o un jueves, para aprovechar el puente que nos otorgaba un fin de semana largo. Solo era cuando se vislumbraba un buen puente, que el entonces director de la escuela, Mr. David, hacía que se respetaran los días de descanso tal como lo hacían las escuelas incorporadas al sistema educativo nacional. Tampoco éramos tan nacionalistas, igual se aprovechaban eventos de trascendencia internacional para saltarse clases, como por ejemplo el día de nacimiento de la Reina Isabel II, quien, aunque nació un 21 de abril, su natalicio era celebrado el 9 de junio, el día en que ascendió al trono. Si era necesario, ambos días eran buenas excusas para no ir a clases.


Para recordar lo británico de la escuela, había un retrato de la Reina Isabel II colgado justo en la entrada, a un lado de donde se sentaba la secretaria, afuera de la oficina de Mr. David. En alguna de las pocas fiestas organizadas por la escuela -chance la última- a alguien se le ocurrió darle de beber una cerveza a la Reina, de a pico de botella, -para ser amable pues, incluirla en el evento. A nosotros nos pareció un puntadón, a Mr. David, no tanto, a la Reina Isabel II, no sé.


De historia de México nos enseñaron poco. El enfoque era más universal, bueno, para que me hago el buey, más ingles que nada: la invasión Normanda de William the Conqueror en 1066 en la batalla de Hastings, la Batalla de las Rosas, las esposas de Enrique VIII, los poemas de Wilfred Owen de la Primera Guerra Mundial. Cuando no era historia de Inglaterra, era la Europea, vista desde una óptica británica: que si los Romanos construyendo el muro de Hadrian a la mitad de Inglaterra; que sí el medievo terminando con la firma de la Carta Magna en Inglaterra; que si la máquina de vapor inventada en la Gran Bretaña por James Watt; que si Dickens; que si Jane Austen; que si Benjamin Disraeli. Inclusive, la cultura maya la vimos a través de los increíbles dibujos de Frederick Catherwood, arquitecto, artista y explorador inglés del siglo diecinueve.


No que hubiéramos leído los seis volúmenes completos, pero en nuestras clases de historia del Imperio Romano siempre existía la sombra del estudio que hizo Edward Gibbon en su ‘Decadencia y caída del Imperio Romano’, con sus advertencias y admoniciones. Claro, cuando Gibbon escribió su libro, el Imperio Inglés estaba en pleno auge. Cuando leímos el resumen, nosotros compartíamos nuestras chelas con la Reina Isabel II en San Angel.


Todo esto me vino a la mente cuando nuestro monarca en turno anunció que los días festivos se celebrarán en las fechas en las que se conmemoran, no en el lunes más próximo.


Para que luego no presenten una demanda en mi contra, la palabra “monarca” no la uso así nomás porque sí, utilizo la definición de Gibbon, “La definición obvia de una monarquía parece ser la de un estado donde una sola persona, llámesele como se llame, es el encargado de la ejecución de las leyes. A menos de que el público sea protegido por guardianes intrépidos y valientes, la autoridad de un magistrado tan formidable, pronto degenerará en despotismo”.


Lo de cuando sea conmemorado un evento me tiene muy sin cuidado, creo que como antaño, el resultado será el tener puentes más extendidos para quienes se pueden dar ese lujo, es decir nos acordaremos de la constitución o del benemérito en alguna playa bebiéndonos una piña colada. Me queda claro que cuando el 20 de noviembre caiga en un jueves, el VTP incluirá el viernes.


Para que no queden dudas sobre la monarquía, desde su podio matutino el monarca invita a que lo desafiemos en las polémicas que él mismo crea. “Sé que va a causar controversia” nos dijo cuando nos avisó de los puentes, reafirmando su poder absoluto con una sonrisa triunfalista, de ‘a ver, deténganme’.


Las iniciativas ahorita, quizá sean coherentes. Chance. Lo dudo. Pero ni quién se lo debata. La decisión ya está tomada. Será así.


El meollo radica en el cómo se toman las decisiones. Mi tren maya. Mi rifa. Mi diablito. Mi decreto. Yo propongo. Yo promulgo. Yo monarca.


Y todo claro, protegido por el manto de haber sido electo como ‘sirviente del pueblo’, cosa que, según Gibbon, tampoco es una idea novedosa de este monarca: “Los dueños del mundo Romano rodeaban su trono con obscuridad, escondiendo su fuerza irresistible, humildemente profesándose siervos del senado, cuyos decretos supremos dictaban y obedecían”.


El problema no es el primer año, ni el segundo del monarca. La bronca son los últimos, cuando vea que no todos sus proyectos se han completado ni cumplido, cuando caiga en cuenta de que su legado será borrado por el siguiente monarca en turno. Cuando ese diablito que, según nos dice, revolotea sobre su hombro, empiece a sugerirle acciones aun más imprudentes, digamos leyes para proteger su honra, su legado. Cuando solo queden ya senadores que de tanto haber agachado la cabeza en obediencia sumisa, ya no puedan ver mas que su propia sombra.


La cosa es que lo nuestro no era el Imperio Romano, ni el Británico, era tan solo una incipiente democracia que lo último que necesitaba era otro monarca.

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